El derecho

Las finanzas han sido el detonante, pero no nos sacarán por sí solas de la crisis, de la crisis nos sacarán la Filosofía, el Derecho y las instituciones. Aunque algunos aún no lo vean y otros se empeñen en hacerlo invisible, por si del corazón de las tinieblas, que Joseph Conrad nos disculpe, fluyera el marfil.

El Derecho sacraliza las formas porque sabe que son garantía de paz, libertad y justicia, su razón de ser. Sabe que los buenos días, disculpe, por favor, nos ayudan a escuchar, dando una oportunidad a la razón para discrepar o para coincidir, sin agredirnos. Lo sucedido recientemente con la ceremonia de toma de posesión del presidente de los Estados Unidos puede servir de ejemplo. Lo que empezó con un mero error del presidente Obama al formular su primer juramento, hace cuatro años, no se despachó sin atención y cuidado a las formas. Se resolvió repitiendo el juramento al día siguiente con toda corrección formal e introduciendo, en esta segunda ocasión, lo que barruntamos se convertirá en una nueva costumbre constitucional. Primero se hace formalmente el juramento, dando validez a la toma de posesión; luego se repite durante la ceremonia inaugural de la presidencia, atemperando así el riesgo del directo y la perfidia de las emociones. Para quienes amamos el Derecho, resulta admirable esa instintiva asunción de que las formas son, con frecuencia, tan importantes como el fondo.

La desatención que parecemos vivir hacia los valores convivenciales que el Derecho encarna es un riesgo. Javier García Sánchez recién nos recuerda, por ejemplo, que fue Maximilien Robespierre el que dijera: «¿Cómo podéis llamarme tirano, a mí, a quien todos los tiranos del mundo temen?». Solo los tiranos, en activo o en potencia, acostumbran argüir que el Derecho sea un freno para la transformación del mundo, queriendo decir que lo es para sus intereses o desvaríos. El buen Derecho nada obstaculiza, vive y evoluciona respetándose a sí mismo, sus formas y sus previsiones.

Es bastante fácil atacar la vigencia y la validez del Derecho, poner de manifiesto sus limitaciones o sus errores, achacarle tales o cuales iniquidades, convertirlo en amparador o coartada de tales o cuales injusticias. Pero resulta mucho más difícil ofrecer a la sociedad una alternativa merecedora de asentimiento general y duradero, un sistema legal «distinto» del que desde Roma venimos perfeccionando, el que queda resumido en el «pacta sunt servanda», los acuerdos deben respetarse. Naturalmente el vacío que media entre un Derecho cuestionado y otro pretendido es el escenario que procuran siempre los aventureros, oportunistas e inmorales, para llenarlo luego a su capricho y conveniencia, que no tiene por qué coincidir con el interés general, cuya formulación inspira precisamente el Derecho. Lo que en modo alguno debe entenderse como una exención del Derecho a la crítica o al cambio. El Derecho es, precisamente, antónimo de estancamiento y sinónimo de transformación razonada, antónimo de vacío y sinónimo de continuidad en la defensa de la dignidad humana.

«La personalidad del Estado, escribe José Castillejo, lo mismo que la personalidad individual, reside en su identidad fundamental con independencia de sus cambios temporales. Un hombre normal modifica sus opiniones siguiendo un proceso lógico en el que las nuevas reflexiones incluyen o alteran las previas; lo que queda es mucho más que lo que se desecha. La demencia, lo mismo que el débil raciocinio de un niño, se caracteriza por su discontinuidad; un lunático no está limitado por sus opiniones o actos previos, continuamente rompe con su pasado, a cada momento es una persona diferente. El imperio de las masas es en este sentido un caso de locura social». ¿No lo fue acaso el espectáculo de la guillotina, en la entonces plaza de la Revolución, antes de Luis XV y, después del Terror, llamada de la Concordia, que tan bueno le parecía a Saint-Just para la salud pública, puesto que según él: «Una República la conforma únicamente la destrucción de todo aquello que se le opone»? Incluida la vida de los inocentes, va de suyo, por supuesto.

Lord Acton dejó bien fijado el límite cuando escribió que «La vida humana es lo archisanto. Al que vierte sangre humana es fácil caracterizarlo y condenarlo. Es lo que resuelve tajantemente cualquier cuestión… Cuando el historiador tiene entre manos a un patente asesino –sea Danton o Robespierre– puede estar seguro de sí, el juicio es inmediato».

El Derecho cambia con las leyes emanadas de los parlamentos, con las decisiones emanadas de los jueces, con las opiniones emanadas de los juristas con autoridad moral. Quienes, seducidos por la aparente eficacia de la ruptura, manifiestan sentirse desligados de las leyes, creyendo liberarse tan solo a sí mismos desatan también a los demás, sembrando la semilla del conflicto irresoluble, es decir, de la violencia. Olvidan que si la ley no obliga, no obliga a nadie. ¿Por qué va a aquietarse quien, con razón o sin ella, se siente víctima del incumplimiento ajeno, si no es por respeto al Derecho y a su legítima imposición por la fuerza a través del juez y de los poderes públicos en general? ¿Qué es la democracia si no la certeza de que las leyes entre todos aprobadas van a ser por todos cumplidas?

El Derecho no es ajeno a la crisis de ideas y valores que nos atenaza y nos estimula. ¿Qué interpelaciones le hace hoy nuestro mundo? No son menores, ni son pocas, reseñemos alguna. La economía global no se corresponde con un Derecho global. De donde nacen muchos problemas, por ejemplo en el campo de la fiscalidad internacional, de las relaciones laborales o de los derechos humanos. Problemas cuya solución no es acabar con el Derecho sino transformarlo, haciéndolo útil para hoy. Un ejemplo cercano es el Derecho de la UE, que construye regionalmente un ordenamiento que, respondiendo a las exigencias del Estado de Derecho tal y como lo conocemos en su dimensión estatal desde la Revolución francesa, lo dota de la hoy imprescindible dimensión internacional. Esa es la senda.

Se me antoja necesario que los juristas repensemos el Derecho, desde la más radical independencia intelectual y con el indispensable sentido crítico, comprometidos en un esfuerzo de largo aliento, que debe tener como objetivo una recodificación en sentido textual y conceptual, en aras de la claridad, la simplicidad y la certeza necesarias. No diré urgentes porque, subyugados por la aparente velocidad con que analiza y decide la moderna inteligencia artificial, todo se nos va en resolver con rapidez, coartada de la improvisación. Olvidando que el prodigio cibernético no es más que el fruto de millones de años de existencia del pensamiento humano en evolución y que lo radicalmente humano es la piedad, que implica sentimientos, no el frío razonamiento estadístico y digital que en más de cinco millones de parados ve sólo una cifra. El Derecho ve, además y sobre todo, soledad, angustia e injusticia y construye una esperanza civilizadora y combativa. Protesto lo necesario es la bella fórmula ritual con la que se acostumbra terminar las instancias o lo recursos administrativos en México. Conste, en consecuencia, que protesto lo necesario en defensa de nuestro Estado de Derecho, que exige la cortesía para con todos, permitiendo al mismo tiempo que otorguemos nuestro respeto sólo a quién se lo merece.

Tucídides pone en boca de Pericles, en su famosa oración fúnebre, estas hermosas palabras «Nuestra ciudad es digna de admiración por estos motivos y también por otros... Estos hombres murieron luchando noblemente porque no les arrebatasen semejante ciudad, y es natural que todos los que quedamos estemos dispuestos a sufrir por ella».

Toda crisis es en sí misma un exceso, nace de un desequilibrio que invita a la recuperación de lo auténtico, genera la necesidad de revisitar lo elemental. Volvamos al origen, recomencemos, será un progreso. La ciudad del Derecho es hermosa y acogedora, y es una noble causa la de su defensa.

Adolfo Menéndez Menéndez, profesor IE Law Scholl

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *