El derrotismo español

La prensa francesa apenas si ha informado sobre un corto escrito publicado por un senador, André Gattolin, en su blog del periódico digital Mediapart. Lo suscriben otros 40 senadores franceses y en él se denuncia la falta de libertad de expresión en España por la persecución judicial de los líderes del independentismo catalán. La opinión pública española ha magnificado esta iniciativa que carece de todo rigor. Pero la crítica gala cae en terreno abonado, es decir, en ese complejo colectivo tan hispano, tradicional derrotismo que se empeña en buscar la bendición ajena. Es un derrotismo extemporáneo, dado que la España de hoy es una democracia homologada con un alto nivel de bienestar.

El independentismo catalán ha ganado el relato exterior y ello es así porque esos políticos que tanto deploran ser parte de España han recurrido a ese derrotismo nacional. Es un rasgo característico de casi todos los colectivos humanos. Los franceses están acomplejados frente a los alemanes; por ejemplo. Hay datos que alimentan objetivamente las comparaciones más negativas de cualquiera, pero lo que distingue al complejo español es el activismo de sus propios ciudadanos para ahondar en la herida en esos foros que a veces nos juzgan tan duramente; llevados en ocasiones por la inercia de los prejuicios más simplistas.

Se escandalizaba el escritor Julián Juderías ya en el siglo XIX del hecho sorprendente de que fueran justamente tres españoles (Antonio López, Reinaldo González Montes y fray Bartolomé de las Casas) los primeros que ejercieron un papel importante en la construcción de la leyenda negra española, rescatada ahora por el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador. Posteriormente, se han publicado multitud de estudios (entre ellos el del propio Juderías) para demostrar que esa leyenda negra de crueldad para con los indígenas americanos, los infieles o los rebeldes flamencos fue similar o incluso menor que la ejercida por otras potencias coloniales de las que no se habla casi nunca. Abundan también en la tesis de que es una etiqueta alentada por países celosos del inmenso poderío español durante 200 años (1450-1650).

La historia posterior de pérdida de poder ha apuntalado ese descrédito español en el exterior al que tantos hispanos se entregan. La primera mitad del siglo XX, marcada por el empobrecimiento y la dictadura, fue letal para prolongar hasta hoy la mala imagen con la que nos flagelamos. La emigración hacia el resto de Europa contribuyó a exacerbar el racismo y el complejo hispano. Miles de ciudadanos provenientes del sur de los Pirineos (tan cerca de África) vivieron en países ricos en condiciones lamentables. Un libro sobre el pequeño barrio de la periferia parisina llamado La Petite Espagne da cuenta, entre otras cosas, del desprecio con el que se describía la mísera vida del poblado en el que pululaban “mujeres morenas marchitas o demasiado gordas” y hombres que solo buscan la provocación en un ambiente “mohoso y grasiento con olor a cebolla”.

La política económica de la II República Española no fue la más acertada, pero lo que hundió a España en la miseria y la distanció del colosal avance de la Europa del norte fue una sublevación militar cuyo éxito quizá Francia y Reino Unido hubieran podido evitar. Porque mientras Hitler y Mussolini proveían de armas a los rebeldes, el ciego e injusto principio de no intervención de Londres y París negó el apoyo al Gobierno legítimo de Azaña por miedo al bolchevismo. Lo que ocurrió después en España y Europa es bien sabido.

Según Albert Carreras y Xavier Tafunell (Historia económica de la España contemporánea), la guerra civil fue un enorme retroceso en términos económicos, educativos y de igualdad. España fue el país europeo que más años tardó en recuperar el PIB alcanzado en su máximo histórico (1929) tras las dos guerras mundiales. “El primer franquismo fue un desastre económico”, afirman los autores.

No se trata hoy de revisar la historia para buscar culpables extemporáneos como ha hecho López Obrador, pero a partir de ella y de la realidad sí sería conveniente que los españoles desecharan antiguos complejos sin abandonar, lógicamente, la autocrítica y sin caer al tiempo en el patrioterismo barato.

Convendría, por ejemplo, tener claro que Europa no es un ente ajeno, sino que España forma parte de ella como miembro ya activo y adelantado. Hay que tener claro que ni el Tribunal de Estrasburgo ni el de Luxemburgo son entidades extranjeras que nos enmiendan la plana, sino organismos en los que participamos y que forman parte de nuestro sistema judicial. Hay que saber que los jueces alemanes también se pueden equivocar e incluso ser rehenes del desconocimiento de las leyes catalanas de desconexión o de la naturaleza de la euroorden. Es preciso dudar de que nuestros políticos sean siempre los peores (véase el laberinto británico del Brexit) y es, en definitiva, imperioso aprender de la historia, pero no dejarse dominar por ella porque ya es tiempo, por ejemplo, de terminar con la tradicional comprensión de la izquierda hacia los nacionalismos periféricos y la incoherente repulsión hacia el nacionalismo español por el hecho de que un dictador lo abanderara.

Gabriela Cañas

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