El desafío del gasto en infraestructura

El desafío del gasto en infraestructura
Peter Macdiarmid/Getty Images

Noticias alentadoras acerca de tratamientos antivirales más eficaces y vacunas prometedoras generan un cauto optimismo respecto de que al menos en los países ricos sea posible domar la pandemia de COVID‑19 a fines de 2021. Pero por ahora, mientras una terrible segunda ola se propaga por el mundo, sigue siendo esencial la implementación de medidas de alivio vigorosas y amplias. Es necesario que los gobiernos permitan un mayor aumento de la deuda pública para mitigar la catástrofe, incluso si eso implica costos a más largo plazo. Pero ¿cómo estimular un crecimiento que en las economías avanzadas ya era insuficiente antes de la pandemia?

Macroeconomistas de todas las vertientes coinciden en general en la conveniencia de gastar en infraestructuras productivas después de una recesión profunda. Yo siempre he sido de la misma idea, al menos mientras sean proyectos realmente productivos. Pero en las economías avanzadas, el gasto en infraestructura muestra hace décadas una tendencia declinante. (China está en un estadio de desarrollo muy diferente y es harina de otro costal.) Estados Unidos, por ejemplo, sólo gastó en 2017 el 2,3% del PIB (441 000 millones de dólares) en infraestructura de transporte e hídrica, un porcentaje menor al de cualquier período desde mediados de los cincuenta.

Sin embargo, es posible que esta renuencia a invertir en infraestructura esté a punto de terminarse. El presidente electo de los Estados Unidos Joe Biden se comprometió a priorizar la cuestión con un fuerte énfasis en la sostenibilidad y el combate al cambio climático. El paquete de estímulo de 1,8 billones de euros (2,2 billones de dólares) propuesto en la Unión Europea (formado por el nuevo presupuesto de 1,15 billones de euros por siete años y el fondo de recuperación de 750 000 millones de euros Next Generation EU) incluye un importante componente de inversión en infraestructura, que beneficiará en particular a los estados meridionales económicamente más débiles. Y el ministro de hacienda del Reino Unido, Rishi Sunak, ha planteado una ambiciosa iniciativa de inversión en infraestructura por 100 000 millones de libras (133 000 millones de dólares) que incluye la creación de un nuevo banco nacional de infraestructura.

Todo esto parece muy prometedor, dado el estado decadente de las infraestructuras en muchos países y el hecho de que hoy el costo de endeudamiento está en mínimos históricos. Pero después de la crisis financiera de 2008, los macroeconomistas también coincidieron en considerar que el gasto en infraestructura era una opción particularmente atractiva, de modo que la experiencia aconseja no apresurarse a dar por sentado que haya esta vez un estímulo significativo al crecimiento a largo plazo. Los microeconomistas, que analizan proyecto por proyecto los costos y beneficios de la inversión en infraestructura, siempre han sido más prudentes.

Una objeción importante, como observó hace un cuarto de siglo el difunto economista y exintegrante de la Junta de Gobernadores de la Reserva Federal de los Estados Unidos Edward Gramlich, es que casi todos los países desarrollados ya construyeron las infraestructuras más rentables (carreteras interestatales, puentes, sistemas de saneamiento, etc.). Aunque este argumento no me resulta del todo convincente (ya que parece haber mucho margen para introducir mejoras en la red de electricidad, proveer acceso universal a Internet, descarbonizar la economía y crear una educación del siglo XXI), los macroeconomistas no deberían apresurarse a desestimarlo.

El argumento de Gramlich tiene muchos parecidos con la tesis de Robert J. Gordon de que la explosión de nuevas ideas productivas que generó un crecimiento a gran escala en los siglos XIX y XX se ha ido agotando desde los años setenta. Algunos importantes macroeconomistas, incluida la experta en finanzas públicas Valerie Ramey, piensan que no es en modo alguno evidente que Estados Unidos tenga un nivel de capital público subóptimo.

Es verdad que en 2017 la Sociedad Estadounidense de Ingenieros Civiles le puso un insuficiente (D+) al estado general de la infraestructura estadounidense. Puede que esta evaluación desfavorable sea acertada, pero aun así es probable que la causa sea antes la subinversión en reparación y mantenimiento (en particular en el caso de los puentes) que el hecho de que no se construya, por ejemplo, un enlace ferroviario de alta velocidad entre Los Ángeles y San Francisco. De hecho, los especialistas en finanzas públicas en general coinciden en que en las economías avanzadas, la parte más rentable de la inversión en infraestructura es la que corresponde a reparación y mantenimiento. (No es así en las economías emergentes, donde una floreciente clase media dedica una importante proporción de sus ingresos a gastos de transporte.)

Dejando a un lado la factibilidad tecnológica y la conveniencia, puede que el principal obstáculo a la mejora de infraestructuras en las economías avanzadas sea que cada proyecto nuevo obliga a resolver complejas cuestiones de servidumbre de tránsito e impacto ambiental y objeciones de ciudadanos aprensivos representantes de una variedad de intereses.

En mi ciudad (Boston, Massachusetts), hubo un famoso proyecto vial llamado «Big Dig» que se convirtió en uno de los proyectos de infraestructura más caros de la historia de los Estados Unidos. El costo previsto inicial iba a ser 2600 millones de dólares, pero según algunas estimaciones, la cifra final se infló a más de 15 000 millones a lo largo de 16 años de construcción. Y la causa no fue tanto la corrupción cuanto que se subestimó el poder de negociación de diversos grupos de intereses. Los policías exigieron pagos sustanciales por horas extra, los vecindarios afectados demandaron medidas de insonorización y compensaciones económicas, y la presión de crear empleo llevó a contratar más personal del necesario.

La construcción de la línea de metro de la Segunda Avenida en Nueva York fue una experiencia similar, aunque en una escala ligeramente menor. En Alemania, la reciente inauguración del nuevo aeropuerto de Berlín‑Brandemburgo se produjo con nueve años de atraso y un costo tres veces superior al previsto.

Aunque el valor de todos estos proyectos se mantenga, la pauta de sobrecostos que ponen de manifiesto debería echar paños fríos sobre la idea de que en tiempos de bajo costo financiero, cualquier proyecto de infraestructura es ganancia asegurada. Además, una inversión en infraestructura desacertada puede crear costos a más largo plazo, que van del daño ambiental a necesidades de mantenimiento excesivas.

En un entorno de tasas bajas como el actual, sigue habiendo razones convincentes para aumentar el gasto en infraestructura, pero se necesitará mucho saber tecnocrático para la comparación de proyectos y la evaluación realista de los costos. Una opción razonable sería crear un banco nacional de infraestructura a la manera del RU (el expresidente de los Estados Unidos Barack Obama había propuesto esta idea). De lo contrario es probable que el nuevo rapto de entusiasmo por la inversión en infraestructura termine siendo una oportunidad perdida.

Kenneth Rogoff, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. He is co-author of This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly and author of The Curse of Cash. Traducción: Esteban Flamini.

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