El desafío fiscal de Madrid

Hasta que la crisis dejó al descubierto los errores de diseño del euro, la moneda única era la respuesta a quienes dudaban de que la unión monetaria pudiera preceder a la unión política, la demostración de que la progresiva integración económica llevaría, en una suerte de camino inexorable sin retorno, hasta la unión fiscal. Se trataba de un proceso inédito, sí, pero consecuente con nuestra historia política: Europa, que inventó todas las formas institucionales, había decidido inventarse a sí misma. El problema al que nos enfrentamos es que el invento ya ha revelado sus límites, porque ahora sabemos que el euro, culminación y éxito postrero del método Monnet de construcción europea, es una moneda única pero no común. Un marco alemán con mayor radio de acción.

Ahora lo sabemos, y sabemos también que, además de una acción concertada de deuda y de déficit, Europa necesita herramientas presupuestarias y fiscales que cada país no puede asumir de forma individual.

Cierto que no existe un modelo único de integración fiscal; lo que existe es la conciencia de la urgencia, la convicción de que una moneda común a 18 países con 18 sistemas fiscales que compiten entre sí no va a funcionar.

Por eso hoy el debate fiscal europeo va más allá de la armonización de los impuestos indirectos que, vinculados al mercado interior, siempre formó parte de la acción comunitaria. De lo que se habla es de la imposición europea sobre las transacciones financieras, de la definición de una base imponible común consolidada en el impuesto de sociedades o de la cesión al ámbito supranacional de la tributación de las bases más vulnerables a la competencia fiscal.

Comparto este planteamiento. Antes de la recesión, conocíamos las carencias y angosturas de la actual Unión Europea; sabíamos que estaban ahí, aunque ocultas bajo la euforia, los buenos datos macroeconómicos, la ensoñación del crecimiento interminable. Una vez que la crisis ha rebajado esas aguas, esas deficiencias sobresalen a la vista de todos: son como las osamentas de los pueblos sumergidos por los pantanos que vuelven al sol en tiempos de sequía precedidas por el asomo de un viejo campanario. Cuando las tenemos ante los ojos —están ahí, son tangibles—, no cabe excusar ignorancia. Entre otras razones poderosas, porque o se avanza hacia la unión fiscal o a la periferia europea, España incluida, no le queda otra alternativa que resignarse a vivir en un estancamiento permanente con el único objetivo de salvar una moneda que, como ya subrayé, es única pero no común.

Ahí tenemos tarea para todos los Gobiernos del sur europeo, entendido no sólo geográficamente. Es llamativo que el Gobierno de España no se empeñe más en esa labor, pero la sorpresa no acaba ahí: lo chocante es que, desde esa periferia, en lugar de exigir la armonización fiscal en Europa se promueva la competencia intramuros, dentro de sus propias fronteras, como ahora sucede en España. No llega a la categoría de contradicción; se queda en la falta de una idea clara de Estado. Con el patriotismo ornamental y cañí, ese que se reduce a la grandilocuencia o a una banderita para lucir en la muñeca, ocurren estas cosas.

Decisiones como bonificar al 100% sucesiones y donaciones o eliminar patrimonio —esto es, desfiscalizar la riqueza no ganada— responden a un patrón ideológico difícilmente compatible con el discurso meritocrático sobre el que se asientan las sociedades modernas. Pero, ideologías al margen, también provocan una especie de secesión de la riqueza, una deslocalización patrimonial con efectos muy notables sobre los ingresos tributarios de unas y otras comunidades. Sin cuestionar la capacidad fiscal de los Gobiernos autónomos, ese ejercicio debe modularse hasta un grado admisible de diversidad fiscal.

Lo curioso, porque tampoco ahí terminaron las sorpresas, es que el desafío venga de Madrid o, bien dicho, de su Gobierno. La capital política, administrativa y financiera del país utiliza su enorme potencial, apoyado en los méritos de los madrileños y en las ventajas económicas y logísticas de su múltiple centralidad, para promover la competencia fiscal, favorecer el voto con los pies e incrementar aún más en España la desigualdad territorial. Una capital que, además de doblar en renta a la comunidad autónoma más pobre, impulsa la deslocalización patrimonial, aumenta el desequilibrio territorial y promueve que la desigualdad sea también una cuestión de geografía y no sólo de clase social.

¿Es absurdo plantear este debate, resulta incómodo o poco cortesano? Tal vez. Pero cuando se recitan los mismos conjuros para urgir cambios en la financiación autonómica y se ensayan iguales coros de supuestos agraviados, hay que considerar el riesgo de que, a fuerza de tanta invocación, algún demonio imprevisto se cuele en el salón comedor. En cualquier caso, siempre que se aborda un asunto de tanta importancia para el funcionamiento de España conviene tener muy en cuenta todas las ventajas y desventajas, pros y contras, y hasta dónde llegan las desigualdades, las que se predican y las que realmente existen. La competencia fiscal interterritorial en España es hoy un hecho, y sus efectos sobre la deslocalización patrimonial y la igualdad, también. Que no haya miedo al debate.

Porque si a su política fiscal añadimos la confesada pretensión del Gobierno de Madrid de que su ubicación en el pelotón de la financiación autonómica no la determinen las necesidades del gasto sino la capacidad tributaria, estaremos ante una capital con las ventajas y sin las obligaciones de un distrito federal.

¡Y pensar que son los mismos para los que España existe incluso antes de que existieran españoles!

Javier Fernández Fernández  es presidente del Gobierno de Asturias.

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