El desahucio de los investigadores terminales

Las crisis son grandes oportunidades para cuestionar las costumbres, estructuras, leyes y paradigmas que han podido provocarlas y llevar a cabo los cambios que nos permitan, si no su pronta superación, sí sentar las bases para minimizarlas o incluso evitarlas en el futuro. La previsión a largo plazo, la capacidad de adelantarse a los acontecimientos, nos distingue como especie. Solo aprendiendo de nuestros errores y actuando en consecuencia podemos avanzar. La inacción o, peor, la insistencia en los comportamientos que provocaron o acompañan una crisis solo nos hundirían más en ella.

Así, muchos de los que nos dedicamos a la educación superior y a la investigación (inseparables) pensamos que la terrible crisis económica, social y política que nos aqueja podía tener un lado bueno: aunque solo fuera por pura necesidad, forzaría cambios en las estructuras, reglamentos y costumbres que encorsetan a nuestra universidad y a nuestra I+D (con el CSIC como buque insignia) impidiendo que desarrollen todo su talento nuestros profesores, alumnos e investigadores y que de ello se beneficie la sociedad. Porque las razones por las que nuestros mejores investigadores nos dejan (véase la reciente entrevista a Óscar Marín el 11 de febrero) van mucho más allá de la (muy grave) falta de dinero y tienen sus raíces en una burocracia preventiva que oprime al inquieto, al curioso, al que quiere superarse, al que se ha movido (con riesgo de no salir en la foto), al que se dedica en cuerpo y alma a su trabajo (al emprendedor) pero es tolerante con los que solo calientan la silla, hacen pasillo, esperan su turno sin hacer nada y respetan el statu quo por lamentable que sea. Una burocracia en perfecta armonía con las prácticas endogámicas, amiguismos y pequeñas corruptelas que no se ven limitadas en absoluto por ella, a pesar de que hacerlo es su propósito declarado. Una burocracia que, empero, malgasta las energías, el tiempo y el dinero de quienes tan solo quieren que les dejen hacer su trabajo lo mejor posible y de las nuevas generaciones en especial.

Si durante esta crisis va a haber menos dinero para enseñar, aprender e investigar —razonamos— entonces quizá la necesidad de optimizar los recursos materiales y humanos fuerce el cambio necesario para que los pocos puestos que haya (porque haber, sigue habiendo alguno) sean para los más capaces. Quizá incluso se pudiese llegar al extremo de reemplazar (con prejubilaciones o bajas incentivadas) a los elementos menos activos y productivos por los mejores de nuestros jóvenes investigadores. Una oportunidad de oro para que nuestro sistema de I+D creciese en calidad ya que no puede hacerlo en tamaño y una oportunidad para las nuevas generaciones y una forma de conseguir un futuro mejor para todos.

Este artículo es una denuncia ilustrada de cómo esta oportunidad se está dejando pasar, de cómo la cortedad de miras e injusticia de nuestro sistema se está cebando con los mejores matando la esperanza de un futuro mejor para nuestros hijos.

Y es que si algo es esta crisis, es un gran atraco generacional.

El ejemplo con el que quiero ilustrar esta denuncia es el del paulatino colapso del Programa Ramón y Cajal (RyC) de contratación de investigadores (IRyC). Este programa, que tras una exigente selección otorga contratos de 5 años a doctores con varios años de experiencia posdoctoral con vistas a su incorporación a nuestras universidades y centros de I+D desde el año 2001, ganó un justo prestigio internacional ofreciendo con regularidad predecible un buen número de contratos bien remunerados que se podían solicitar con una burocracia mínima y conseguir con un buen currículum vítae. En pocas palabras: eran homologables a los que ofrecían países de referencia en la investigación y en la enseñanza superior y llegaron a ser competitivos con ellos (excepto en salarios) al hacerse nuestros centros de investigación más atractivos científicamente. Y tuvo éxito trayendo a España a muchos buenos científicos. Y durante unos años nuestros grupos de investigación sintieron que podían competir con los mejores y algunas universidades avanzaron notablemente en los ránkings internacionales.

Pero un programa moderno y poco burocratizado no podía encajar bien en nuestro sistema. (No voy a hablar de los muchos departamentos que jamás contrataron a un IRyC porque solo quieren a investigadores formados allí que no pasan la selección). El conflicto surgía cuando el contrato se acercaba a su final y el investigador, de unos 35-40 años de edad, tras haber superado varias evaluaciones, tendría que pasar a tener un contrato indefinido, como ocurre casi automáticamente en otros países. Porque aquí, por ejemplo, tienen que homologar sus títulos, superar acreditaciones con baremos aberrantes y pasar una oposición cuya eficacia en la selección de personal tenemos a la vista.

En épocas de bonanza los IRyC, una minoría frente a profesores ayudantes y asociados, conseguían, no sin muchas dificultades, alguna de las plazas permanentes de las destinadas a estos. Pero, aunque hay universidades que han protegido y conservado a los IRyC, lo cierto es que en la mayoría de los casos estos han sido sistemáticamente preteridos por los claustros de profesores, los sindicatos (¿por qué?) y, finalmente, por los rectores electos por los anteriores. Se han tenido que conformar con las migajas.

Las frustrantes experiencias de muchos IRyC han trascendido nuestras fronteras y están arruinando el prestigio del programa RyC: ¿Qué investigador con opciones elegiría ir a un país en el que tras 5 años de trabajo excelente va a ser premiado con un calvario para conseguir un puesto fijo (si hay suerte)? Es inútil que el ministerio aumente los salarios de los contratos RyC porque nunca serán atractivos si solo desembocan en la inestabilidad laboral.

Al llegar la crisis no hay ni migajas para los IRyC. El Ministerio de Economía y Hacienda bloquea su contratación al final de los 5 años al someterlos al límite del 10% de la tasa de reposición, aunque llegaron con la promesa de una plaza permanente si superaban las evaluaciones.

Se podría aducir que si no hay plazas para nadie tampoco las va a haber para ellos, pero esto no es así. Por ejemplo: este año el presupuesto de la Universidad Complutense de Madrid (página 23) contempla que 91 Profesores Ayudantes Doctores con contratos temporales pasen a ser Profesores Contratados Doctor con contrato indefinido si consiguen la acreditación correspondiente. Para los 14 IRyC que acaban su contrato (ahora se les llama, con cruel precisión, terminales) se contemplan contratos de un año si además de esa acreditación han superado la evaluación I3 (además del exigente proceso de selección inicial que los Profesores Ayudantes Doctores no pasaron). Cómo puede ser esta discriminación contra los mejores compatible con envolverse en la bandera de la defensa de la universidad pública es para mí un misterio.

La Universidad de Barcelona ofrece este año 27 plazas permanentes (22 del Programa Serra Hunter), pero solo a 5 de los 11 IRyC terminales se les va a permitir optar a ellas. El resto tendrá que conformarse con una prórroga de dos años, un parche mejor que el que pone la Complutense (y seguramente muchas otras universidades) pero que augura un mal futuro a los que serán terminales el año que viene.

Ante este panorama, una parte de los IRyC que ya han echado raíces quizá aguante, pero otra se marchará antes de que acabe el año sin esperar al siguiente contrato-parche mientras las universidades siguen estabilizando a otros profesores con menor cualificación (sin hablar de otros más veteranos pero improductivos cuyas plazas son intocables). No se irán por simple falta de dinero y plazas, sino por cómo se administra y adjudica lo que hay, porque nada ha cambiado en nuestro sistema. La crisis no ha movido ni los reglamentos ni los corazones.

No habiendo conseguido descubrir ni una sola de las leyes fundamentales de la naturaleza (y habiendo renunciado de facto a hacerlo) y siendo incluso incapaz de imponer el imperio de muchas de las leyes humanas que nos hemos dado (esas del derecho a la vivienda, al trabajo, la igualdad de oportunidades, la valoración de los méritos y capacidades en el acceso a las funciones sociales públicas o privadas) nuestro país ha optado por el imperio de una única ley: la ley del embudo.

Tomás Ortín Miguel es profesor de Investigación del Instituto de Física Teórica, centro mixto UAM/CSIC

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