Nos miran, nos escuchan, nos graban, nos espían, nos controlan. Y, por supuesto, es por nuestro bien. O eso decíamos.
Alguien alguna vez escribirá que el inicio del siglo XXI se caracterizó por la instalación de mecanismos de control social a una escala inaudita. La vida en internet hizo que ciertas bases de datos consiguieran manejar megamegas de información sobre millones y millones de personas; la destrucción de dos torres en una ciudad central hizo que millones y millones de personas se sintieran amenazadas y aceptaran y alentaran la vigilancia, la desconfianza sistemática; avances técnicos diversos consiguieron que esa vigilancia tuviera una eficacia extrema: un peligro extremo.
Fue un momento raro: los sistemas para controlar a las grandes mayorías se armaron con la aprobación de las grandes mayorías. Había que salvar nuestras libertades atacadas por los fundamentalistas y otros malos, y para eso aceptábamos resignar parte de esas libertades, en la confianza de que los buenos —los gobiernos que habíamos elegido— sabrían hacer un uso razonable de esas armas que les entregábamos. Sólo que los gobiernos que estamos eligiendo parecen cada vez menos buenos, y esas armas siguen en sus manos.
Los miles de documentos que acaba de publicar Wikileaks muestran cómo la CIA espiaba ciudadanos en tiempos de la tan admirada administración Obama: el mito de los supuestos buenos se complica. Y ahora, cuando muchos de los países más “civilizados” se consiguen gobiernos violentos, racistas, excluyentes, sus jefes disponen de esos sistemas de control y coerción formidables, que les permitimos construir. Para usarlos, para hacer, en general, sus tropelías, siguen pretextando nuestra seguridad —como en el decreto de exclusión del señor Trump— sólo que ya no siempre les creemos.
Pero el sistema tiene, por supuesto, sus paradojas, sus ironías. Las técnicas de vigilancia se generalizaron tanto que sus beneficiarios pueden ser sus víctimas. Lo muestra la historia del brevísimo Consejero de Seguridad Nacional del señor Donald Trump, el señor Michael Flynn, que debió renunciar tras 24 días de trabajo porque el FBI le grabó conversaciones con el embajador ruso en Washington que demostraban que le había mentido a su jefe; entre otras cosas. Lo muestran también otras historias de países menos rimbombantes: la Argentina, en estos días, por ejemplo.
Una de ellas muestra al presidente de Boca Juniors, Daniel Angelici, operador judicial del presidente Macri, manipulando con desprecio mafioso la justicia deportiva; otra, al principal político peronista, Sergio Massa, dando instrucciones privadas a los suyos para que digan lo que él mismo nunca diría sobre el presidente. Pero la más sonada exhibe a la señora ex jefa de la nación Cristina Fernández de Kirchner hablando con su ex jefe de inteligencia, un señor Oscar Parrili, convertido en algo así como su secretario. La señora no le dice nada que no se conociera o supusiera de ella: que a otro ex jefe de espías que la está molestando “hay que matarlo” —metafóricamente hablando, dijeron después— y que “hay que apretar a jueces y fiscales” para que lo persigan.
Lo que impresiona es el tono: la grosería violenta del poder. Como cuando él no la reconoce al contestar su llamado y pregunta quién es y ella le contesta “yo, Cristina, pelotudo”, en una frase que ya se hizo famosa en la Argentina: cumbias, ringtones, memes a gogó. O cuando él le pregunta si va a ir a un congreso de su partido, el Justicialista, y ella le contesta que “ni en pedo, que se suturen el orto”. (Es difícil traducir la carga de grosería de la expresión. La palabra orto se ha impuesto en el habla argentina como una expresión de todo lo malo: están para el orto, son del orto, me siento como el orto. Pero es, sobre todo, una forma muy brusca de decir el trasero: suturárselo puede ser una operación de incalculables consecuencias).
Son ejemplos; hay otros. No siempre queda claro quién grabó, quién entregó las grabaciones a la prensa, qué derecho tenían unos y otros para hacerlo. Cada vez hay más registros, pero en general no salen a la luz. Y menos si involucran a los poderosos. Quien está en el poder tiene confianza en que controla a los esbirros que controlan a quienes no lo están. El problema es que el poder es, por definición, algo transitorio: el tránsito puede durar más o menos, pero al final se acaba o se complica. Y entonces puede salir a la luz lo que muchos querrían mantener en las sombras: sus maneras privadas, sus formas verdaderas.
Un político es alguien que vive de su imagen pública: sus clientes —sus votantes— lo compran por ella. Si la sociedad de control le hace perder el control de su imagen está en un problema grave. Un mundo donde todo tiende a hacerse público hace que sea mucho más difícil manejar una imagen pública. El actual presidente de los Estados Unidos temió no llegar a serlo cuando todo el país pudo escucharlo hablar, en supuesto privado, de mujeres. Y por dónde había que agarrarlas.
“Yo soy una persona amable: cada vez que hablo por teléfono, saludo a los que me están escuchando”.
Dijo ayer en un programa de televisión José García-Margallo, que fue durante muchos años ministro de Relaciones Exteriores del gobierno Rajoy. Se refería a la noticia del día: la aparición de unas escuchas del servicio de inteligencia española sobre su propio rey, ahora ex rey, hablando de un romance clandestino.
La vigilancia está por todas partes. Que también los poderosos la sufran da gustito y, al mismo tiempo, miedo: demuestra que no hay nadie exento, que nadie se salva; que el Gran Hermano nos mira a todos. Los Wikileaks sobre las intromisiones de la CIA son un buen ejemplo. Y provocan curiosas reacciones: ante tanta invasión, medios bienintencionados publican artículos que nos enseñan cómo evitarla. Nos dicen que a menudo utilizamos aparatos y programas demasiado viejos, que no sabemos cuidarnos: que si nos escuchan y nos observan y nos registran es, de algún modo, nuestra culpa. Que somos nosotros los que tenemos que defendernos mejor.
No es fácil. Hace años, un relato de un escritor argentino prematuramente desaparecido —Carlos Montana—, contaba cómo una ola de grabaciones de video secretas en lugares privados obligaba a cualquiera que fornicara fuera del lecho conyugal a llevar una máscara. La sociedad paranoica es un efecto de la paranoia del poder —la sociedad de control— y allá vamos, parece. Habrá que aprender a no decir o hacer ciertas cosas sino en la más extrema intimidad: aprender que todo lo que circula a través de aparatos puede ser escuchado por otros y debe, por lo tanto, ser moderado, tratado como un hecho público.
No es la menor de las paradojas: hemos montado la más formidable red de comunicaciones de la historia para no poder decir en ella la verdad. Ni nada que se le parezca. Representar es la consigna: ponerse en escena, aún detrás de la escena. Actuar, nunca dejar de actuar, que el Gran Hermano está atento, mira y cuenta. Y, por momentos, parece que nadie lo controla.
Martín Caparrós es periodista y novelista argentino, y vive en España. Sus libros más recientes son El hambre y Echeverría.