El descrédito de Cataluña

Muchas son las cosas que Cataluña tendrá que agradecer a los líderes independentistas, una secuencia de la que no nos recuperaremos fácilmente: primero vino la vergüenza de los días 6 y 7 de septiembre, pisoteando el Estatut, la Constitución y el reglamento del Parlament. Luego, el falso referéndum del 1 de octubre, que no obtuvo más legitimidad que la que puede conseguirse con forcejeos y con porrazos, y que fue algo que ni debió ocurrir ni debería repetirse. Luego vino la no declaración de independencia del 10 de octubre, de nuevo degradando el Parlament como sede de una suerte de enigmática paralegalidad. Luego, la estampida de empresas (según el inefable Junqueras se fueron horrorizadas por la violencia policial del 1 de octubre, no por otra cosa). Más tarde, asistimos al vodevil de unas elecciones primero anunciadas y luego retiradas, con Puigdemont demostrando que ya no es dueño de la situación ni capaz de ejercer con dignidad sus facultades estatutarias. Y el viernes, finalmente, y casi por fin, la declaración de independencia y el 155. Así culmina una muy mala política basada en el engaño, la propaganda y la agitación, en la simplista atribución al adversario de los vicios en los que a sabiendas, con cinismo y con maquinación el propio soberanismo incurre (no son el Govern ni el Parlament quienes se sitúan fuera de la ley, sino el Gobierno de España, nos han hecho saber sus portavoces; no es el Govern quien malversa fondos públicos para su causa, sino Rajoy al mandar refuerzos policiales a Cataluña, nos explicó Puigdemont; no es el independentismo quien violenta a la Unión Europea, sino el Gobierno de España, nos han aclarado).

El descrédito de CataluñaPero hay más. Algo muy difícil de medir, pero que sin duda está sucediendo y de lo que tardaremos mucho en recuperarnos. ¿De veras hemos de merecernos editoriales tan duros como el de Le Monde del 23 de octubre? Llàtzer Moix lo dijo con crudeza en La Vanguardia comentando el no menos demoledor de Charlie Hebdo: en Europa hemos pasado de ser una región próspera, abierta y dinámica a convertirnos en el “pariente latoso”. Claro: muchos dirán que eso no se consigue en un par de años, que es algo que viene de lejos. Sabido es lo eficaz que fue el nacionalismo pujolista en la fabricación de esa campana mental y moral indispensable para una autoimagen desconectada del mundo real. Ser “latoso” y sentirse estupendo exige un trabajo doble: no darse cuenta de ello, y al descubrirlo no caer en una depresión.

Tanto y tan esforzado alejamiento de la realidad solo ha podido sostenerse mediante una intensa y constante apelación a la fe y a la confianza ciega en algo que indefectiblemente tenía que llegar a un punto de deflagración. Pero ahora que ese punto ha llegado sería un grave error frotarse las manos y celebrarlo. El Gobierno y el Estado harán muy bien en gestionar con mesura e inteligencia la violencia que esta deflagración desencadenará. A cada uno lo suyo, sí, pero en dosis sabia y prudentemente administradas. Se trata de un mundo que se hunde: que no nos arrastre. Es más: que del esfuerzo por alejarnos de su fuerza de succión surja una nueva energía que nos permita conjurarnos ante un pronóstico del historiador Julián Casanova. Muchos hemos tenido su verosimilitud muy presente estas últimas semanas: “Yo no sé si lo voy a ver —dijo en una entrevista en eldiario.es—, pero el proceso de independencia de Cataluña es imparable”. Forzar la opción dura (para entendernos: ante la razonable disyuntiva entre prisión incondicional y medidas cautelares optar por la primera, o entre la anticipación y la represión optar por la segunda) es facilitar que este historiador acierte, y que encima lo llegue a ver. Él y nosotros.

Si el Gobierno de España arriesgó su prestigio internacional en la mañana del 1 de octubre, la Generalitat y la obcecación del independentismo lograron en poco más de una semana pasar de pobres víctimas de una democracia con raíces franquistas (el famoso Francoland del que se lamentaba Muñoz Molina) a parecerse mucho a una banda de manipuladores victimistas. Era muy difícil vender los anhelos de una región rica, con todos los derechos y garantías de un Estado democrático dentro de la Unión Europea, y con un nivel de autogobierno de los más elevados en el mundo, como algo que moviese a compasión. Para ganarse esa simpatía internacional había que exagerar mucho la condición de víctima inocente y forzar los errores del Gobierno. También había que ignorar la lógica política de la Unión Europea. Al final, el independentismo catalán ha caído del mismo lado que el Brexit y ha recordado la Padania de Umberto Bossi. Los ojos de la prensa internacional, impresionados sin duda con las imágenes de la represión policial del 1 de octubre, fueron acostumbrándose luego a la niebla catalana y vieron un mundo en el que la famosa posverdad ha echado raíces en creencias y sentimientos.

Que cerca del 50% de una sociedad se mueva en ese circuito mental cerrado es una catástrofe, un desastre sin paliativos. Pero teniendo en cuenta el pequeño detalle de que la sociedad catalana forma parte de la sociedad española, la catástrofe se hace entonces extensiva a toda España, y no lo digo únicamente por los brotes de catalanofobia que se puedan registrar aquí o allá, o porque la crisis catalana pueda acabar en una crisis más general de la democracia española (que puede, y el Gobierno de España debe jugar bien sus cartas para que eso no ocurra). El hecho que ahora cuenta es que la recuperación de este mundo será lenta y laboriosa, pero debe acometerse. Ahora bien, el regreso a la ley no debe ni ahogar la política ni aturdir a la sociedad y, menos aún, crisparla todavía más. Hay que cortar los canales del odio, eso sin duda. Hay que acabar con los sueños húmedos del victimismo, eso también. Pero sin incrementar el odio y el victimismo.

Del mismo modo que el poble català de Puigdemont y Junqueras nunca ha sido la ciudadanía de Cataluña, y su república soñada —su país en forma de— nunca ha sido el país real que han gobernado sectariamente, impidamos ahora que su drama anhelado se convierta en el drama de toda la democracia española. Que su final sea más bien la ocasión para reformar todo lo que la democracia española pueda y deba reformar sobre los cimientos del Estado surgido en 1978. No es un premio para los perdedores. Es una oportunidad para España que no debe dejarse pasar. Para eso hagan de Cataluña algo más que un “motor económico”. Recupérenla también como un corazón de ideas y de vitalidad. Hagan lo imposible para convertirla en una causa para toda España. Y preocúpense de su descrédito como si fuese propio, porque lo es.

Jordi Ibáñez Fanés es escritor y profesor del Departamento de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra.

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