El descrédito de la política

Definitivamente el mundo está peor este mes de enero que hace un año y los buenos propósitos para el que ahora comienza no prometen nada que no sea la ambición de no aumentar el deterioro. Cuando cayó el muro de Berlín, y con él un orden mundial mantenido bajo la amenaza de la destrucción mutua asegurada, Occidente se apresuró a celebrar el fin de la historia, tal y como fue definido por Francis Fukuyama. Una forma de anunciar el triunfo del capitalismo frente al socialismo real, y por tanto el de la democracia. Apenas un cuarto de siglo después, esta ha perdido prestigio entre las gentes, es asediada desde dentro y fuera de sus fronteras, y la suposición de que el capitalismo resulta incompatible con regímenes que reprimen las libertades ha quedado hecha añicos.

Las causas de la erosión son múltiples, aunque pueden resumirse fácilmente: la escalada vertiginosa de la globalización hace cada vez más difícil el mantenimiento de los sistemas establecidos en la posguerra mundial. El pacto entre socialistas, liberales y democristianos que garantizaba el pluralismo y la alternancia en el poder no funciona ya, debido al distanciamiento de la política profesional respecto a las demandas de las poblaciones. La autonomía salvaje del capitalismo global, cuyo funcionamiento los Gobiernos son incapaces de regular, ha multiplicado las desigualdades, consolidado el triunfo de la economía financiera frente a la productiva y debilitado a las clases medias de la mayoría de los países democráticos.

El descrédito de la políticaEs un ambiente favorable para la extensión de la demagogia y el triunfo de los brujos. También el de los payasos. Que individuos como Trump o Bolsonaro puedan estar al frente de los destinos de sus países parece marcar una regla cada vez más en boga, lejos de constituir una excepción. El histrionismo en política no es patrimonio exclusivo de los dictadores, aunque su emulación nos avecina a sus prácticas. El único antídoto posible ante semejante descalabro es el buen funcionamiento de las instituciones, pero las democracias de nueva planta, como Brasil, Polonia o Hungría, para no hablar de Turquía y Rusia, resisten mal el embate del populismo y acaban por agostar el ejercicio de las libertades.

Tales reflexiones no son ajenas a la situación española. El descrédito de los partidos tradicionales, víctimas del clientelismo, la endogamia y la corrupción, facilitó la creación de nuevas formaciones como Podemos y Ciudadanos. La primera se presentó inicialmente, con ingenua demagogia, como adalid de la lucha de los de abajo contra los de arriba, renegando de la fractura entre izquierda y derecha. Pero acabó por construirse con la ayuda de un comunismo que renuncia a sus orígenes, los de un partido cuya contribución a la reconciliación entre los españoles fue ejemplar y admirable. Y diluye sus ambiciones en un entramado ideológico y personal que se debate entre el buenismo y el oportunismo, secuelas de la enfermedad infantil de la izquierda que ya denunciara Lenin.

Ciudadanos surgió como respuesta al apartheid creciente que sufrían los catalanes no nacionalistas, despreciados por la Generalitat y víctimas de las tendencias xenófobas de determinadas elites dominantes. Patrocinado el nacimiento del partido por un núcleo considerable de intelectuales y académicos, muchos de trayectoria izquierdista y aun revolucionaria, amplió sus aspiraciones en el resto del Estado presentándose como una alternativa de centro, con arraigados principios liberales, dispuesta a recuperar la transparencia y limpieza de la función política frente a la podredumbre bipartidista. Dicho perfil le permitió facilitar la gobernación de los populares en la Comunidad de Madrid al tiempo que apoyaba el mandato socialista en la autonomía andaluza.

En tales circunstancias, los partidos tradicionales, conscientes de su pérdida de arraigo y del cansancio de sus votantes, lejos de promover transformaciones que mejoren su representatividad, se han echado materialmente al monte, ávidos de recuperar el poder perdido (ya que no el prestigio), y dispuestos a ahondar la fractura y la polarización de las opiniones públicas en la búsqueda de imposibles mayorías electorales. Por último ha hecho aparición un grupo de perfiles retrofascistas y estética a lo John Wayne, que pretende apoderarse para sí de lo que es de todos: la bandera, el himno, la patria y, en definitiva, España. Un verdadero atraco a mano armada.

Como ha sucedido en otros países, el desprestigio de la política tradicional evoca las consecuencias de la crisis de 1930, cuando las recetas de la ortodoxia económica enfrentaron a liberales y socialistas, aumentaron las desigualdades sociales, y propiciaron la aparición del nazismo y el fascismo. Pero cuestiones puntuales hacen del caso español algo extravagante y contraproducente para el futuro de Europa. Me refiero al procés catalán y la torpeza en su tratamiento por los poderes del Estado. Pero también a lo sucedido en las recientes elecciones de Andalucía y la respuesta de los respectivos partidos en liza.

La reaparición de la extrema derecha en España —o mejor dicho su abandono del manto protector que le ofrecía el Partido Popular— es consecuencia directa de un reflujo ultranacionalista español, centralista y refractario a las autonomías, característico de los años de la dictadura. Su incursión en Andalucía, con ser absolutamente marginal, ha desatado decisiones y comentarios que constituyen una amenaza mayor para el futuro que la propia existencia de ese partido claramente incompatible con los valores democráticos. La prensa conservadora y la oposición de izquierdas aseguran que la alianza de Ciudadanos, populares y retrofascistas puede constituir una mayoría de derechas que desaloje al socialismo del poder. Llama la atención el poco empeño de los líderes del partido de Rivera en rechazar semejante adscripción y la nula insistencia en su valores centristas y liberales que le permitieron obtener votos tanto de los sectores templados del socialismo como de la derecha moderada. Por otro lado, la opinión del presidente del PP en el sentido de que no se puede establecer un cordón sanitario que aísle a la extrema derecha nos alerta sobre la parvedad de su sentimiento democrático. Lo que recaba la defensa de la Constitución y la estabilidad del país es precisamente eso: un cordón sanitario que aleje del poder a los enemigos de la libertad. Tratamiento a a aplicar igualmente a quienes han vulnerado en el Parlamento catalán la legalidad constitucional y llaman al desorden público, o incluso lo agitan, en reivindicación de sus particulares obsesiones. Pero tampoco los socialistas parecen dispuestos a establecer en ese caso el tan mentado cordón sanitario que demandan para los extremistas de la derecha.

Un pacto como el sugerido para garantizar a Ciudadanos participar en la gobernación de Andalucía es mil veces peor para el presente y el futuro de la democracia española que la continuidad del poder socialista, al que por otra parte han sostenido de forma casi incondicional los propios líderes de aquel partido durante la reciente legislatura. Y resultaría tan letal al menos como la humillación innecesaria e inútil a que el actual Gobierno español se somete frente a la hostilidad del separatismo catalán. Ambos casos suponen una renuncia a los principios democráticos y constitucionales, vulnerados en ocasiones por servir a determinadas ideologías, pero las más de las veces para satisfacer deseos de poder personal. Actitudes así son la principal causa del descrédito de la política, y anuncian una deriva perniciosa que todavía podemos y debemos evitar. Pues cada vez está más extendida la impresión de que, lejos de resolver el problema, los políticos de la democracia son quienes lo constituyen. Lo que nos sitúa en la antesala del autoritarismo.

Juan Luis Cebrián

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