El descrédito del escritor

Es sabido que cuando las editoriales empezaron a desaparecer, y cuando las que se resistían a hacerlo decidieron prescindir del anticipo por las obras de sus autores, varios individuos del gremio literario y del “ramo artístico” decidieron fundar una ONG, obviamente sin ánimo de lucro, para aliviar el destino de gentes que no sabían hacer otra cosa que escribir y que, desde ese punto de vista, había que colocarlos al mismo nivel que los dependientes, los niños y los alienados profundos.

En otras épocas, dedicarse a escribir había sido un oficio relativamente noble, pero ahora era considerado una especie de retraso histórico imperdonable y los ciudadanos más piadosos y nostálgicos sentían lástima por esos pobres individuos que solo sabían escribir. La misma gente que lamentaba las limitaciones trágicas de esos parias era partidaria de rehabilitarlos, de someterlos a una reeducación severa en campos de trabajo, donde aprendieran otros oficios y dejasen de ser una carga social. Otros eran partidarios de menos crueldad y proponían colectas públicas en Navidades y Pascuas para socorrer a esos fósiles del pasado sobre los que la historia reciente había pasado con el rigor de una apisonadora de última generación.

Uno de los individuos partidarios de esta última opción, que era además poeta lírico, lanzó la idea de la ONG, y así empezó nuestra historia. La ONG proyectaba en su horizonte de sucesos, si todo iba bien, la creación de varios asilos para escritores viejos, y la confección de un sistema de pagas más o menos periódicas para escritores no tan viejos a los que el nuevo sistema había dejado totalmente paralizados.

La ONG, que salió al espacio público con el nombre SOS-ESCRITORES-SOS, fue ampliamente abucheada desde el principio, y más de un diario de prestigio la calificó de aberración sin paliativos. ¿De modo que ahora había que proteger a los inútiles? ¿Por ahí iba el nuevo cristianismo, o quizá el nuevo paganismo?, se preguntaba un articulista con fama de severo. ¿Ahora había que proteger la inutilidad como si se tratase de una especie en peligro? ¿Qué maldita filosofía era esa? ¿Filosofía humanista? Para nada, el verdadero humanismo había aborrecido siempre la inutilidad y su protección pública o privada. ¡Ya estaba bien de sacarse de la manga organizaciones absurdas, que parecían surgidas de alguna película de los hermanos Marx! Los escritores harían bien en tomar conciencia de su situación, desde el más crudo empirismo, desde la más dura realidad, y cambiar de oficio con dignidad, con humildad y con buen criterio. Todo lo demás era filantropía arcaica y sin sentido. La historia no podía ir para atrás, la historia no podía mirarse en las caras de esos melancólicos irredimibles. Mucha gente le dio la razón. Otra articulista con la misma vocación de mordedor decía que si nos poníamos a proteger todos los oficios del pasado, ahora perfectamente inútiles, tendríamos que proteger a los hojalateros, a los muleros, a los arrieros, a los maquinistas de locomotoras a vapor, a los que aún saben esperanto, si es que alguna vez lo aprendieron, a los masones, a los comunistas, a los toreros… El articulista opinaba que el mundo se tornaría muy pintoresco: un parque temático sobre las labores antiguas. El pasado como espectáculo kitsch, y eso atañía especialmente a los escritores, a los que el periodista calificaba de “vagos y maleantes”, rescatando un simpático modismo de la época de nuestros abuelos. No hará falta decir que los periodistas a los que me refiero no se consideraban escritores, pues veían su escritura como algo absolutamente funcional y venturosamente al margen del “ramo artístico”. Y tenían bastante razón.

En un reportaje aparecido en televisión por esos días, un periodista estelar salía a la calle para preguntar a la gente qué oficio no quería para sus hijos. Resultaba curioso que casi todos dijeran:

—No nos gustaría que nuestros hijos fuesen escritores o policías.

Por primera vez en la historia de nuestra cultura aparecían vinculados los escritores y los policías. El periodista preguntaba por qué. Algunas mujeres no se cortaban y declaraban con voz contundente:

—No quiero que mi hijo sea escritor porque no me gustaría tener en casa a un zombi, eso para empezar. Además la literatura, como es pura ficción, solo les gusta a los muertos y a los zombis. A los vivos no, caballero. A los vivos les gusta el placer real, carnal, consistente, y “todo lo demás es literatura”, como dijo el otro, creo que Verlaine, pero no me haga mucho caso… Por otra parte, ¿a quién se le ocurre hoy día la peregrina idea de comprar un libro? ¡A ver si pensamos un poco! Y en lo referente a que tampoco me volvería loca tener un hijo policía, la respuesta es bien fácil: a la policía le esperan tiempos muy duros si las cosas siguen así, y van a tener que hacer de espantosa frontera entre la gente y el poder, y se van a quemar mucho, y van a conocer el crujir de dientes tanto como la gente que les hace frente… Así que ni escritor ni policía. ¡Eso sí que lo tengo claro!

Malo es que la gente empiece a juntar elementos que hasta entonces habían sido casi antípodas. Tarde o temprano esa fantasía social se cumple.

Todo empezó la noche en la que unos muchachos feroces apedrearon la sede de SOS-ESCRITORES-SOS. Solapadamente, todo el mundo le dio la razón. Los medios de comunicación de masas empezaron a divulgar reportajes y más reportajes sobre escritores a los que les dejaban hablar un rato de lo que quisieran. Luego aparecía un psiquiatra o un psicólogo y demostraba que lo que acababan de escuchar era el discurso de un loco. Espacios así tenían mucho éxito. El desmoronamiento de la figura del escritor estaba llegando al paroxismo, lo que equivalía a decir que aún faltaba una traca final, que lo dejase todo claro y para siempre. Y la traca final tuvo lugar en Navidad, cuando montaron un mercadillo de libros a precios irrisorios para que los escritores más desvalidos, y eran legión, tuviesen una cena de Nochebuena digna y algún dinerillo para comprar cigarrillos (encima muchos de ellos eran fumadores) o tomarse un café con leche en el vetusto café Gijón. Huelga decir que aunque los libros estaban desapareciendo, aún quedaban suficientes como para celebrar caritativas ferias navideñas e intentar desprenderse de ellos a precio de saldo y con el añadido de un trato humano exquisito.

Los medios de comunicación habían caldeado mucho los ánimos y la gente estaba furiosa. A muchos aquella feria les parecía grotesca y reiterativa. Se quejaban de que en todas las casetas solo hubiese libros, y a menudo los mismos. Era como asistir a un vodevil en el que siempre se repitiera la misma escena. Y para colmo había escritores firmando. ¿Por qué no ponían también a un hojalatero haciendo alcuzas y botijas, o a un cestero haciendo cestitas finas de corteza de cerezo? Varios grupos de desalmados empezaron a arrastrar a los escritores fuera de sus casetas y a insultarlos, empujarlos y golpearlos. Los llamaban rufianes, vejestorios, carcamales, inútiles y pusilánimes. Tuvo que intervenir la policía, que golpeó sin distinción a los escritores y al público. Una vez más, escritores y policías aparecían asombrosamente vinculados.

Como nadie ignora, fue un momento angular que quebró en dos la historia. A partir de ese momento empezaron a cerrar todas las librerías. Los libros dejaron de verse, y los libreros. La gente lo agradeció y no hubo nostalgia social de ningún tipo. Por alguna razón, se había modificado el pasado, y era como si los libros nunca hubiesen existido o se hubiese desvanecido toda su materia. Felizmente, y como ya habían aventurado algunos filósofos del siglo pasado, regresábamos a la Edad Media.

Jesús Ferrero es escritor.

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