El 'desdoblamiento'

De todas las frases espantosas que las actas de Thierry ponen en labios del Gobierno la más tremenda es, en efecto, la pronunciada el 27 de octubre de 2006 durante la discusión suscitada por el robo etarra de las 350 pistolas de Vauvert en plena tregua: «Antes de iniciar el proceso estábamos en guerra, vosotros hacíais unas acciones y nosotros otras. Vosotros matabais y secuestrabais, nosotros deteníamos y abríamos procedimientos judiciales».

No es difícil imaginar la satisfacción con la que debió de escuchar esto el portavoz de la banda y la euforia que debió de cundir entre los pistoleros que lo leyeron después. Es imposible condensar mejor y en menos palabras las cuatro fantasías que han alentado medio siglo de atrocidades terroristas:

1) El pueblo vasco libra una «guerra» centenaria contra el Estado español, para liberarse de su yugo opresor, en la que ETA y el Gobierno de turno dirigen los respectivos ejércitos y representan a los contendientes.

2) En esa «guerra», como en cualquier otra, se producen episodios terribles, hechos sanguinarios, situaciones brutales que, al igual que los cadáveres que dejan detrás, deben ser cubiertos con la sábana blanca del eufemismo: no son mutilaciones y asesinatos, matanzas de hombres, mujeres y niños, sólo asépticas «acciones», «unas acciones y otras»; en euskara, «ekintzas».

3) Siendo patente la desproporción de fuerzas entre un Estado poderoso y un pequeño pueblo sojuzgado e indómito, es lógico que los medios de ambas partes no sean los mismos, pero eso no establece ninguna distancia moral sino tan sólo una heterogeneidad operativa, una disimilitud técnica, una disparidad logística: «matar» y «secuestrar» equivale, pues, a «detener» y a «abrir procedimientos judiciales».

4) Tras la «guerra» terminará viniendo la paz a través de una negociación arrancada por la fuerza. Habrá un antes y un después dominado por la amnesia. «Unas acciones y otras» formarán parte del pasado: ETA dejará de practicar el terrorismo a cambio de que el Estado deje de aplicar sus leyes. Utilizar ese tiempo verbal, «estábamos en guerra», y enumerar a continuación los resortes de la legalidad supone admitir que durante «el proceso» esas armas deben quedar desactivadas y cualquier excepción a la regla -como las detenciones de la trama de extorsión de ETA que se «intentaron parar» en el Faisán- adquiere la condición de «accidente» que no puede por menos que «irritar» a los plenipotenciarios sorprendidos en su buena fe.

He dicho que es imposible sintetizar más escuetamente este cúmulo de infamias y no es cierto. Me corrijo a mí mismo porque desde que conocí la literalidad de esa declaración no han cesado de resonar en mis oídos las palabras que me dirigió Felipe González en los pasillos del Congreso durante la recepción del Día de la Constitución de 1987 en aquella admonición, dedo índice en ristre y rictus de acritud en el rostro, captada por la cámara de Pastor: «Lo único que tenemos que negociar con ETA es que si ellos dejan de matarnos a nosotros, nosotros dejaremos de matarles a ellos».

Al margen de que la construcción retórica sea la misma -«nosotros» y «ellos», ETA y el Gobierno en el mismo plano, toma y daca- también lo es de forma implícita su postulado moral: la única alternativa a vulnerar la ley en la mesa de negociación como muy pronto se exploraría en las conversaciones de Argel, era hacerlo en el campo de batalla, soslayando hasta las propias reglas de la guerra que tan abruptamente se reconocía estar librando. Guerra limpia, guerra sucia, qué más da, lo importante es que cace ratones.

Soy consciente de que con esta evocación estoy corroborando lo que me dijo Aznar en el momento clave de la entrevista del martes en Veo7: «Los socialistas tienen un problema siempre con la legalidad y con la ley. Cada vez que tienen una oportunidad, en lugar de aplicarla, se dedican a buscar atajos; antes fue el atajo de la guerra sucia del GAL y ahora es la negociación».

Pero es que la claridad de ideas del ex presidente a este respecto -en contraste, por cierto, con apagones lógicos como el de hablar de «intervención preventiva» en Libia o ver a Obama por la senda de Bush- debería servirnos a todos de referencia sobre cómo debe actuar nuestra democracia ante una organización que trata de destruirla. Es verdad que en 1998 Aznar cayó en la «tregua-trampa» fruto del pacto de Lizarza, cometió el lamentable error de referirse al «Movimiento de Liberación Vasco» y accedió a mandar a tres representantes a una reunión con quienes poco antes habían estado a punto de asesinarle. Es verdad que, como me espetó Zapatero 10 años después, en esa cita de Zúrich no se habló «de la liga de fútbol profesional» sino que se pronunciaron frases que también hoy producen sonrojo. Y es verdad que todo ello ocurrió con mi aplauso equivocado.

Pero lo esencial es lo que pasó luego. Rubalcaba trata de zanjar el debate ensalzando la mayor eficiencia policial que en la pasada legislatura impidió que se reprodujera la escalada sangrienta de cuando los terroristas volvieron a las andadas. Por cierto que su house organ que, tan dócilmente como de costumbre, se ha prestado a ejecutar la operación de control de daños tras el gran servicio público rendido a los españoles por Angeles Escrivá, tuvo el otro día el elocuente lapsus de considerar como detenciones durante la última tregua las 42 realizadas entre el atentado de la T-4 y el comunicado de la banda que mucho después la daba por rota. Claro, como ellos habían vuelto a «matar», nosotros habíamos vuelto a «detener». Menudo mérito el nuestro.

En todo caso el baremo a aplicar debe ser distinto, entre otras razones porque -sin quitarle mérito a ese aspecto de la gestión de Rubalcaba como agente doble- la actividad policial tiene un efecto acumulativo que trasciende a los gobiernos. Lo que de verdad cuenta es la sustancia de una acción política encaminada a derrotar, destruir y eliminar a ETA de la vida española, aunando todos los resortes del Estado de Derecho. Recuerdo muy bien cómo Aznar me lo explicó paseando por los jardines de Moncloa la tarde del 23 de febrero de 2000, nada más regresar de los tensos funerales por el portavoz socialista vasco Fernando Buesa. Era la tesis de los cinco pilares para acabar coordinadamente con la banda: acoso policial sin vacilaciones ni desmayos, cerco diplomático, impulso a la labor judicial, aislamiento social y expulsión de las instituciones.

De ahí nació la Ley de Partidos que ha mantenido a la banda fuera del juego político con el rotundo aval del Tribunal de Estrasburgo y efectos devastadores para ella, según se desprende de los documentos incautados que acaban de servir al Supremo para cortar, de momento, el paso a Sortu. ¿Cómo es posible que siete magistrados hayan discrepado de la mayoría y se prepare ya el terreno para darle la vuelta a la tortilla en un Constitucional con clara mayoría de jueces afines al Gobierno, cuando esos documentos prueban más allá de toda duda que estamos ante lo que el tribunal describe como «una técnica de desdoblamiento» en la que hasta el propio «rechazo» por imperativo legal de los eventuales atentados de ETA ha sido diseñado por ETA? Pues porque esto viene de lejos, tal y como se desprende desoladoramente de las actas de la última negociación.

Si antes de 2007 hubo hasta 200 encuentros de líderes socialistas vascos con Batasuna y, según declaró Eguiguren al juez Ruz, «podría» haber habido 65 contactos de una u otra naturaleza con la propia rama «militar» de ETA, es porque ya durante esa segunda legislatura en que gobernaba Aznar el PSOE compatibilizó la adhesión formal al Pacto Antiterrorista -incluso su promoción de cara a la galería- con la aviesa traición a su espíritu y a su letra. Antes que el de ETA, se había producido, pues, el «desdoblamiento» del PSOE.

Es difícil saber en qué hubiera desembocado ese planteamiento si el PP hubiera vuelto a ganar las elecciones, tal y como Aznar sostiene que habría ocurrido de no mediar el 11-M. Cuesta imaginar una estrategia concertada entre una banda terrorista y un partido de oposición. Es evidente, en cambio, que el escenario para el que ETA sí estaba preparada era para el de un triunfo del PSOE pues, con celeridad impropia de la clandestinidad, implementó en cuestión de meses el proceso de Anoeta y el ofrecimiento epistolar a Zapatero.

Estoy tan escandalizado como el que más ante la coincidencia entre lo que hemos leído en las actas de ETA y lo que fueron los actos del Gobierno durante esa negociación. La sustitución de Fungairiño en la Audiencia, la excarcelación de De Juana, el propio nombramiento de Rubalcaba como ministro para «blindar el proceso» y, como puntilla, el chivatazo, forman una retahíla ignominiosa de hechos gubernamentales concebidos como ofrendas a la banda.

«¿Puede garantizar que nadie del PSOE o de las Fuerzas de Seguridad, por indicación política, intervino en el chivatazo del bar Faisán para favorecer el proceso de paz?», le pregunté a Zapatero en nuestra entrevista de enero de 2008. «Absolutamente», respondió. En fin, ahora he podido confirmar mi impresión de que no es que entonces se le escapara la admisión de que tras la T-4 siguieron los «contactos», sino que pretendía ir cubriéndose ante la eventualidad de que un día apareciera la prueba de que, incluso después de ese macroatentado, el Gobierno siguió ofreciendo a ETA un «acuerdo político» en toda regla.

De ahí que, al margen de las consecuencias penales o electorales que ello desencadene, me preocupe mucho más lo que está en marcha en estos momentos que lo que sucedió entonces. Es tal la coincidencia entre el camino que se le ofrece a la banda una y otra vez para que pueda desarrollar su «proyecto político» dentro de la legalidad -y tutelarlo desde fuera de ella-, a cambio de que no mate entre tanto, y la vía emprendida por ETA a través de Sortu, que es imposible no pensar que todo procede de una misma mente. Es tal el mimetismo entre aquella promesa de «ir moldeando según avancen las cosas… el discurso dirigido a la clase política y a los que aúllan contra el proceso», sin que por ello se «altere la hoja de ruta», y cuanto escuchamos de labios socialistas desde que se presentó Sortu, que es imposible no darse cuenta de que hemos pasado de una etapa en la que se hizo una ley para cerrarle todos los caminos a ETA a otra en la que la prioridad es ayudar a ETA a sortear los escollos de esa ley.

Esa mente, esa mano que mece esta cuna, es la de Rubalcaba, el eslabón perdido, podrido y, en mi opinión, fundido entre esos dos «atajos» en apariencia antagónicos, en realidad complementarios, por los que han transitado el PSOE de González y el de Zapatero durante sus respectivos periodos de «desdoblamiento». Rubalcaba no cree en la democracia, entre otros motivos porque, como ha quedado patente en las últimas semanas, no concede la menor importancia a la distinción entre la verdad y la mentira. Como el comediante del Mercado de las Moscas de Así habló Zaratustra, «cree siempre en aquello que mejor le permite llevar a los otros a creer en él».

Y el cambalache que nos ofrece también tiene algo macabramente nietzscheano. Es como si en la Alemania del 45 se hubiera permitido a los miembros del Partido Nazi constituir uno nuevo con tal de que sus estatutos establecieran su rechazo a que en el futuro se pudiera volver a gasear judíos. O sea, el apuntalamiento y maquillaje de la razón de la fuerza incluso después de ser aplastada por la fuerza de la razón.

Para él y los siete jueces de la Sala del 61 que han comprado esa tesis y los otros tantos del Constitucional a punto de pasarse por la tienda reservo una cita de Lassalle que debieron tener en mente los magistrados de Estrasburgo cuando avalaron la ilegalización no sólo de un partido que «incite recurrir a la violencia» sino también de aquel cuyo «proyecto político no respete una o varias reglas de la democracia o persiga su destrucción».

No, no me refiero al Lasalle del PP -que también tiene buen coco- sino a Ferdinand Lassalle, fundador del socialismo alemán y adversario de Marx. La cita dice así: «No nos señaléis el fin sin los medios, pues medios y fines se hallan de tal modo ligados en este mundo que si cambian los unos cambian los otros y cada senda distinta tiene otros fines». Por algo Arthur Koestler la utilizó para introducir el último capítulo de su gran novela contra el totalitarismo El cero y el infinito. ¿Volveremos a ser la democracia más idiota de la Tierra?

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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