Ya era veinteañera cuando vi El desencanto, la conocidísima película de Jaime Chávarri sobre los hijos y la viuda del poeta Leopoldo Panero. Me hipnotizó. Los jardines grises, la piedra caliza de una casa mentalmente en ruinas y la madre hierática eran fascinantes, pero lo que me atrapó del todo fue ese trío de muchachos fumando y haciendo la autopsia de su propia familia. Hay una secuencia en especial que veía una y otra vez: consistía únicamente en los tres hijos bajando las escaleras de la casa. Siempre pensé que esa escena mostraba cómo los hombres jóvenes de los setenta no se mueven ni caminan igual que los jóvenes de hoy. Esos andares de chicos delgados que intentan aparentar madurez mientras fuman un cigarrillo tras otro funcionaban como un imán de algo indefinible, especial y atrayente, algo seductor y poderoso.
No quise ver, durante años, que además de una espléndida película también se trataba de la historia de tres hijos que intentan hacerse daño a base de jugar a ver quién es más cruel con el otro, quién es el más adulto, quién heredará la tierra. Una película sobre una sucesión de berrinches y agresiones, sí, metáfora del tardofranquismo, pero sobre todo una película sobre cómo se despedazan tres hermanos.
Estamos en tiempos convulsos. Asistimos con pavor a cómo se alza la ultraderecha en Europa, Latinoamérica y Estados Unidos. En este último, la mayor amenaza interna, según el departamento de Seguridad Nacional, es el terrorismo cometido por hombres blancos de ultraderecha. Aun así, no existen las suficientes alertas públicas, no se toma como un verdadero peligro en los medios de comunicación, casi se podría decir que la ultraderecha no existe en el imaginario colectivo.
Yo y otros tantos hemos escrito y alertado de la constante confusión o acto de trilero sobre el que se están construyendo algunos discursos contra la izquierda: se habla hasta la saciedad de que los partidos han comprado una supuesta pacatería woke y se han centrado en el identitarismo. No hay datos que sustenten esta matraca a la que nos vemos sometidos día tras día en los medios. Mientras tanto, sí se instalan en España los mismos rasgos que en gran parte de Europa: miedo a la inmigración, aumento del nacionalismo antieuropeísta y crisis de representación política. Pero una cosa es poner en duda a todos aquellos que insisten en hacerle el juego a discursos de odio que desvían la atención de cuáles son los verdaderos problemas de la ciudadanía y otra muy distinta negar las responsabilidades de los partidos a la izquierda del PSOE para convencer a su electorado natural. Se ha hablado durante meses, años ya, de la estructura mediática ultraconservadora que dificulta enormemente evitar la intoxicación informativa. Tienen razón. Se apela a la queja de la imposibilidad de comunicar el trabajo bien hecho en instituciones en estos años. Habrá que hacer algo, pues.
Pero, ¿dónde está la asunción de la derrota? ¿Dónde ha quedado la integridad moral para reconocer que las campañas actuales no convencen, que la ciudadanía ha entrado también en hartazgo ante una generación que quería asaltar las instituciones y hoy parece cumplir su papel cómodamente en el banquillo de la oposición durante los próximos cuatro años? Conozco a muchas personas que se han quemado personal y políticamente en estos ocho años por la durísima tarea de hacer frente a congresos, parlamentos y asambleas cada vez más polarizados, para ellos va todo mi respeto y solidaridad.
De hecho, resulta trágico pensar que una gran parte de esa generación que decidió tomar un sentir común basado en consignas como “no nos representan” haya sido despedazada en medio de una lucha fratricida por un par de políticos que no han antepuesto la responsabilidad institucional y su deber para con la ciudadanía y están desangrando formaciones cada vez más debilitadas por esas peleas intestinas y de inmolación colectiva. Sus bases y sus votantes no lo merecen. Resulta increíblemente desmoralizador pensar que el lema “que se vayan todos” comienza a apelar para muchos ciudadanos también a formaciones de izquierdas. Se han confundido de rival: el enemigo está en la ultraderecha, no en los que comparten la mayor parte de tu programa electoral.
Por otra parte, ahora que tenemos gobiernos en coalición con Vox en los que se niega la violencia de género y se pretende derogar leyes como la de memoria histórica ¿quiénes serán los intelectuales invitados por esos ayuntamientos y comunidades autónomas? A mí se me ocurren unos cuantos, generadores de discurso de odio, y amplificadores de voces que, sí, traerán daños enormes, aún impensables, aún inimaginables para muchos. Para todos ellos, mi desprecio. Para los políticos de izquierda, ahora que aún estamos a tiempo: ocúpense de la amenaza del fascismo cuanto antes y no se confundan de rival. Nos va la vida en ello.
Lucía Lijtmaer es periodista y escritora. Acaba de publicar Casi nada que ponerte (Anagrama).