El desencanto cultural y político

La cultura, en el sentido que tradicionalmente se ha dado a este vocablo, está en nuestros días a punto de desaparecer. La banalización de las artes y la literatura, el triunfo del periodismo amarillista y la frivolidad de la política son síntomas de un mal mayor que aqueja a la sociedad contemporánea: la idea temeraria de convertir en bien supremo nuestra natural propensión a divertirnos.

En el pasado, la cultura fue una especie de conciencia que impedía dar la espalda a la realidad. Ahora, actúa como mecanismo de distracción y entretenimiento. La figura del intelectual, que estructuró todo el siglo XX, hoy ha desaparecido del debate público.

No son palabras mías, sino de Mario Vargas Llosa en su, a mi juicio, lúcido y fundamental ensayo La civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012), que leí con deleite y que, por unos años, enarbolé como bandera de lo que estaba pasando. No fue sin embargo mucho el tiempo que trascurrió hasta que el liberal español nacido en Arequipa decidiese triturar dichas tesis apareciendo en Hola! y similares medios rosas, eso y todo lo que lleva consigo ser la pareja de una señora cuya vida, en resumen, consiste fundamentalmente en vivir —escandalosamente bien— de dicho espectáculo amarillo y banal, y que, aun sin pretenderlo, hace daño a la verdadera y civilizadora e instructiva cultura. Un proceso de decadencia intelectual que, como saben, terminó recientemente con el Nobel en un programa televisivo de vacuo entretenimiento, jaleando las peripecias culinarias de una mujer que, digna hija de su madre, sólo era conocida por un pijerío extremo y bobalicón a medio camino entre el esperpento y la parodia.

Si Mario Vargas Llosa, el intelectual (el sartrecillo valiente, le llamaban) que sigue diciendo en las entrevistas que la figura del escritor debe ser la de un escritor comprometido con su tiempo y su cultura —y no sólo con el arte y su obra—, da el plácet a la televisión espectáculo es que todo está perdido o camino de estarlo. La conclusión popular sería sencilla: si los intelectuales de renombre están en eso, es que es bueno, y de alguna forma será cultura, para qué esforzarse en ver otras cosas. Ya lo dijo Pascal: el divertimento nos saca de nuestras miserias, pero es la mayor de nuestras miserias.

Claro que no sólo es la Cultura lo que se derrumba, disfrazada etimológicamente de alta cultura por aquellos que, practicando un relativismo ramplón y de una ignorancia escandalosa, acusan de elitista, antiguo y carcamal a quien se queja; considerando éstos cultura, dicho sea de paso, incluso programas de cocina o realities obscenos hasta la náusea, donde hasta las violaciones parecen tener disculpa.

Tampoco en la política hay razones para no sucumbir al más profundo de los desencantos. Si tras lo que lleva camino de cometer el PSOE no hay una revolución entre sus votantes y gobernantes —porque de los militantes poco o nada se puede esperar, quod erat demonstrandum— es que el proceso de demolición del pensamiento, la racionalidad y la ética ya no operan en muchos segmentos de la sociedad que se denominan a sí mismos progresistas.

Si, como digo, no hay una contestación seria contra lo que pretende hacer Pedro Sánchez, ya sea en forma de declaraciones conjuntas, manifestaciones callejeras, firmas de intelectuales y sociedad civil o deserciones de un partido alejado de la socialdemocracia europeísta y liberal, nada parece importar nada. ¿Vale todo? Yo creo que no.

¿Cómo puede haberse anulado de repente en una sociedad próspera el principio de no contradicción? ¿Cómo puede decirse un día una cosa y al día siguiente la contraria sin que ocurra nada? Si bien Mario Vargas Llosa nos prevenía de los medios amarillos y de los programas de diversión absurdos en los que ahora aparece con la Reina de Corazones, Sánchez pacta en un día y medio con un populismo contra el que pedía el voto, el mismo que según él quería (y quiere) traer la miseria de Venezuela a España, y con los que era imposible gobernar sin padecer insomnio. Un espantoso incendio político —el pacto con Podemos— al que ahora pretende echar la gasolina de un independentismo condenado por sedición, cuyos líderes están en la cárcel o fugados de la justicia, fatuos revolucionarios que jamás se han arrepentido y que dicen que volverán a intentar doblegar al Estado.

De esta mendicidad política no se libra el PP, que debería estar, cuanto antes, intentando estabilizar el brote psicótico en el que parece estar delirando el partido socialista por culpa de su nefasto y envanecido líder, en vez de salivando por el deceso del PSOE, que llevará aparejado la enfermedad grave de España. Un escenario neuroléptico donde, también, podría echar una mano Cs, que, derrotado y sin líder, se ha mostrado certero con respecto a los augurios sobre la vesania del líder socialista. Si se deja hablar a la razón, ésta pedirá un triunvirato constitucionalista que, de una vez, aísle a los enemigos de España.

Pero no sólo es la cultura y la política, lo es todo en esta democracia sentimental e ignara. Hay gente que aún niega el cambio climático, y sólo eso ya lleva al desaliento. El feminismo, al que cualquier ser humano con decencia apoya, parece empeñado en radicalizarse y producir antipatía, igual que un movimiento animalista enloquecido que confunde a los animales con las personas.

Echa uno un vistazo a las redes sociales, y la sensación de vértigo nihilista es todavía mayor: un caos polifónico de egos donde por suerte miles de personas también hablan de cultura y de libros, pero de libros que en su mayoría jamás leerán, presas de un acelero tenebroso de likes y favs, malsano, incompatible con la lectura, el sosiego y el pensamiento. La ficción ha dejado paso a la autoficción, la ambición al ansia de vender y ser famoso.

Ahora cualquiera es escritor, cualquiera intelectual, todo el mundo opina y publica sin filtro alguno egolatrías inanes y vergonzosas, gente de menos de treinta años se hace con la Opinión de periódicos otrora prestigiosos y serios donde gente de la talla de Pradera, Cueto, Ferlosio y Benet —entre otros muchos— daban las claves que ilustraban a la gente ahíta de verdad y del saber de gente que sabía más que ellos. Porque, ¿desde cuándo existe ese principio igualitario donde no vale una opinión, un libro o una idea más que otra? ¿Desde cuándo no rige ni computan tampoco la meritocracia, el trabajo, la obra y el talento?

Occidente está en decadencia, sí, es sabido: el eje del mundo se ha desplazado a Oriente. Aquí, en nuestro lento ocaso —o eso creíamos— quedaban al menos la cultura y la razón como estandartes fundacionales, pero en este tiempo confuso, parvo y delirante nada parece importar nada. El crepúsculo se cierra y ya empieza a adivinarse la noche.

Rafael Gª Maldonado es farmacéutico y escritor. Su último libro es 'Benet. La ambición y el estilo' (Ediciones del Viento).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *