Hace veinticinco años, el 16 de marzo de 1988, las tropas de Sadam Husein esparcieron gas venenoso por la ciudad kurda de Halabja. El ataque, que mató a unas 5.000 personas e hirió a 10.000 más, sigue siendo el mayor jamás lanzado con armas químicas contra una población civil.
A la luz de la atrocidad de Halabja y la campaña genocida Anfal, aún mayor, contra los kurdos y la represión en masa en todo el país, la pregunta de si “el Iraq está mejor ahora que bajo Sadam Husein” no requiere gran deliberación. Los iraquíes se han librado de un dictador responsable de la muerte de al menos un millón de iraquíes, un hombre que metió al país en tres guerras en 24 años y cuyas políticas (con la complicidad de la comunidad internacional) mantuvieron a los iraquíes de a pie sometidos a las sanciones más estrictas jamás impuestas por las Naciones Unidas. Sí, el Iraq está mejor sin aquel déspota absoluto.
Pero, para quienes participamos en el empeño de reconstruir el Iraq a partir de 2003, esa respuesta es demasiado simplista. Nosotros ponemos el listón mucho más alto. No cabe duda de que se debe calibrar el éxito de la guerra en función de si se han conseguido sus objetivos: en particular, el establecimiento de una democracia constitucional y la reconstrucción económica del país. Con ese criterio, la guerra en el Iraq fue un fracaso monumental.
La Autoridad Provisional de la coalición encabezada por los Estados Unidos concedió el poder a un nuevo grupo de minorías políticas que fundamentalmente desconfiaban unas de otras y, lo que es más importante, no se coligaron en torno a una concepción compartida para gobernar el país. En lugar de dar tiempo a esos nuevos políticos para preparar avenencias, los americanos impusieron un proceso constitucional disgregador y que exacerbó las fisuras existentes, lo que propició la guerra civil de 2006-2007.
Los partidos kurdos y los partidos religiosos chiíes árabes deseaban un gobierno central muy débil en Bagdad: los segundos, porque temían la vuelta a un gobierno de la minoría suní. Los partidos suníes árabes rechazaron al principio toda idea de Estado confederado, pero con el tiempo se convencieron de que los partidos chiíes nunca compartirían el poder voluntariamente. El ciclo actual de violencia es una herencia de esa lucha por el control.
Actualmente, muchos iraquíes suníes aspiran a la misma autonomía respecto de Bagdad que disfrutan los kurdos en el norte del país. Ahora los partidos chiíes, tras haber probado por primera vez el poder real en el Iraq, están intentando crear un Estado mucho más centralizado de lo que tolerarán tanto los iraquíes kurdos como suníes o –para el caso es lo mismo– la Constitución.
De hecho, el Primer Ministro, Nouri al-Maliki, ha logrado en gran medida concentrar el poder en sus manos. Ha creado una red de fuerzas militares y de seguridad que dependen directamente de él, con frecuencia fuera de la estructura de mando legal. Ha intimidado a la judicatura para que no tenga en cuenta los controles institucionales de su poder, por lo que organismos constitucionalmente independientes, como la comisión electoral y el banco central, están ahora bajo su control directo.
Además, Maliki ha utilizado los tribunales penales para silenciar a sus oponentes políticos. El Vicepresidente suní del Iraq ha huido a Turquía, pues se han dictado múltiples sentencias capitales contra él por supuestas actividades terroristas, aunque los veredictos se basaron en confesiones de guardaespaldas que habían sido torturados (y uno de ellos murió durante la “investigación”). Se acaba de dictar una orden de detención contra el ministro de Hacienda, también suní, con acusaciones similares.
En cuanto a la economía, nadie esperaba una réplica del Wirtschaftswunder de la Alemania posterior a 1945. Aun así, el Iraq tiene reservas inmensas de petróleo y gas natural, a las que todas las compañías petroleras más importantes querían tener acceso. Todo el mundo había de beneficiarse: las compañías petroleras obtendrían beneficios considerables, mientras que el Iraq obtendría nueva tecnología y sumas enormes para reconstruir las devastadas infraestructuras del país.
La realidad ha sido muy diferente. Diez años después, la producción de petróleo del Iraq ha recuperado por fin su nivel anterior a la guerra, pero el Gobierno del Iraq no ha llevado a término ni un solo proyecto de infraestructuras: ni nuevos hospitales ni nuevas escuelas ni nuevas carreteras ni nuevas viviendas.
Aún no se han restablecido los servicios básicos, como, por ejemplo, la electricidad y la recogida de basuras, ni siquiera en las grandes ciudades como Bagdad. (En cambio, la reconstrucción en el Kurdistán iraquí se está haciendo a velocidad de vértigo.) Los iraquíes están a punto de entrar en su undécimo verano, cuando las temperaturas superan habitualmente los 50º C, con corriente eléctrica y agua tan sólo esporádicos.
Esa falta de avances es en verdad notable, en vista de que los presupuestos anuales del Iraq durante los cinco últimos años han ascendido a un total de casi 500.000 millones de dólares. Hay una incompetencia y una corrupción galopantes: el Iraq queda situado habitualmente entre los diez últimos países de la lista de los países más corruptos del mundo confeccionada por Transparencia Internacional.
Asimismo, los niveles de desempleo y subempleo del Iraq siguen siendo de los mayores de Oriente Medio y, como ha señalado el observador del Iraq Joel Wing, el empleo en el sector público se ha duplicado de 2005 a 2010 y ahora representa el 60 por ciento, aproximadamente, de toda la fuerza laboral con jornada completa. En los diez últimos años se ha acelerado la fuga de cerebros entre los jóvenes instruidos del Iraq, porque muchos de ellos no ven, sencillamente, futuro alguno en el país.
Recientemente, Amnistía Internacional publicó un informe en el que detalló las continuas violaciones sistémicas de los derechos humanos fundamentales en el Iraq. Plus ça change, plus c’est la même chose. Es cierto que la incipiente dictadura de Maliki es más suave que la de Sadam en su peor momento y tal vez eso sea un avance, pero lo que se ha ganado puede quedar contrapesado con mucho por lo que se ha perdido: la esperanza de que, si se podía suprimir a Sadam y su tiranía, se podrían restablecer la decencia, la estabilidad y la normalidad. Ésa es, al final, la verdadera tragedia del Iraq en 2013.
Feisal Amin Rasoul al-Istrabadi was Deputy Permanent Representative of Iraq to the United Nations from 2004-2007, and was the principal drafter of Iraq’s interim constitution. He is the founding director of the Center for the Study of the Middle East at Indiana University, Bloomington, where he is University Scholar in International Law and Diplomacy. Traducido del inglés por Carlos Manzano.