El desfile de Putin

Este desfile de mayo en Moscú para conmemorar el 70.° aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial promete ser la mayor celebración del Día de la Victoria desde el colapso de la Unión Soviética. Unos 16.000 soldados, 200 vehículos blindados y 150 aviones y helicópteros pasarán por la Plaza Roja. Será una escena que fácilmente hubiera resultado familiar a líderes soviéticos como Leonid Brézhnev y Nikita Kruschev, quienes recibían el saludo sobre la tumba de Lenin.

Sin embargo, aunque los aliados rusos en la Segunda Guerra Mundial eran europeos y estadounidenses, no habrá líderes occidentales en la conmemoración: un reflejo de la desaprobación de Occidente a la invasión por Putin de Ucrania y su anexión de Crimea. Los invitados de alto perfil del presidente Vladimir Putin incluirán, en cambio, a los líderes de China, India y Corea del Norte, lo que resalta cuán pocos amigos tiene Rusia en estos días.

Lo surreal de esta reunión refleja la naturaleza cada vez más extraña del régimen de Putin. De hecho, mirar hoy a Rusia se asemeja a ver la última de las películas de los X-Men «Días del futuro pasado». Así como en esa película los X-Men se unen a sus propias versiones más jóvenes para salvar el futuro de la humanidad, el Kremlin actual evoca el pasado soviético ruso en lo que parece una lucha contemporánea por la supervivencia del país.

En esta estrategia resulta crítica la propaganda que refunde al Occidente actual con los alemanes que invadieron Rusia en 1941, mientras describe a los funcionarios del gobierno ucraniano como «fascistas» y «neonazis». El Kremlin ha descansado en esas afirmaciones, junto con la supuesta necesidad de defender a los rusos en el extranjero, para justificar su agresión contra Ucrania. En su discurso posterior a la anexión de Crimea, Putin acusó a Occidente de negarse a «participar en el diálogo» y afirmó que eso dejó a Rusia sin alternativas. «Continuamente proponemos la cooperación en todas las cuestiones clave», declaró. «Deseamos fortalecer nuestro nivel de confianza y que nuestras relaciones sean igualitarias, abiertas y justas. Pero no recibimos reciprocidad».

Un mes después, Putin reforzó esta imagen de los rusos como las víctimas moralmente superiores de un Occidente cruel e intransigente. «Nosotros somos menos pragmáticos que otros pueblos, menos calculadores», afirmó antes de agregar que la «grandeza» y el «enorme tamaño» de Rusia significan que «tenemos un corazón más generoso».

No es difícil encontrar los paralelos entre el enfoque de Putin y el de Joseph Stalin, quien declaró al inicio de la Segunda Guerra Mundial que el «enemigo» buscaba «destruir» la «cultura nacional» rusa para «germanizar» a su gente y «convertirla en esclavos». La diferencia, por supuesto, es que la Wehrmacht nazi realmente invadió la Unión Soviética, mientras que Ucrania simplemente quería decidir su propio futuro.

Sin defender a Stalin, debemos reconocer la inmensa contribución soviética –incluidas las vidas de 26 000 000 de ciudadanos– a la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial. En esa época, el desfile militar en la plaza roja –con casi 35 000 soldados, unas 1900 piezas de equipo militar y una orquesta de 1400 personas– fue un espectáculo bien merecido. El liderazgo soviético no escatimó para presentar sus exposiciones militares que, en ausencia de una amenaza militar externa, se convirtieron en un importante vehículo para cohesionar a la nación.

Después del colapso de la Unión Soviética, Rusia, que había dejado de ser una superpotencia, puso sus espectáculos militares en suspenso. Pero en 2005 y para conmemorar el 60.° aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial, Putin organizó un gran desfile, al que los líderes occidentales –creyendo que Rusia podría albergar un futuro europeo– asistieron.

El tono de la conmemoración del Día de la Victoria de este año es mucho menos anticipatorio. ¿Cómo se puede celebrar el final de una guerra cuando los descendientes de quienes pelearon en ella (indudablemente motivados por la esperanza de que las generaciones futuras vivieran en paz) se matan entre sí en una pequeña y brutal guerra en el este de Ucrania? ¿De qué sirve un espectáculo de grandiosos fuegos artificiales en medio de los obuses y misiles reales?

El historiador Robert Paxton creía que se puede conocer mucho de un país a través de sus desfiles. Su libro de 1966, Parades and Politics at Vichy (Los desfiles y la política en Vichy) describe cómo Philippe Pétain, como jefe de estado del régimen de Vichy, hizo uso de la pompa, la política reaccionaria y, por supuesto, una asociación con Adolf Hitler para hacer creer a su derrotado país que aún era importante en el mundo. La marca de tradicionalismo autoritario del estado de Vichy trató como personajes a la familia y la patria, con Pétain –un ex comandante militar, en el papel de rey militar– exaltado en la tribuna.

Los paralelos con la Rusia de Putin son claros, Putin se ve a sí mismo como un nuevo zar. Sus antecedentes en la KGB dictan su estilo de liderazgo, que incluye la abolición de las elecciones libres y justas, la persecución de sus oponentes y la promoción de valores conservadores que, como en el caso de Pétain antes que él, se yuxtaponen con la influencia corruptora de un Occidente inmoral y decadente.

Confiando en este enfoque, Putin ha creado alianzas con personas como el presidente sirio Bashar al-Assad y el militar gobernante de Egipto, Abdel Fattah el-Sisi. China, la segunda mayor economía mundial, resulta una útil adición esta colección de estados antidemocráticos amigables, ya que tiene sus propias quejas estratégicas para Occidente.

A diferencia de China, sin embargo, Rusia no es una superpotencia en ascenso. Putin puede tratar de mostrar sus acciones en Ucrania como una lucha contra el fascismo, pero en realidad se trata de una batalla para ganar relevancia, una lucha que nunca ganará. No importa cuán fastuoso sea el desfile, no puede esconder la verdad: los días de Rusia como superpotencia pertenecen al pasado y el patriotismo de Putin, como el de Pétain, es el de los vencidos.

Nina L. Khrushcheva is a dean at The New School in New York, and a senior fellow at the World Policy Institute, where she directs the Russia Project. She previously taught at Columbia University's School of International and Public Affairs, and is the author of Imagining Nabokov: Russia Between Art and Politics and The Lost Khrushchev: A Journey into the Gulag of the Russian Mind. Traducción al español por Leopoldo Gurman.

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