Egipto se encuentra al borde del abismo. Un año después de la toma de posesión de Mohamed Morsi como presidente, el país está inmerso en una aguda crisis política, social y económica. Las esperanzas que muchos sectores de la sociedad egipcia habían depositado en los Hermanos Musulmanes han quedado defraudadas ante su manifiesta incapacidad para estabilizar la situación. Tras imponerse en las elecciones presidenciales, Morsi prometió que sería el presidente de todos los egipcios y que no trataría de imponer una agenda islamista, exactamente lo contrario de lo que hizo después. En lugar de negociar un pacto con el resto de fuerzas políticas para superar la compleja situación que atenazaba al país, la Hermandad movilizó a todos sus peones para controlar las principales estructuras estatales en un proceso que los egipcios denominan ijwanización (del árabe ijwan, hermanos). Como único compañero de viaje en esta arriesgada travesía han elegido al movimiento salafista, que aspira a restablecer el califato islámico y es generosamente financiado por Arabia Saudí.
Tras la disolución del Parlamento, el presidente Morsi ha maniobrado para concentrar buena parte del poder ejecutivo, legislativo y, también, judicial. Estos movimientos explican el creciente malestar de los sectores seculares, que consideran que se ha reforzado el presidencialismo y que el Partido de la Libertad y la Justicia, marca política de la Hermandad, disfruta de una situación cuasi monopolística muy parecida a la que, en época de Mubarak, detentó el oficialista Partido Nacional Democrático.
Si bien es cierto que los Hermanos Musulmanes y las fuerzas seculares colaboraron activamente para derribar a Mubarak, desde la llegada al poder de los islamistas el abismo que les separa se ha ido ensanchando hasta hacerse prácticamente infranqueable. El decreto presidencial del 22 de noviembre marcó un punto de no retorno al conceder plena inmunidad a Morsi, quien además se arrogó el derecho de adoptar aquellas medidas que considerase convenientes para “proteger al país y los objetivos de la revolución”. El referéndum constitucional, celebrado a mediados de diciembre, agravó la situación, ya que la nueva carta magna fracasaba a la hora de garantizar las libertades fundamentales. Una muestra del amplio rechazo que generó fue la escasa participación: apenas un 33% del censo electoral (20 puntos por debajo del porcentaje registrado en las elecciones legislativas y presidenciales).
En estos meses, las posiciones de islamistas y seculares se han polarizado todavía más. El último eslabón de esta cadena de desencuentros lo representa una ambiciosa campaña de desobediencia civil iniciada en abril para reunir tantas firmas como votos obtuvo Morsi en las elecciones. El objetivo final sería desalojar del poder al presidente al considerar que “ha cosechado un rotundo fracaso en sus objetivos, puesto que no ha traído la seguridad ni la justicia social y se ha mostrado incapaz de gobernar una gran nación como Egipto”.
Para tratar de hacer frente al desafío islamista, la oposición secular ha establecido un Frente de Salvación Nacional en el que toman parte tanto los partidos tradicionales (Wafd, Karama y Tagammu) como los de nuevo cuño (Partido de la Constitución, Partido Social Democrático Egipcio o Partido de los Egipcios Libres), así como diversos movimientos juveniles y sindicatos. Sus principales demandas son la retirada del decreto presidencial, la derogación de la Constitución y el establecimiento de una nueva Asamblea Constituyente.
Si bien es cierto que la oposición parece haber extraído algunas lecciones de los errores cometidos desde la caída de Mubarak (entre ellos la falta de liderazgo, la fragmentación política y la incapacidad de articular un discurso que conecte con el electorado), no está del todo claro que dicho frente sea capaz de permanecer unido hasta las próximas elecciones, que se celebrarán en otoño, ya que el único elemento que le cohesiona es su rechazo frontal a Morsi. Las diversas formaciones que toman parte en esta heterogénea coalición mantienen fuertes discrepancias en torno a la hoja de ruta para sacar a Egipto de la profunda crisis en la que se encuentra inmerso.
El Gobierno islamista también ha intensificado la presión sobre sus críticos. En los últimos meses se han multiplicado las campañas contra las organizaciones de la sociedad civil y las nuevas centrales sindicales surgidas tras la revolución. Asimismo se ha experimentado un rebrote del sectarismo, como muestran los diversos linchamientos y persecuciones entre la minoría chií (integrada por, al menos, 200.000 personas) y la población copta (unos nueve millones), muchos de ellos alentados desde las filas salafistas.
Junto a la polarización sociopolítica, el principal problema que atenaza a Egipto es su delicada situación económica. No debe pasarse por alto que gran parte de las reivindicaciones de la revolución del 25 de enero de 2011 tenían un trasfondo económico: mayor justicia social, mejor redistribución de la riqueza y creación de puestos de trabajo para la juventud, que representa más de la mitad de la población.
El Proyecto Renacimiento, planteado a bombo y platillo durante la campaña electoral de Morsi, pretendía captar 200.000 millones de dólares en inversiones y alcanzar, en un plazo de cinco años, un crecimiento del 7% anual. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, ya que la economía apenas creció el pasado año un 1,8% (frente al 5% del periodo 2006-2010). Entre 2009 y 2012, el déficit fiscal se duplicó, pasando del 5,6% al 11%. Hoy en día, la deuda pública representa ya el 85% del PIB y las divisas están prácticamente agotadas (desde la caída de Mubarak se han gastado dos terceras partes de las reservas). La importación de productos de primera necesidad, como el trigo y el gasóleo, se ha disparado y cada vez es más costosa debido a la depreciación de la moneda local (más de un 15% en los últimos seis meses). La inflación no deja de escalar y ya supera el 11%, mientras casi la mitad de la población vive bajo el umbral de la pobreza (un 25% con menos de un dólar al día y otro 24% con dos). Además, son cada vez más frecuentes los cortes de agua y electricidad.
Ante esta dramática situación, el Gobierno egipcio negocia con el FMI un préstamo de 4.800 millones de dólares, pero no parece dispuesto a asumir el elevado coste electoral que tendría la retirada de las subvenciones a productos básicos como el pan, la electricidad o el gasóleo (que suman una quinta parte del presupuesto). La aplicación de este plan de ajuste podría desencadenar una segunda ola revolucionaria, un escenario explosivo si tenemos en cuenta que los Hermanos Musulmanes deberán someterse nuevamente al veredicto de las urnas en otoño.
La mayoría de los analistas coinciden en que la hegemonía política de los islamistas está seriamente amenazada. Es más que probable que la formación sufra un fuerte castigo en las próximas elecciones, aunque no está claro quién será el principal beneficiado. Si bien es cierto que parte de dicho voto podría ir a parar a los salafistas, hay quienes consideran que estos también podrían retroceder posiciones por sus divisiones internas. Esta circunstancia podría beneficiar a los partidos islamistas de nuevo cuño, como Egipto Fuerte de Abul Futuh, quien logró casi cuatro millones de votos en las elecciones presidenciales. También el secular Frente de Salvación Nacional, en el que participan Mohamed el Baradei y Amr Musa, podría avanzar posiciones de conseguir mantener su cohesión y movilizar a quienes se abstuvieron en las pasadas elecciones. De lo que no cabe ninguna duda es que la sociedad está cada día más polarizada y que las crecientes tensiones entre islamistas y seculares podrían provocar un choque de trenes que haga saltar en pedazos la frágil transición egipcia. Ante esta posibilidad, los militares se mantienen a la expectativa esperando que se den las condiciones para recuperar el poder que detentaron con mano de hierro durante casi medio siglo.
Ignacio Álvarez-Ossorio es profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante y editor de Sociedad civil y contestación en Oriente Medio y Norte de África (Fundación CIDOB, 2013).