El desgobierno y la irresponsabilidad política han llegado demasiado lejos

Una de las justificaciones más habituales de lo que se conoce como políticas sociales es la que las presenta como un mecanismo redistributivo que contribuye a minimizar los posibles daños que causa el mercado. En España, no hay duda de que esa idea es acogida sin el menor atisbo de críticas por la izquierda, que ve en ella el camino del paraíso, como por la derecha que suele subrayar, por el contrario, que es la única manera de mantener la paz social.

Lo interesante es preguntarse qué pasa cuando el sistema político insiste en esos objetivos, pero no tiene el menor interés en medir el grado de efectividad de esas políticas. La respuesta es muy sencilla, ocurre lo que ahora mismo pasa en España: que no crece el PIB, que se aumenta el gasto público y también la desigualdad. Este es el resumen de los últimos 17 años de la política española, desde que se acabó la ola de crecimiento de la época de Aznar hasta ahora mismo.

Los datos son apabullantes porque nuestro PIB no ha crecido en términos reales desde esa fecha, mientras que otros países sí lo han hecho, como es normal, lo que ha sucedido tanto en naciones en las que han predominado políticas más liberales (Irlanda un 79% y Estados Unidos un 17%, por ejemplo), como en otros con políticas más “sociales” (Alemania un 18,7%, Japón un 7,8 % o Portugal un 7 %). En ese mismo período nuestro déficit estructural ha pasado del 3,43 % en 2005 al 5,3 % en 2021, y la deuda pública ha crecido desde el 42 % a cerca del 120 %, según datos bastante poco discutibles que tomo de Fernández Villaverde que lo resume de manera brillante: producimos lo mismo que en 2005, pero tenemos más desempleo, más déficit y más deuda. Todo un récord, sin duda.

¿Qué han hecho, entonces, los gobiernos de Zapatero, Rajoy y Sánchez? Nada de provecho, en especial si se atiende a la forma en la que han crecido algunas desigualdades, se ha incrementado la conflictividad territorial y ha crecido la inflación, ha aumentado el desempleo, sigue cayendo en picado la natalidad y muchos de nuestros jóvenes más valiosos se ven en la necesidad de emigrar hacia países en los que sus sueldos puedan garantizar una vida razonable.

A partir de ahora es indudable que las circunstancias exteriores no van a ser mejores para nuestra economía y que el dinero barato del BCE dejará de llegar muy pronto, así que habrá que apretarse, y mucho, el cinturón, pero quienes estén en el Gobierno seguro que dirán que la crisis es general y que ellos han hecho lo que han podido, es decir que volverán a exonerarse de cualquier responsabilidad una vez más. Hay que reconocer que se trata de una política de imagen muy eficaz, no cesan de afirmar sus “logros” y consiguen que muchos olvidemos que el tren no se mueve, que no llegamos a buen destino.

Esta estrategia de los principales partidos no ha conseguido evitar, sin embargo, que una parte muy significativa de los electores tomen buena nota de lo que pasa como lo muestra otro dato inesquivable, que el porcentaje de voto conjunto al PP y al PSOE se ha reducido en más de un 30 por ciento entre 2004 y 2019. Cabría pensar que los partidos tendrían que reaccionar ante esta defección, pero, por desgracia, parecen limitarse a la sempiterna pelea maniquea y a sugerir que las soluciones alternativas no parecen mucho mejores que ellos.

No puede ser casualidad que nos haya ido tan mal cuando en tantos lugares diferentes, y semejantes a nosotros, las cosas han ido bastante mejor. Lo primero sería caer en la cuenta de que esa, y no otra, es la circunstancia que tendremos que afrontar y que solo políticas valientes, imaginativas y no mentirosas nos podrán dar oportunidades de salir adelante deteniendo estas casi dos décadas de estancamiento y de parálisis. Si se repara en los debates que se nos proponen desde las instituciones representativas es difícil encontrar pistas que nos permitan mejorar. A veces parece como si los diputados tuvieran la necesidad de inventar debates artificiosos y no siempre por evitar los asuntos difíciles, sino como genuina expresión de su forma de entender la política, una continua manera de enredarse en cuestiones aparatosas e irrelevantes mientras el progreso económico, educativo, cultural y en bienestar del conjunto de los españoles continúa detenido.

Nuestros políticos se han aprendido bien las monsergas del relato, nunca parecen no tener nada que decir, pero lo que dicen guarda una relación muy anómala con lo que experimentamos los demás en el día a día. Esa clase de política retórica y frentista les es, a su parecer, muy rentable y, en todo caso, no abundan los políticos capaces de romper esa lengua de madera con la que porfían en justificarse y en ensalzarse día tras día. Sea porque prometen el progreso (¿?), sea porque afirman que ellos lo harán mejor (¿?) no suelen molestarse en explicar sus soluciones a graves problemas bien reales y cada vez más perentorios.

Se acusan de corrupción cuando afirman que alguien ha metido la mano en la caja, y hacen bien, pero no caen en la cuenta de que la mayor corrupción es gastar cada año decenas de miles de millones de euros para que España siga igual que hace casi dos décadas, que el mayor fraude a la democracia es hacer política de partido y nada más, dejando que las cosas vayan estropeándose cada vez más gracias a su desinterés en conseguir resultados medibles y efectivos.

Hace cien años que Ortega denunció en su España invertebrada dos grandes males de nuestro país, el particularismo y la tendencia a la acción directa, el arbitrismo, que no es sino una forma estúpida de negar el diálogo liberal y abierto en el que tiene que consistir cualquier política y que, a su vez, se traduce según Ortega en el odio hacia los mejores. Hoy habría que adaptar ese diagnóstico a una realidad algo más compleja. Sin duda que el particularismo ha ido a más de una forma desastrosa para todos. Pero la tendencia a la acción directa y el odio a los mejores se ha disfrazado mucho en la política española, aunque también siga presente.

Estamos ante un intento sistemático de jibarizar la verdad, de reducir la realidad a los intereses de la minoría que tiene en sus manos tanto el gobierno como  la oposición, que es una parte del gobierno en sentido amplio en los regímenes liberales. Los partidos se han dotado de una sobrelegitimidad que los lleva a querer controlarlo todo, a reducirlo todo a su interés, a su pretendido derecho a continuar al timón y así han ido arruinando la pequeña autonomía que pudiese quedar en algunas instituciones, a controlar la prensa, al vasallaje de las universidades, a meter a sus representantes hasta en la sopa.

De este modo, han conseguido acallar las disidencias, someter a la opinión, hacer que las encuestas los halaguen, todo lo que destruye en su fondo la mejor verdad de las cosas. El problema está en que la realidad puede ser fingida pero, como observaba el propio Ortega, toda realidad ignorada prepara su venganza. No queda mucho para que el retablo de las maravillas empiece a desestabilizarse, nos espera mucha dureza, mucho dolor, porque el desgobierno, la cobardía y la irresponsabilidad política han llegado muy lejos.

Cuando suban los tipos de interés, cuando no haya descuento de la deuda en el BCE y cuando una economía inflada y sin horizonte se venga abajo habrá que ver lo que dicen los políticos, lo mismo los hunos que los otros. Pero los que conserven memoria de las mentiras repetidas durante largos años tendrán que empezar a preocuparse de que existan políticas distintas, partidos cuyo interés primordial sea el progreso y la libertad de todos y no el quedar por encima del rival mientras el país languidece y mengua en medio de una mediocridad mentirosa, miserable y estúpida.

José Luis González Quirós es filósofo y analista político.

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