El desiderátum legal

La percepción ciudadana y profesional sobre jueces más duros o blandos en el orden penal; más proclives a fallar a favor o en contra de las administraciones en el contencioso; o más o menos favorables al empleado en la jurisdicción social, no responde a ninguna leyenda urbana, sino que encuentra reflejo estadístico. Sobre un mismo texto legal, que alguien merezca reproche jurídico o no, y en qué concreto grado, depende cada vez más de un decisionismo alejado del triunfo que la norma escrita alcanzó a finales del siglo XVIII con el advenimiento de los Estados constitucionales. Como reacción al predominio de la costumbre y al casuismo judicial precedentes, la sûreté, o seguridad jurídica, se acuñaría por los revolucionarios franceses precisamente como garantía de una aplicación uniforme del derecho, en la que los operadores y justiciables pudieran contar con la necesaria certeza y previsión sobre las consecuencias legales de los comportamientos humanos.

Sucede que este primitivo diseño, fundado en la concepción de leyes apropiadas en forma y fondo, ha ido con el tiempo afrontándose con menor esmero, depositando en el criterio de jueces y magistrados la solución de sus frecuentes lagunas, imperfecciones y antinomias. Los datos que confirman esas manifiestas divergencias entre los distintos aplicadores del derecho sobre unos mismos hechos y normas nacen en buena medida de ese déficit técnico en la elaboración normativa, que se ha extendido luego a la producción legislativa autonómica, configurando un ordenamiento manifiestamente mejorable.

Esas respuestas jurídicas diferentes que posibilita nuestro mediocre sistema normativo combinan mal, además, con principios cardinales de cualquier Estado de derecho, comenzando por la igualdad en la aplicación de la ley. Tampoco pueden justificarse en la independencia del poder judicial, salvo que consideremos su función distinta a la de cuidar con celo el acatamiento de la legislación promulgada por el titular de la soberanía. En nuestro derecho y el contexto europeo continental, el imperio de la ley continúa constituyendo un elemento absolutamente irreemplazable por el parecer del juzgador, que deberá someterse a su estricto tenor.

Así las cosas, si las leyes retornaran a su original configuración como auténticos y no meramente formales cimientos del orden jurídico, comprendiendo con claridad los mandatos que procede respetar y estableciendo reglas diáfanas sobre su correcta aplicación, ello permitiría atenuar esta aciaga tendencia a la disparidad del resultado judicial, que no tiene por cierto parangón ni tan siquiera en el ámbito anglosajón, en el que el precedente jurisprudencial opera una sólida función unificadora de las decisiones, al que toca estar.

Por este motivo, procedería acometer cada iniciativa legislativa con el rigor que se merece, convocando en su redacción a auténticos expertos en la práctica forense que conozcan su letra y música, y no limitarse a los aportes doctrinales, por muy significativos que sean. En la docena de comisiones parlamentarias sobre proyectos de ley en las que he tenido el honor de participar, me ha llamado poderosamente la atención la ausencia generalizada de profesionales del derecho, que son quienes lidian en su tarea habitual con las eventuales carencias de las normas que se conciben y aprueban. Una contribución de ese tipo, además, asegura la fiabilidad de las aspiraciones legislativas, tantas veces formadas sobre intenciones de complicada viabilidad, así como el preciso detalle esperable en cada disposición, velando por su observancia.

Aparte de la oportuna redacción del articulado, fijando sin fisuras su contenido, debieran también introducirse pautas más específicas sobre la valoración de la prueba y la interpretación de las normas que permitan reducir las distancias que se observan a diario entre salas y juzgados sobre unos mismos acontecimientos. Cierto es que el régimen de recursos y la unificación jurisprudencial ya lo posibilita en cierta forma, pero no todos los asuntos resultan susceptibles de tales cauces ni tampoco parece lo mejor hacer perder a la ley su crucial servicio en nuestro sistema como eje vertebrador de las respuestas jurídicas.

Lo que está en juego aquí no es ningún capricho intrascendente. Es profundizar en nuestro Estado de Derecho sobre su misma base, posibilitando que la Justicia retorne al principio de legalidad, consolidando desenlaces iguales para problemas semejantes, y sobre todo fortaleciendo su indiscutible valor en toda sociedad moderna.

Javier Junceda, decano de la Facultad de Derecho de la UIC Barcelona y abogado.

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