El desnudo ofensivo

En el reino animal, es el macho el que se luce ante la hembra a la que pretende conquistar. Repaso —porque me gustan especialmente sus colores, sus quiebros en vuelo y exhibiciones prenupciales— la familia de las anátidas: el pato real con cabeza de verde aterciopelado acollarada y rizos presumidos en su cola; la hembra, en cambio, sobria y de un pardo contenido, salvo en las alas listadas de azul, réplica modesta de las del padre; el colorado macho, ¡qué cabeza coronada!; los porrones, común, pardo y moñudo, este con sus moños bien marcados; el silbón; el rabudo, qué elegancia en su cuello largo y su cola de lanza; el friso; el paleto —cómo planea vertiginoso—; las cercetas, común, carretona —guapas— y pardilla o roseta. Nos visitan también los tarros, blanco y canelo, intensamente tostados, y se zambullen las malvasías. Pero los machos de avutarda son los que de verdad presumen cuando encrespan sus barbas y despliegan sus colas. En todas las aves la humildad de la hembra —de colores apagados— excita la arrogancia del macho; hay casos —el somormujo lavanco— en los que la parada nupcial es singularmente esplendorosa.

Todos los caballos, los árabes, los españoles y los llamados purasangres ingleses —producto de cuidados cruces— se pavonean en alardes espectaculares y se engallan antes de penetrar a sus pudibundas hembras.

Los leones yerguen sus melenas en el éxtasis amatorio. Los astados machos presentan cuernos ornamentales, trofeos, muy superiores en dimensión y crestería a los de ellas, mochas en su mayoría. Los guapos, y no lo dudan, son los que padrean.

Culmino con el pavo real, cuya cola, en increíble abanico divinamente coloreado, aturde a la pava que se escabulle azarada en su amor, y lo contrasto con el comportamiento amatorio de los humanos, tan sorprendente y opuesto al de la animalia descrita.

El Perseo —Cellini— y el David —Miguel Ángel— se muestran pasivos desde su apostura viril y escultórica; sus pupilas incoloras, neutras, no convidan. En cambio, Klimt, en su «Judith y H.», y Zuloaga, en «La Condesa Anna de Noailles» (Connaissance Des Arts, Dic. 2011), inspirados en la gloriosa sinfonía pictórica del pavo real logran que las miradas activas de sus modelos seduzcan desde la profundidad de su embrujo. (Estas líneas van dedicadas a la insigne ecóloga M. F. AEYUO., de cuya sensibilidad disfruto a diario).

La mujer no solo mira y deja ver sus deseos a través de sus ojos; tiene, además, la piel más fina y la melena más rica, no conoce la calvicie y, cuando quiere ser fertilizada, rezuma gracia, salero. Su reacción positiva, aquiescente, se debe más a lo que oye (pensamiento, inteligencia) y a lo que siente ante la caricia que a lo que ve. Charles Laughton o Fernandel triunfaban tanto o más que Gary Cooper. Y Alain Delon, bonito, duró medio tiempo. Las guapas son ellas. El atractivo en el hombre está en lo que inventa, en lo que sueña, en lo que se le ocurre, en lo que siembra.

Él se entrega a la vista. Le encandilan la belleza, la gracia, la insolencia —justo lo contrario a la humildad de la hembra animal—. Aunque a la larga lo que realmente le enamora es la certera inteligencia femenina, el sentido común. Él vive obsesionado por su idea, su vocación, su semen creativo. Ella, más lista, por convertir en realidad, por fertilizar, las utopías, tanto viriles, la mayoría, como algunas propias.

Está claro que hoy, liberada, la mujer gobierna, contenta y prolífica, parte del mundo de la literatura, de la política, de la interpretación musical, y queda para el hombre, casi en exclusiva, el empeño obsesionante y creativo de las composiciones musicales, pictóricas, escultóricas y arquitectónicas, siempre abiertas a singularidades femeninas. La complementariedad es, creación y actualización, evidente.

Así que, si lo que insinúo osadamente es verdad, importa mucho que la mutua atracción se acrezca; que la reciente libertad y cercanía entre los sexos —cien años— no disminuya la emoción apasionada; que si los cuerpos se abrazan, distintos como son, en el amor, sumen sus diferencias positivas para el florecimiento de la vida.

El desnudo se ha posesionado del paisaje habitado y ha desterrado la curiosidad imaginativa. Hoy se ve lo que antes se adivinaba. Y los protagonistas de la desveladura son los modistos de gusto equívoco. A mí me sigue atrayendo —soy viejo— la «Venus del Espejo» de Velázquez, auténtico canon femenino, sin un hueso a la vista, y su carne, qué bien repartida; cómo quiebra la cintura sin un pliegue; cómo se luce la voluptuosidad de sus bellísimas piernas.

Recuerdo que (estudiando el ingreso de Arquitectura) frecuentábamos, para practicar el dibujo al carbón, la Escuela de Bellas Artes, en la que posaban modelos femeninos que debían cumplir algunas reglas. Entre ellas, una muy especial: de pie y erectas, debían ser capaces de sostener tres monedas de plata entre las piernas: la primera entre los muslos, otra entre las rodillas y la tercera entre las pantorrillas.

Hoy las modelos que pasean los diseños tienen un hueco tremendo —sí, tremendo— entre las piernas, que nacen separadas allí arriba para hacer imposible la amistad entre los fémures tristemente despojados y, por lo mismo, distantes.

Además, la moda parasitaria ha impuesto la falsa longitud de las piernas, real en algunas rusas o nórdicas, pero totalmente absurda para la proporción ejemplar de las meridionales. Y, vestidas o desnudas, las calzan con unos tacones desmesurados que las hacen caminar a saltitos. ¡Qué pena! Con lo maravillosamente que se mueven sobre bailarinas.
Pero la cosa va más allá.

Sobre los torsos anoréxicos, de costillas aparentes, ha proyectado pechos artificiales de desproporción evidente, calzados o quirúrgicamente recrecidos, impropiamente bamboleantes.

Los griegos y, después, los romanos esculpían bellezas femeninas jóvenes, de senos contenidos sin la mínima caída. La estética no ha sido superada. El argumento estaba y, claro, seguirá estando en los pezones, que, si son auténticos, responden a la caricia.

Lo que seduce al hombre es la mirada, lo que cuentan unos ojos que interpretan el alma, el alma capaz de ordenar, de cuidar, de ayudar, de gobernar el ámbito, el propio y el del varón, que obseso por conseguir, se pierde, si vive solo y triste, si no le dicen «te quiero» aunque…

Hoy, cuando la mujer ha salido a la vida pública y demostrado su talento tan necesario, particular y diferente del viril; cuando su mirada clarividente emana de su faz, de su cabeza bien colocada, resulta improcedente que se comercie con su desnudo, con su cuerpo esquelético, con su servidumbre a unas pasarelas degradantes.

La emocionante victoria sobre el pudor recatado ha pasado a la historia. La mujer, que inevitablemente quiere a sus hijos, debe saber imprescindible el atractivo de su dignidad y apariencia natural para lograr el emparejamiento creativo, el que siembra estirpe y futuro.

Les he contado como si supiera, desde una seguridad de la que carezco, pero quiero transmitir lo que siento.

Por Miguel de Oriol e Ybarra, doctor arquitecto. Académico de número de la Real de Bellas Artes.

3 comentarios


  1. Puede sorprender a alguno pero me parece un artículo clarificador y crítico con la banalización del desnudo.
    Pienso que Oriol acierta en su crítica a los modistos de gusto equívoco o ambiguo que imponen una moda perjudicial para la mujer. La provocación y la procacidad van en contra de la mujer y quita toda poesía y humanidad al sexo, al desnudo, y a la dignidad de la mujer.

    Responder

  2. EL ESCRITO DEL ARQUITECTO ORIOL ME AYUDA A DARME CUENTA DEL ENGAÑO A QUE NOS SOMETE CIERTO ARTE, CIERTA MODA Y CIERTA VESTIMENTA. FUERA LOS ESQUELETOS Y LOS IMPLANTES. LA BELLEZA DE LA MUJER O DEL HOMBRE NO SE PUEDE MEDIR EN CENTÍMETROS. PIENSO LO MISMO QUE ORTIGOSA. GRACIAS POR ESAS IDEAS.

    Responder

Responder a Sandra Moreno Cancelar la respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *