La llamada “primavera árabe” produjo una oleada de esperanza entre quienes propugnan la democratización de los regímenes autoritarios del mundo árabe o luchan por ella. Ahora, a raíz de los cambios de dirigentes en Túnez, Egipto, Libia y el Yemen y con una brutal y encarnizada guerra civil en Siria y en medio de una situación cada vez más tensa en Bahrein, el Sudán, Jordania y el Iraq, se habla mucho de un cambio importante –y esperanza de mejora– en la naturaleza y las perspectivas del Estado árabe.
Pero la esperanza –“una cosa con plumas”, como dijo la poetisa americana Emily Dickinson– presenta con frecuencia pocas semejanzas con las realidades en el terreno. De hecho, volviendo la vista a la tierra, la belleza de la “primavera árabe” parece haber dado paso a un invierno casi insoportable.
Pese al optimismo infundido hace dos años, las realidades políticas siniestras pueden estar volviendo el sistema de los Estados-nación incompatible con el nuevo mundo árabe que está surgiendo. A consecuencia de ello, la pregunta sobre cómo podrá la región mantener la estabilidad sin Estados-nación estables está cobrando un carácter candente.
Cierto es que los problemas de los países árabes varían en grados y tipos. Algunos de ellos, como, por ejemplo, Egipto y Túnez, tienen instituciones históricamente asentadas para contribuir a la dirección del proceso de construcción institucional posterior al conflicto e impedir el desplome completo del Estado. Otros, como Bahrein y Jordania, parecen relativamente estables, pero la mayoría están experimentando desastrosas contracciones de la producción en medio de restricciones fiscales muy duras y sistemas monetarios casi desplomados, lo que socava dos componentes integrales de un Estado-nación logrado: la independencia económica y el crecimiento sostenible por sus propios medios.
Además, cada uno de los países ha elegido a dirigentes (o ha apoyado en gran medida a los rebeldes) vinculados con el movimiento islamista revolucionario panárabe Hermanos Musulmanes (o, en el caso de Bahrein, con los objetivos islamistas revolucionarios del Irán). Así, pues, están sometidos a una ideología religiosa que transciende el Estado-nación y no a organizaciones con planes viables para la estabilidad social, la prosperidad económica y la seguridad política dentro de las fronteras nacionales.
La vulnerabilidad que ello entraña ya ha tenido como consecuencia la reciente desintegración del Sudán en dos Estados. El Gobierno autoritario de este país y su división social conforme a líneas religiosas, junto con las dificultades económicas y la ineptitud política, precipitaron el desplome de la autoridad del Gobierno central en el sur del País, de mayoría cristiana.
El mismo proceso parece estar dándose, aunque a un ritmo más lento, en el Iraq, en medio de una lucha constante para unir dos etnias, los árabes y los kurdos, además de los adeptos al islam suní y al chií, en un solo Estado-nación. Se está erosionando gradualmente la autoridad central a medida que el país sigue escindiéndose en regiones étnicas y sectarias, con un Estado soberano kurdo de facto ya bien afianzado en el norte.
Entretanto, en el Yemen la posibilidad de una autoridad central adecuada está desapareciendo a medida que el país afronta problemas aparentemente muy arduos: desde las divisiones internas y los movimientos separatistas a la franquicia de Al Qaida en la península Arábiga, pasando por una economía debilitada. El sur (Aden) y el este (Hadramut) van rumbo a la independencia, con lo que arrastran al Yemen a otra lucha de secesión casi 25 años después de la frágil unificación del país.
En Libia, el desplome del régimen del coronel Muamar El Gadafi ha sumido el país en el caos y ha diezmado la autoridad del Gobierno central. En el sur reina la anarquía, mientras que el este está gobernado por el Consejo Regional de Bengasi; sólo el oeste sigue sometido al Gobierno, poco consolidado, de Trípoli.
La situación es aún peor en Siria, donde la más sangrienta de las revoluciones árabes ya se ha cobrado más de 75.000 vidas, por culpa principalmente del tiránico régimen de Bashar El Asad. Mientras el Estado sirio se deshace, el inevitable desplome del régimen provocará el desmembramiento permanente del país, con lo que se creará un Estado kurdo de facto en el nordeste, enclave autónomo oriental para los alauitas supervivientes, y una entidad meridional para los drusos.
Si bien los Estados bahreiní y jordano han demostrado ser mucho más estables relativamente, no son inmunes a la inestabilidad. Desde luego,. la rebelión chií en Bahrein, rehén de una oportunista facción revanchista iraní, no ha logrado fomentar el desplome de la monarquía de Jalifa y en Jordania la legitimidad religiosa de la monarquía hachemita ha sostenido el Estado frente a la amenaza en aumento que representan los Hermanos Musulmanes, mientras que el miedo a que la violencia regional se propague al Reino ha frenado de momento el deseo de rebelión de los jordanos.
Pero los dos Estados carecen de los ingresos nacionales necesarios para sostener sus instituciones. Si desean sobrevivir hasta bien entrado el siglo próximo, probablemente tendrán que formar parte de una unión apoyada por un Estado-nación mayor, más poderoso y más asentado.
Además, la desintegración habida ya en la región –y que continuará sin lugar a dudas– repercutirá allende el mapa árabe con la creación de un Estado kurdo, que, ya exista de facto o con un reconocimiento oficial generalizado, tendrá un efecto duradero en las fronteras del mundo árabe (Siria y el Iraq) y en el Oriente Medio más amplio (Turquía e Irán).
La “primavera árabe” ha derribado algunos regímenes, aunque no otros, pero más importante aún es que en todo el mundo árabe –y allende esa región– ha puesto en entredicho la viabilidad del Estado-nación. La época de las rebeliones puede haber pasado, pero la del ajuste de cuentas está por venir.
Nawaf Obaid is a visiting fellow at the Belfer Center for Science and International Affairs at Harvard University’s Kennedy School of Government.