El desplome exterior de España

Los empresarios nacionales y la prensa extranjera son los mejores indicadores para medir el estado -relevante o no- de nuestra presencia exterior. Ambos sistemas de medición ofrecen resultados deplorables: España se ha desplomado como punto de referencia internacional -entre otras razones de menor enjundia- por una de las carencias más evidentes del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero que es la de política exterior. El Ejecutivo y su presidente no dejan de perpetrar torpezas en el ámbito de las relaciones exteriores. Lo que sucede en buena medida por la fragilidad de las políticas domésticas y el progresivo debilitamiento del Estado como sujeto de decisiones sustanciales en beneficio de determinadas comunidades autónomas, siendo los casos catalán y vasco los más significativos. Pero al margen de la depredación autonómica hasta del protagonismo gubernamental en la política exterior, al Gobierno le ocurre que no dispone de una correcta detección de nuestros intereses fuera de las fronteras españolas y ha regresado en la elaboración de su precaria política internacional a planteamientos ideologizados que asemejan nuestra acción exterior a la propia de un país no alineado de los años setenta.

Fiascos diplomáticos como la última cumbre Iberoamericana en Montevideo -faltaron muchos de los principales mandatarios- o la bilateral del pasado jueves en Gerona con Francia -a la que no acudieron los ministros de Interior como si el terrorismo y la inmigración fuesen asuntos menores en las relaciones entre París y Madrid- son síntomas de distensión de la proyección exterior de España que se acrecienta con espectáculos tan romos -en lo político y en lo estratégico- como la presentación en sociedad de la denominada Alianza de Civilizaciones en Estambul. Que nuestro presidente suscriba un documento con Jamamí -un sedicente moderado del régimen integrista de Irán- y con Erdogan -un islamista también supuestamente moderado que se ha negado a recibir personalmente al Papa en la visita a su país la próxima semana-, en el que se propugna una serie de tópicos buenistas bajo la atenta y rentable -para él- mirada del secretario general saliente de las Naciones Unidas, Kofi Anann, constituye uno de los episodios más extravagantes de la política exterior de un Estado de la UE. Porque rechazar el choque de civilizaciones no lleva necesariamente a la alianza de éstas y menos aún en comandita con Turquía cuyas relaciones con la Unión Europea atraviesan por una crisis manifiesta y en donde el rebrote islamista parece estar propiciando la recesión del «kemalismo» laico en el que se funda aquel Estado.

Al tiempo que esto ocurre, menudean los choques estériles -además de innecesarios-con los Estados Unidos que han requerido -precisamente desde las páginas de ABC- de la respuesta de su embajador en Madrid, y también con Alemania cuando un alto cargo y candidato a la alcaldía de Madrid por el PSOE -Miguel Sebastián- se permite atribuir a la canciller Merkel «la politización de la OPA sobre Endesa», asunto que ha envenenado las relaciones con la Comisión Europea -nos ha abierto un expediente sancionador-, mientras tampoco logramos sostener con Marruecos la fluidez que el propio presidente del Gobierno suponía. Los aplazamientos sucesivos de su visita a Rabat establecen un nuevo -y previsible- distanciamiento con nuestro vecino del sur, en tanto que con el del norte Rodríguez Zapatero parece tener química, pero sólo con Chirac, que está de salida y no con Sarkozy que está de entrada. Mejor no continuar con los despropósitos demagógicos que nuestro Gobierno comete en Cuba, en Venezuela o en Bolivia, sin olvidar el patinazo de mezclar al Rey en una improcedente mediación entre Argentina y Uruguay a cuenta de una instalación papelera en discordia. Por si todo esto fuera poco, la visita de Teodoro Obiang Nguema, el dictador guineano, pone la guinda de la inconsistencia en el pastel que con ingredientes incompatibles entre sí cocina el Gobierno a modo de política exterior.

La gestión de los intereses nacionales fuera de nuestras fronteras -intereses empresariales, lingüístico-culturales y estratégicos- no es una opción gubernamental, sino una obligación estricta y prioritaria en un ámbito político y económico progresivamente globalizado. Hoy la política exterior ya no se hace en las embajadas, ni la conducen los diplomáticos -la carrera que requiere de esa reforma que nunca llega y que cuando lo hace de la mano del Gobierno socialista es para acecharla por elitista, como está ocurriendo con los cuerpos superiores de funcionarios del Estado en general-, sino que es tributaria de los intereses del desarrollo económico y social de las sociedades compartimentadas en Estados. En otras palabras: la política exterior española la debería marcar el desarrollo de nuestras empresas -sector energético, sector financiero, sector inmobiliario, sector turístico-; la expansión de nuestro idioma -el español supone casi un quince por ciento del PIB- y el posicionamiento nacional en relación con los grandes conflictos y retos de nuestro tiempo: Oriente Medio, el nuevo populismo en los países Iberoamericanos, la unidad europea y su institucionalización, la relación con los Estados Unidos, el fenómeno de la inmigración, el nuevo horizonte que se abre en Asia con China a la cabeza y la pertenencia a la civilización occidental amenazada por un Islam en franca expansión conducido por los sectores más radicales para los que todo ciudadano que no profese su fe es un «kafir», es decir, un infiel.

La política exterior de un Gobierno es la expresión también de un compromiso en la proyección de sus políticas internas. Si el Ejecutivo -es lo que ocurre en España- está ayuno de convicciones firmes en lo doméstico, lo estará en lo externo. El fortalecimiento del discurso estatal es, en este terreno, esencial; como lo son las políticas sectoriales en economía, en cultura y en el modelo de valores cívicos. De tal manera que no hay éxito exterior si no se asienta con firmeza en políticas sólidas en el interior. Eso no sucede ahora en España y explica que el Gobierno socialista naufrague cuando se asoma más allá de los Pirineos o del Estrecho de Gibraltar.

Quede claro, sin embargo, que el desplome exterior de España -su irrelevancia- no es simplemente una cuestión política. Afecta, o lo hará en el futuro, a una variable importante del desarrollo de la sociedad española en la medida en que la integración de los ciudadanos en ámbitos superiores al nacional y estatal -a modo de círculos concéntricos- ha establecido nuevas posibilidades y ofertado más numerosas oportunidades. En aprovechar unas y otras consiste buena parte de la acción exterior del Gobierno que requiere de gestores con fiabilidad en foros muy exigentes, con capacidad de compromiso y con solvencia personal y política. Por desgracia, atravesamos por uno de esos oscuros momentos exteriores en el que España, de nuevo, es visualizada como un problema en el tablero internacional en el que las cosas se hacen tan mal -tan pésimamente mal- como el supuesto acuerdo sobre Oriente Medio patrocinado por nuestro presidente que ha elevado la incompetencia política del Gobierno español en política exterior hasta el sonrojo colectivo.

José Antonio Zarzalejos, director de ABC.