El despotismo ilustrado y la Unión Europea

El despotismo ilustrado fue una creación genuinamente europea. Su principio inspirador es conocido. Una élite, alrededor de un monarca absoluto, interpretaba desde la razón qué era lo más conveniente para el pueblo, por supuesto sin preguntarle. Este grupo albergaba dos convicciones inquebrantables: la razón proporciona todas las respuestas; y preguntar al pueblo es inútil, pues se guía por aspiraciones, sentimientos o temores, todos ellos irracionales. La historia de la Unión Europea ha sido, en gran medida, un nuevo episodio de despotismo ilustrado. El objetivo, recordemos, era poner fin a la pesadilla recurrente de una guerra por generación. En el inicio, una federación o comunidad de pueblos europeos era impensable. Por una parte, los horrores de la guerra estaban todavía a flor de piel; por otra, la Europa de Estados soberanos surgida de Westfalia seguía siendo el principio inspirador de cualquier posible nuevo orden político. Era inevitable que los proyectos considerados más políticos, «la Federación Europea», «la Comunidad de Defensa», fracasaran.

Los padres fundadores de la Unión rompieron este nudo gordiano con una idea genial: pongamos en común intereses, sobre todo económicos y, poco a poco, surgirá un demos europeo, un sentimiento común de pertenencia a una entidad superior. Este método, llamado funcionalismo, ha inspirado el proyecto europeo durante 50 años. Se fueron poniendo en común las producciones de carbón y acero primero, la agrícola después y más adelante todas las necesarias para ir construyendo un mercado único. No se preguntaba a las opiniones públicas. Éstas habían aceptado, ¡cómo no iban a hacerlo! La necesidad de la reconciliación y el trabajar juntos como mejor manera de alcanzar ese objetivo.

Más allá de esa difusa legitimación política, un cuerpo de funcionarios en Bruselas se encargaba de los detalles. La alianza, curiosamente, también funcional aunque el término tenga aquí un significado distinto, entre la élite política y la burocrática empezó, como suele suceder, a generar su propia narrativa de construcción europea, cada vez más alejada de los ciudadanos. Cierto que cuando se les preguntaba, éstos manifestaban un rechazo difuso pero evidente. Esto se asignaba a «causas internas que explican el descontento de ese o aquel electorado» o, en los pasillos de Bruselas, a la «miopía, cuando no ceguera, que incapacita a los ciudadanos para valorar el proyecto europeo en toda su grandeza». Voltaire no lo hubiera expresado mejor, aunque quizá sí de forma más elegante.

La elección directa del Parlamento Europeo, como método para resolver este llamado déficit democrático, fue una huída en la dirección equivocada. Una Cámara, supuestamente más legítima - olvidando que la legitimidad sigue siendo local, nacional, no europea- entró salvajemente en el juego institucional de Bruselas de ganar influencia a costa de las demás instituciones. Un juego necesariamente de suma cero -las competencias están fijadas- que consume tiempo y capital político, incomprensible para los ciudadanos. Así, el Parlamento Europeo es ahora parte del problema y no de la solución. Lo mismo sucedería con un presidente de la Comisión elegido por sufragio universal como ha propuesto el partido de la canciller Merkel, la CDU. La Comisión no es un Gobierno, es un órgano de propuesta, vigilancia y supervisión, la guardiana de los Tratados. Dar a su presidente otra supuesta legitimidad democrática no aumentaría su eficacia pero sí la tentación de convertirse en el Estado número 28.

La crisis del euro es la metástasis de este modelo de construcción europea por el pueblo pero sin el pueblo. Los creadores de la moneda única sabían perfectamente que el euro necesitaría una política monetaria, una fiscal y una económica. De las tres, la más fácil -la menos política- era la monetaria. Y en la mejor tradición europea echaron a andar, llenando de euros el bolsillo de unos ciudadanos a los que nadie explicaba las consecuencias, si finalmente el diseño de las tres políticas no se completaba. La crisis ha sido el momento de llevar a cabo esa tarea. Pero la política fiscal implica redistribución de rentas. Y no hay nada más político que redistribuir rentas. Y no hay nada más difícil que hacerlo cuando se han hecho más exiguas. Los ciudadanos alemanes o finlandeses, legítimamente, se han negado. Y el modelo ha colapsado.

El despotismo ilustrado se ha agotado. Es ilustrativo recordar cómo llegó a su fin en el siglo XVIII. La burguesía, la parte más dinámica de ese populacho al que no había qué preguntar, reclamó su papel en el gobierno apoyándose en que los recursos que lo hacían posible salían de su bolsillo y, sobre todo, al proclamarse portadores de una nueva razón, la del mercado, a sus ojos mucho más natural y racional que la de una élite aristocrática desconectada de la realidad.

¿Y ahora qué? La primera tarea es, evidentemente, resolver la crisis del euro. Cualquier solución pasa por un modelo fiscal que implique pérdida de soberanía para todos los Estados de la Eurozona. Si no se avanza, y rápido, en esa dirección, que implica todas las soluciones parciales que se han escrito (eurobonos, tesoro europeo, super comisario económico dependiente de Comisión y Consejo, etcétera) el colapso de la moneda única es inevitable.

Pero más allá de la imperiosa necesidad de salvar la moneda única, el reconocimiento de la realidad, de los límites democráticos de la construcción europea, va a marcar el futuro de la Unión. Las soluciones parciales de este último año y medio están ya teniendo profundas consecuencias en los equilibrios internos de la Unión y anticipan el modelo futuro. Es perceptible ya una mayor influencia de los gobiernos en detrimento de las instituciones comunitarias. Esto es lógico si tenemos presente que se está dirimiendo, como antes se señalaba, uno de los problemas más políticos a los que se enfrenta una sociedad: cómo distribuir la riqueza. El peligro de este cambio en el equilibrio interno es que la debilidad de la Comisión se extienda a áreas ya consolidadas y que funcionan correctamente como el mercado único o la política de competencia.

Está hundiéndose también la ficción de que todos los Estados miembros son iguales. Nunca funcionó en realidad, pero, ¿alguien cree ahora que Grecia o Portugal tienen derecho de veto en nada? En política exterior, el repliegue de la Unión sobre sí misma buscando la solución del problema se ha traducido en una sensible pérdida de proyección exterior, precisamente en el momento en que el Tratado de Lisboa había creado los mecanismos para reforzar esa proyección. En el orden interno, se está abriendo un foso entre los Estados miembros del euro y los que no lo son. Cualquier solución a la crisis tendrá necesariamente que aumentar esas diferencias con consecuencias también inciertas para el futuro.

Pero la ruptura más dramática, y la más difícil de recomponer en el futuro, es el resurgimiento del nacionalismo definido, en el más puro estilo histórico europeo, no ya como plasmación de una identidad sino como afirmación frente al otro. Basta leer la prensa griega o alemana u holandesa para darse cuenta de la dimensión que está alcanzando esta tendencia. No olvidemos que la principal magia de la construcción europea fue precisamente hacer olvidar esa afirmación yuxtapuesta de identidades.

Si queremos recuperar esa magia, la Unión Europea debe centrarse en proporcionar los bienes públicos que la gente necesite y acepte. La Unión ha buscado su legitimación de dos maneras. En primer lugar, por la eficacia, sirviendo a los ciudadanos mejor que sus Estados; en segundo lugar, mediante la narrativa de un futuro maravilloso de ilustrados, visionarios del futuro. Esta narrativa está muriendo, el sueño europeísta se está convirtiendo en una pesadilla que hace a la gente más pobre. Pero nos queda un sueño mejor: construir una Europa que proporcione a sus ciudadanos lo que sólo ella puede darles: un punto de referencia ante la globalización y una palanca para incorporarse plenamente a un mundo globalizado; un espacio vital sin fronteras mayor, más diverso y más rico.

Corremos el riesgo de convertirnos políticamente en lo que somos geográficamente: una pequeña península de Asia. Sólo una Unión, sin narrativas fantásticas, puede evitarlo y devolvernos el legítimo orgullo de ser europeos.

Por Enrique Mora Benavente, diplomático experto en asuntos europeos.

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