Hace unas semanas, en un funeral, cuando se hizo el merecido elogio del fallecido se destacó algo así como que había trabajado con gran compromiso y dedicación y, se añadió, “no como un funcionario”. Hasta ahí podíamos llegar. Tenemos un problema. Un serio problema. Algo va mal, muy mal, cuando “funcionario” solo se usa como manera de insultar o descalificar a alguien. Una funcionaria de dedicación y convicción –pero también con buenas dosis de frustración– comentaba no hace mucho que cuando su hija le planteaba cómo enfocaba sus estudios universitarios y su carrera profesional ella le decía “sobre todo, no te hagas funcionaria”.
Tenemos no uno, sino dos problemas. Dos serios problemas. Por una parte, la consolidación del estereotipo sobre los funcionarios, como si fueran unos vagos y acomodados recalcitrantes. Y, en el contexto de la crisis actual, esto se adereza con el mensaje de que son unos privilegiados. Que hay fundamento empírico para que según qué valoraciones no cabe la menor duda, y no perderemos el tiempo en ello. Que algunas prácticas sindicales no ayudan precisamente a disolver algunos estereotipos, tampoco lo negamos. Pero hay multitud de funcionarios con vocación y compromiso de servicio público desaprovechados y desanimados en una estructura de la administración pública cuya reforma es una de las más clamorosamente y reiteradamente incumplidas promesas electorales. Una administración en la que demasiado a menudo si trabajas bien no pasa nada, y si trabajas mal, tampoco. Los directivos y profesionales con vocación de servicio público en la administración pública no son, como se decía antes, ni vagos o maleantes ni –como se podría deducir del CV de la mayoría de actuales ministros del Gobierno de España– políticos agazapados a la espera de o en transición a cargos políticos. Pero la falta de reformas en la administración y la falta de reconocimiento y valoración del trabajo específico de directivos y profesionales con vocación de servicio público hace más penosa y depresiva su situación y más lacerante el uso de “funcionario” como forma de desconfianza, insulto o desprecio.
En los últimos tiempos, por ejemplo, se ha puesto de moda lamentarse hipócritamente cuando algunas encuestas nos revelan que nuestros jóvenes preferirían ser funcionarios. No lo tenemos tan claro. Los jóvenes no quieren ser funcionarios: lo que quieren es tener un trabajo estable, que es muy distinto. Claro que hay quien confunde estable y garantizado de por vida, pero ante lo que está cayendo algunas jeremiadas de opinador profesional no son más que cinismo. ¿Tan irracional e irresponsable es que alguien aspire a un mínimo de estabilidad laboral? Y, claro, la gente mira a su alrededor y encuentra la estabilidad donde la encuentra. Aún no hemos constatado nunca que alguno de los que se lamentan de que haya un número significativo de jóvenes que dice querer ser funcionario profiera este lamento desde una situación personal de precariedad e incertidumbre laboral. Algunos de quienes se lamentan son a su vez funcionarios.
Y frente al escándalo que les genera a algunos tamaña insensatez juvenil, se contraponen los míticos y mitificados valores que atesoran los emprendedores. Necesitamos potenciar, reforzar, facilitar y apoyar a los emprendedores. Sin ellos no saldremos de la crisis. Todo lo que sea crear condiciones para el desarrollo empresarial y emprendedor será poco. Pero reconocer todo lo anterior no nos debe hacer olvidar algo cada vez más constatable: el discurso a favor del espíritu emprendedor se está usando como una forma de culpabilización. Es como si se dijera a tanta y tanta gente: si las cosas no te van bien, tu verás; a ver si espabilas, porque de ti depende todo. Hay que valorar, potenciar y reforzar el esfuerzo y la iniciativa, y combatir una cierta pasividad acomodaticia que siempre espera que venga alguien a resolverme los problemas. Pero no todo el mundo puede, quiere –ni debe– ser emprendedor. Y hay que combatir la tendencia creciente a reducir los problemas sociales a (in)capacidades personales. Es como si la nueva ideología dominante consistiera en predicar que las cosas están mal, pero que cada uno es el único culpable de lo que le pasa.
Pues bien (y para decirlo provocativamente): ojalá hubiera más jóvenes que, de verdad –pero de verdad–, quisieran ser funcionarios. Porque aquí es a donde queríamos llegar. El uso de “funcionario” como insulto y desprecio esconde y expresa el gran problema que tenemos entre manos: la desvaloración de lo público, de la orientación al bien común y, más concretamente, del servicio público. Y esto es algo que nunca nos deberíamos permitir. Necesitamos una administración pública más ágil, eficiente, transparente, orientada a resultados, respetuosa con el ciudadano y a su servicio; con una actitud que no sea prepotente pero tampoco servil con el ciudadano, al que también hay que educar en los deberes de una ciudadanía responsable y no reducirlo a ser un demandante insaciable de servicios públicos. Todo esto requiere algo fundamental: el reconocimiento, la valoración, la promoción y el prestigio del servicio público, de los servidores públicos, de los… funcionarios.
El uso generalizado y peyorativo de “funcionario” como un arma de desprestigio masivo no es más que un estúpido modo de erosionar y disolver nuestra propia condición de ciudadanos.
Àngel Castiñeira y Josep M. Lozano, profesores de Esade (URL).