Tenía cinco o seis años y mi padre me había regalado un lapicero. Era un estilizado exágono, cuyo barniz amarillo brillaba seductor y, al final, se veía la oscura y afilada punta del grafito, surgiendo de la madera. Había llegado a mis manos como un premio. Algo habría hecho bien, porque mi padre, que no había estudiado Pedagogía, aplicaba a la educación el mismo sistema que los domadores: sardina para la foca, cuando ha cumplido las órdenes, o desprecio evidente y golpe en el hocico, cuando se ha distraído.
Al día siguiente teníamos que tomar el tren y yo manifesté el deseo de llevarme el lapicero. Mi padre me advirtió que podría perderlo, y yo insistí, caprichoso, y él accedió.
Para la generación del móvil a los once años les puede parecer incomprensible que yo le concediera valor a un modesto lapicero, pero me estoy refiriendo a la mitad del siglo pasado, cuando todavía los bolígrafos no se comercializaban en las tiendas, y los trenes iban dotados de calefacción, pero no de aire acondicionado, por lo que las ventanillas se podían subir y bajar.
Jugando con mi apreciado regalo, deposité el lapicero, paralelo a la hendidura por la que la ventanilla se deslizaba y, naturalmente, el lapicero desapareció hacia el fondo. Se lo expliqué a mi padre, y mi padre no corrió en auxilio de mi desconsuelo anunciando que me regalaría otro, ni intentó la inútil tarea de recuperarlo. De una manera sosegada, tranquila, exenta de emociones, dictaminó: «Pues te has quedado sin lapicero». Y el tren siguió su marcha, con tanta indiferencia como la que noté en mi padre, mientras asumía esa lección inolvidable, que es la de la experiencia en los fracasos.
Pertenezco a ese par de generaciones de españoles que nos educaron en el incentivo de los premios, cuando cumplíamos con nuestro deber o, mejor aún, nos excedíamos algo más, y en la asunción de que los errores formaban parte de nuestra responsabilidad. Y no quiero hablar de esa inmadurez social en la que todo el mundo parece que está entrenado para echarle la culpa a los demás, sino del peligroso destierro del mérito, de ese orillamiento al que contribuye una clase dirigente empresarial, que ha olvidado que, de la carreta que sale de la mina, lo importante no es la pirita argentífera que contiene, sino la persona que la empuja. Hoy, sueltas esto en un círculo de economistas, y es posible que hubiera que avisar a alguna ambulancia, debido a las consecuencias de los fuertes ataques de risa, provocados por lo que a los pragmáticos les parece un disparate.
Y, sin embargo... Un establecimiento de hostelería, al que iba bastante, situado en el centro de Madrid, acometió una reforma millonaria. El interior se decoró con un gusto exquisito, y el personal era amable y servicial. El encargado y los camareros, tanto ellas como ellos, poseían una memoria prodigiosa y recordaban los gustos del cliente, y lo que solía pedir, según la hora. Parecía que la selección de personal había sido llevada a cabo por alguno de esos profesionales dotados de tanta experiencia como talento. No obstante, los dueños, que tanto dinero habían invertido en la decoración y en el confort del mobiliario, parece que eran menos generosos a la hora de conservar al personal, y aquél equipo humano admirable se fue desflecando. Primero, desapareció el encargado; luego, fueron marchándose hacia otras empresas la mayor parte del cuadro primigenio y, hoy, ha descendido notablemente la clientela, y si yo voy, en alguna ocasión, es porque el único que ha permanecido allí es el eficaz y simpático limpiabotas.
El destierro del mérito en las empresas es pavoroso. De la misma manera que los políticos, lo primero que descubren al llegar al poder es lo fácil que resulta recaudar más si suben los impuestos, en los ejecutivos contemporáneos el hallazgo que más les deslumbra es que se pueden reducir costes achicando las plantillas, y aplican dos procedimientos: despachar a los que pueden y son más caros, y sustituir a los veteranos, por muy bien que lleven sus departamentos, por personal más joven, que no tiene experiencia, pero que cobran una nómina bastante inferior.
A muy corto plazo el resultado es positivo, pero, como en la cafetería-restaurante a la que aludía al principio, es probable que la ausencia de trabajadores excelentes, y la larga espera para que los nuevos completen su aprendizaje y se parezcan a sus antecesores, pueda provocar quebrantos económicos superiores a los del ahorro inmediato.
Si en la empresa privada, la proliferación del mando alto e intermedio mediocre despacha el mérito y la excelencia, porque el mediocre siempre tiene miedo a que se descubra su mediocridad, los partidos políticos, cuando llegan al poder, designan a los cargos, no según los méritos personales, sino según su grado de fidelidad perruna a quienes mandan en el partido, con absoluta independencia de currículos y competencias. Y conste que a mí me parece que los políticos cobran poco dinero, si están preparados y poseen talento y ganas de trabajar. Pero es un exceso desmoralizador lo que cobran algunos que ni siquiera les quedó tiempo para completar una modesta licenciatura universitaria.
Un médico, después de estudiar durante seis años, debe prepararse durante otro para superar las pruebas del MIR. Si logra ser aceptado como Médico Interno Residente le esperan dos años de prácticas, en las que se le recompensará con unos trece mil o dieciséis mil euros al año, dependiendo de las guardias. En esa misma ciudad, puede haber un director general de la comunidad autónoma, que no completó los estudios de enfermería, pero que su fidelidad al partido ha sido recompensada con una dirección general en la Consejería de Sanidad, donde puede cobrar sesenta mil euros mensuales, amen de disponer de coche oficial con chófer, una nutrida secretaría, y hasta es posible que pueda nombrar algún familiar o amigo como asesor. Teniendo en cuenta que el presidente del actual Gobierno ha nombrado presidente de la empresa estatal de uranio a un filósofo, ajeno a la gestión, y que sustituirá a un ingeniero industrial con larga experiencia, el destierro del mérito no es una excepción o una extravagancia, sino la implantación de la costumbre.
La desmoralización que produce en esta sociedad este tipo de arbitrariedades es terrible. El desaliento entre los jóvenes preparados, sacrificados, que renunciaron al asueto en beneficio de la adquisición de conocimientos, idiomas y experiencia, es demoledor. Más les hubiera valido apuntarse a un partido en su rama juvenil, sestear por alguna universidad, hacer méritos políticos, y podrían llegar a ser parlamentarios europeos. Una chica, de cuyo nombre no quiero acordarme, que impartió algunas clases de Formación Profesional, sin plaza adjudicada, cuidó ovejas en Islandia, fracasó en un negocio comercial, y llevó a cabo un máster de hostelería, trabajando como camarera durante tres años, acude a Estrasburgo en nombre de Podemos, y cobra unos 156.000 euros anuales, algo que es bastante superior a lo que percibe un investigador oncológico español, reconocido en el mundo.
Este destierro del mérito, está proscripción de las recompensas para los más capaces, ocasiona un destrozo terrible y estimula la injusticia. Es algo que todo el mundo contempla, y que nos puede conducir a una clase política a la que sólo acudan los vagos, los incapaces, los mediocres, los mentirosos y los corruptos. Y quienes fomentan todo ello es probable que ganen las próximas elecciones, pero creo que están arruinando y pervirtiéndose los valores de la próxima generación, porque cuando se juega sobre los vacíos lo más fácil es que el lapicero del premio desaparezca por la hendidura. Y lo terrible es que el lapicero pertenece a toda una nación.
Luis del Val, escritor.
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Querrá decir 60.000 anuales, Luis.
Me ha gustado. Mi padre era así.
Saludos.