El destino de Enrique Ponce

En su vigésimo séptima temporada y tocado por el inconformismo de los maestros que saben infinitas las posibilidades e inciertos todos los límites, Enrique Ponce, torero histórico, ha conseguido convertir en realidad su penúltimo sueño, por él mismo bautizado con el nombre de Crisol, haciendo del coso de La Malagueta el sanctasanctórum del toreo gracias al coprotagonismo absolutamente imprescindible de Jaraíz, astado de Juan Pedro Domecq, y digo absolutamente imprescindible porque esa tarde, sobre las iluminaciones contadas de Javier Conde y por más que brillara Estrella Morente, que estuvo memorable cantando a San Juan de la Cruz, empezó a lograrse por lo fundamental: por el toro.

Crisol nació con la expectación de muchos (entre los que me contaba) y las objeciones de otros, ellos sabrían por qué. Lo nuevo siempre suscita runrunes, ya que, como advirtió Schiller, «todo lo nuevo, incluso la felicidad, causa espanto»: el espanto que paraliza por el miedo al fracaso, barrera que únicamente los elegidos se atreven a traspasar. Cuando Ponce citó al juanpedro que partió plaza, ofreciéndole el revés de la muleta, y este aceptó su llamada, en ese momento comenzó a sentirse aquella música callada del toreo que decía Bergamín, la que tan solo se escucha de tarde en tarde.

El destino de Enrique PonceLos naturales siguientes y el pase alado de pecho que rubricó la serie sancionaron en un amén la identificación. Unidos toro y torero a derechas e izquierdas, en La Malagueta se aposentó una sensación de promesa cuajada de plenitud. Veneros hondos en la muleta, azul de mar en las acometidas, la brisa en susurros de la alegría apoderándose de los aficionados. Ponce encajado ante las embestidas intermitentes del primer toro hacia la llama de la muleta, aquello empezaba por derecho. Y es que, como escribió Cervantes, «principio quieren las cosas».

Mejor dicho: principio, sosiego, serenidad y, muy especialmente, fidelidad al toro, ayudándole a manifestarse en grandeza desde que salta al ruedo. Jaraíz, domecq de libro, perdió las manos en los delantales de recibo. Para mí se trató del momento en que la sombra se convirtió en luz. Abundan los diestros que, en esa encrucijada, acaban con las faenas, exigiendo por debajo en verónicas de calidad, de calidad sí, pero definitivas. Siempre recordaré –cómo olvidarlo– los doce lances de Morante a un victorino en Sevilla la tarde en que se midió con ellos en mano a mano con El Cid, los seis primeros de poder a poder, los seis restantes quintaesenciándose. Desde tablas a la boca de riego. Fue una de las apoteosis de La Maestranza, apoteosis únicas e inigualables. Pero la faena se acabó en aquel imposible, entretejido de hechicería.

Ponce es catedrático en el recibo y a la hora de dirigir a sus hombres: las varas en el sitio debido y capotazos de calidad, si acaso con uno de menos, nunca con uno de más. El comienzo de sus faenas se explica por el final, obras de conjunto regidas por la clarividencia. «Qué sucede, qué sucede», cantó Rafael Alberti, cuando en la tarde «hay verdor de acometida? Pues que Jaraíz se creció, «despertar de sangre brava» con la nobleza por divisa, pero con una nobleza en otras manos probablemente inédita o desbaratada. El toro con el torero y el torero con el toro, porque ambos tienen que entenderse, desengañado este de su condición animal por un hombre que se muestra capaz de arrebatársela sin brusquedades, convenciéndolo de frente desde el dominio de los tiempos y el control de los terrenos, poniéndose sin agobiarlo, nada que ver, nada de nada, con el trasteo de arrimones. Primero el toreo, después el toreo, y lo demás al fondo, como detalles complementarios.

El prodigio comenzó a obrarse cuando Ponce, de salida, supo (como en él es habitual) ver a Jaraíz y lo recogió con limpieza, una vez más antológico y pluscuamperfecto en esos lances con el capote, cuando flamea la tela a derecha o izquierda, confirmando al toro la naturaleza de su embestida o tranquilizándole en su querencia según se muestre boyante o remiso. Pura maravilla la solvencia con que se saca el capote, solvencia siempre a favor del astado y en consecuencia de los aficionados, unos entusiasmados en los tendidos de La Malagueta, otros entregados en casa frente al televisor (magnífica retransmisión, conste, la de Canal Toros) y algunos, tantos días después, todavía mohínos, negando las evidencias de que los toros lidiados en Crisol ostentaron las hechuras y el trapío debidos a la idiosincrasia y el gusto de una plaza que no se reconoce en ejemplares sacados de tipo.

Toro de los boyantes, para mí con la bravura hermanada con la nobleza, Jaraíz se merecía al diestro de Chiva, que con este se aproxima al medio centenar de indultos (sólo faltan tres), el segundo que se concede en los ciento cuarenta y tres años de La Malagueta, dándose la circunstancia de que el primero, otorgado en agosto de 2000, también corrió de su mano: Guisante, de Buenavista. El dato resulta tumbativo: Enrique Ponce ha devuelto a cuarenta y siete toros al campo, a cuarenta y siete, se dice pronto.

«Fusión de dos artes», como ha subrayado Andrés Amorós, «tauromaquia y música clásica»: Crisol suma, no resta; Crisol abre perspectivas, no las cierra; Crisol ensancha los límites, no los reduce y los reparos de algunos que se reivindican puristas, siempre respetables, tienen su aquel. ¿Acaso no reúne la ortodoxia un conjunto de innovaciones? Todo lo que forma parte de la tradición fue novedad, muchas veces inesperada, al nacer.

Vuelvo a Alberti: «El que me busque siempre ha de encontrarme». A vueltas con la inquietud de quien se ciñe a los desafíos, una vez más Enrique Ponce agranda los límites y eso, precisamente eso, es lo que ahora necesita la Tauromaquia: maestros que buscan y encuentran. Torero histórico, su personalidad se levanta en el eje de intersección del clasicismo con la modernidad, crisol de eternidad en aurora. O sea, vocación y destino.

Gonzalo Santonja, escritor.

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