Tengo para mí que si hubiésemos acompañado el título de estos párrafos con dos signos de interrogación se habrían convertido en algo más que una preocupación personal. Tendríamos delante una gran pregunta, cuajada de dudas, sostenida por la mayor parte de los ciudadanos que han acudido a las urnas en las recientes elecciones. Dudas originadas, en parte, por la vigente Ley Electoral, que está pidiendo a voces una sustitución (es algo que los partidos suelen anunciar precisamente hasta que gracias a ella llegan al poder), y, en otros casos, por la mera práctica política.
Permítame el lector un recuerdo que le resultará cercano y conocido. Ante todo, la aparición de unas candidaturas realizadas legítimamente por los partidos pero sin tener en cuenta nada más que lo que a ellos conviene. Las sorpresas del ciudadano no escasean: ¿pero Fulano o Zutano quiénes son? ¿Son personas con prestigio, eco o conocimiento social? ¡Qué más da! Los propone el partido más cercano y eso es suficiente. La «bendición de quien mande» es lo que se da por bueno. El partido no se equivoca nunca. Y eso no es nuevo entre nosotros, claro.
Acto seguido, el empacho de la campaña electoral. A través de todos los medios, lícitos o menos lícitos, la tortura en la que no se suele deducir nada meritorio. No hay que concretar mucho, para «no espantar» a nadie. Generalidades para todos. Lo único que se repite es el «anti». La condena cainita, plagada de descalificaciones y hasta de insultos «al otro» convertido, desdichadamente y poco democráticamente, en «el enemigo», no en el adversario o el rival. Esto también viene de lejos y está presente en todos los terrenos de la sociedad. A los mítines acuden disciplinadamente los militantes, es el absurdo de intentar convencer a quienes ya están convencidos. Alguna vez los he comparado con las famosas novenas religiosas. Y a quienes se repite que se desea «una España mejor». Así. Sin más sobre el cómo. ¡Pues estaría bueno que se predicara una «España peor»!
Sigue otro menester inútil y no existente en la comparación con otros países. Me refiero a la «jornada de reflexión». Ni hay nada sobre lo que reflexionar, porque las decisiones están ya bastantes claras, ni ocurre nada nuevo que motive un repentino cambio. Incluso cabe pensar que sobra toda la insistencia de la propaganda: la decisión se toma teniendo en cuenta lo que «los otros» han hecho durante años. Esto es lo importante, y no las veinticuatro horas de la «reflexión».
Y, finalmente, llega el momento de emitir el voto. Por supuesto, con lista cerrada y bloqueada y condenando con cien absurdas condenas la abstención: ¡el gran pecado original que se dice que beneficia al contrario de quien habla! Pues bien, al llegar aquí, viene la llamada libre elección. El ciudadano, con su opción ya decidida, deposita, quizá con contenido entusiasmo por la solemnidad de su derecho y deber de que tanto le han hablado en los días precedentes (¡en los días, no en el resto del año!), una parcela de su soberanía en la urna correspondiente. Y, aunque «el voto es secreto», ha comentado con las personas más cercanas que va a votar a un partido de centro-derecha hasta ahora en la oposición. ¡Hay que acabar con ese alcalde y sus acólitos que tan nefasta política han llevado a cabo en los años precedentes! Su alegría subió varios enteros cuando, al terminar la jornada, comprobó que su centro-derecha había resultado vencedor, y de forma muy holgada. Se perdonaba el rosario de incomodidades previas: «impresentables enemigos» irían a la calle. Lo tenían merecido.
Días después, más bien pocos, la euforia de nuestro ciudadano cayó por los suelos. El cabeza de la lista que él había votado con cierto ánimo y sin prestar oído a los habituales reproches («todos son iguales», «los otros también vendrán a “forrarse”», los partidos van siempre «a lo suyo») pensando que, a lo mejor, en la alternativa por la que él ha votado puede ser una excepción ante tanto desprecio, esa lista, comprueba que no va a ser la que asuma el gobierno. Sí, ha tenido el mayor número de votos, ha sido «la lista más votada», según oye decir. Pero no ha alcanzado la mayoría absoluta que le permitiría formar gobierno sin necesidad de los votos de los restantes partidos, que, para colmo de su incomprensión, son grupos, a veces, incluso minoritarios y de ideología muy diferente. Se impone el pacto.
Esto, el pacto o el consenso, no es condenable per se. Más aún, los autores hablan de la «codecisión» o la «cogestión». Hay materias que no deben quedar al albur de los simples cambios de gobierno, por tratarse de decisiones que afectarán a varias generaciones: la política energética o la política educativa. Hay que evitar la triste serie de planes de enseñanza que tanta confusión ha creado. Similar acuerdo podría requerirse en la política militar o en la política exterior. Pactos mayoritarios que garantizan la estabilidad. En eso que ahora, indebidamente, se ha dado en llamar «temas puntuales».
Pero de ahí a la necesidad de bipartitos, tripartitos y hasta cuatripartitos para sumar votos y así superar los obtenidos por aquella lista que los votantes han preferido con holgura, va un largo trecho.
Un trecho que, si se examina objetivamente, han llevado al punto esencialmente distinto a lo que la soberanía popular ha deseado. Y esto, claro está, es algo especialmente grave. Para el votante es una especie de ducha fría. Pero para los muchos votantes, en amplio plural, el tema puede llevar a peligrosas conclusiones y afirmaciones: sencillamente, los partidos nos han engañado, por decirlo de forma no muy grave. Se lo dejo al lector.
Naturalmente, estamos ante un problema muy serio que puede conducir a las futuras abstenciones: ¿para qué votar si luego los partidos van a hacer lo que les plazca? Terrible pregunta y más tremenda conclusión. Ocurre, empero, que, manteniendo la gravedad, hay medidas que mitigarían su alcance y reforzarían el ánimo de los ciudadanos ante lo que constituye la manifestación más directa y solemne de su voluntad. Con la reforma de la Ley Electoral como tema urgente, cabría adoptar un buen catálogo de medidas. La supresión de las candidaturas cerradas y bloqueadas. La desaparición del absurdo día de reflexión. La distinción electoral entre partidos nacionales y partidos regionales. Y, por encima de todo, y como hemos aceptado para ciertos pactos en temas, la rotunda decisión de que el gobierno debe ser patrimonio de las listas más votadas. Quizá todo esto para empezar y limitándonos al terreno más cercano. Sabiendo que habría que ir más allá.
Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político.