El destino de Panamá depende del Ártico

Ojeando la Ilíada de Homero, John Keats, el poeta romántico inglés de principios del siglo XIX, experimentó un sentido de haber descubierto algo inmenso. Le hizo pensar en el avistamiento del Pacífico por expedicionarios españoles, quienes, en la escena que Keats imaginó, lo contemplaron, «asombrados, con la mirada salvaje, desde un pico en Darién».

No me encuentro sobre un pico, sino en el trigésimo piso de un rascacielos, pero estoy en Panamá, y, al contemplar el país, mi asombro es tan profundo y mi mirada tan salvaje como el de Vasco Núñez de Balboa, cuyo descubrimiento del Mar del Sur, el 25 de septiembre de 1513, estoy aquí para conmemorar en un congreso histórico. Panamá es un país inexplicable –pequeño, de unos cuatro millones de habitantes, y sin ejército, pero de enorme potencia por su grueso sector bancario, y su control, desde la retirada de los mandatarios norteamericanos en 1999, del canal de Panamá– el gran nudo y nido del comercio del globo. Los panameños se jactan de ser «centro y corazón del mundo» y en cierto sentido sí lo son.

Su economía crece desproporcionadamente. La ampliación del canal ha movilizado cinco billones de dólares invertidos. La ciudad del Panamá –una congregación caótica de rascacielos, derribos y grúas que alberga a casi la mitad de la población– surge desenfrenadamente. En cambio, la distribución de la nueva riqueza parece desequilibrada. El capital, al lado del pacífico, rebosa de lujo. La segunda ciudad, Colón, que se encuentra en la desembocadura atlántica del canal, está muriendo de pobreza, a pesar de las oportunidades que la rodean, tales como las obras de ampliación, la llegada de múltiples cruceros de viajeros de lujo, y la presencia de un puerto libre de impuestos. Mientras tanto, ese solar señorial, de hermosos palacetes decimonónicos, está hundiéndose, como una especie de pequeño Detroit latino. Árboles sobresalen de los techos de edificios antiguamente elegantes pero ya arruinados, y los escombros se acumulan en las calles. La ciudad de Panamá se convierte en una utopía fantástica, y la de Colón en una no deseada ciudad fantasma. La bien llamada villa de Porto Bello, que podría ser otra Cartagena por su llamativo turístico, su bahía abrigadora de yates, sus calles encantadoras, sus iglesias y casonas coloniales, y sus evocadoras fortificaciones dieciochescas, queda –piadosamente, tal vez– en un estado de abandono decoroso, difícil de acceso y privado de proyectos imaginativos. El corredero central que aborda el canal absorba más inversión que el resto del país. La democracia es vigorosa pero paradójicamente ineficaz debido a la gran cantidad de partidos y candidatos, que deja a todos sin apoyo decisivo. La política del presidente Martinelli es racional y admirablemente centrada en las tareas de ajustar el capitalismo a la justicia, y de aprovecharse de las circunstancias económicas mundiales en la actualidad, pero el corto plazo exige y absorbe la mayoría de los esfuerzos. El coste faraónico de las obras del canal parece ineludible, pero una de las razones de esos gastos elevados es que todo depende de una tecnología que casi no se ha mejorado desde que se construyó el canal. El año que viene, cuando se celebre el centenario de la apertura, se espera poder admitir contenedores de 12.000 unidades, pero tendrán –lentamente y mediante peajes horripilantes– que subir y bajar una serie de esclusas del mismo tipo como las de 1914.

En el congreso conmemorativo de la gran hazaña de Balboa, el público acoge amigablemente a los ponentes españoles. Panamá conserva un nicho afectuoso para España. Las obras del canal se han encargado a empresas españolas. España invierte más en la economía panameña que ningún otro país, incluso los Estados Unidos. Aquí no existe sino poco de ese resentimiento poscolonial que sigue envenenando las relaciones que deben existir entre las comunidades hispanoparlantes del mundo. Balboa sigue alabándose como héroe. Su gran estatua, que domina el paseo marítimo del capital, queda sin desfigurarse, como los monumentos cortesianos de México, ni derrumbarse, como la estatua de Colón en Caracas, ni sustituirse por un héroe indígena o independentista. La moneda nacional se llama el Balboa (aunque por la política sagaz de mantener la paridad del dólar los billetes estadounidenses corren más que los nacionales). Balboa es también el nombre de la marca más popular de cerveza nacional. Tal vez por haberse prolongado tanto su experiencia de dominio externo –como una provincia remota de la república colombiana hasta 1904 y como una colonia informal de los EEUU durante la mayor parte del siglo XX– los panameños no echan a los conquistadores la culpa de cualesquiera problemas que les afecten en la actualidad. Sólo veo dos momentos de posible discrepancia ideológica en el congreso. Uno cuando Ramón Tamames defiende razonablemente el uso del término «descubrimiento» para denominar la llegada de Balboa «por ser un descubrimiento para nosotros», y el otro cuando el gran filósofo Juan Cruz Cruz explica que los indígenas no tenían ningún concepto de pertenecer a un mundo extenso antes de que se lo develaron los españoles –lo cual es cierto pero poco grato a defensores a ultranza del relativismo cultural–.

A mí me toca hablar del Pacifico en la Historia global, para desdoblar un telón de fondo a las contribuciones de los demás conferenciantes. Rechazo esquemas tradicionales de la Historia como sistema progresivo o providencial, o de bandazos cíclicos, o de luchas de clases, o de etapas previsibles. Ofrezco en cambio una caracterización del pasado humano como una narración de divergencia y convergencia culturales –de la lenta e inmensa multiplicación de nuestras culturas y de sus intercambios e influencias recíprocas– en la cual, por supuesto, las comunicaciones por mar juegan un papel primordial. Intento explicar cómo las dimensiones insuperables del Pacífico y el sistema inhibitorio de sus vientos militaban en contra al establecimiento de largas rutas navegables bajo vela. Sigo exponiendo los métodos por los cuales los navegantes españoles del siglo XVI, aprovechando su experiencia atlántica, descifraron los vientos y las corrientes. Sugiero que lo que Balboa realmente descubrió no era el Pacífico entero, que no logró cruzarse en ambos sentidos hasta los años 60 del siglo XVI, sino un Mar del Sur relativamente pequeño y fácil de navegar, que unía a la América central y el Perú.

Insisto en que el océano quedó sin grandes posibilidades de explotarse desde el punto de vista comercial hasta el desarrollo de la tecnología a vapor del siglo XIX, y que mientras tanto el gran impacto del Pacifico en el mundo se ejercía a través de su influencia en imaginaciones europeas, que colocaban allí a tierras míticas, leyendas alentadoras, utopías eróticas e islas de tesoro. Esbozo algunos de los grandes intercambios culturales que resultaron, manifestando diapositivas, por ejemplo, del béisbol en Japón y de escuelas japonesas en el Perú, de fiestas chinas en San Francisco y cuclillos usurpadores norteamericanos en nidos filipinos.

Todo anda bien hasta casi el final de mi charla, cuando lanzo el tema del futuro. Como historiador prudente, suelo limitar mis especulaciones futurólogas a tiempos muy remotos, cuando yo estaré decentemente muerto, la gente se habrá olvidado de mis pronósticos, y no se dará cuenta de mis errores. Pero en mi alocución panameña no puedo resistir la tentación de cambiar de práctica y llamar la atención a unas tendencias actuales que llevan hacia problemas previsibles para la república que me hospeda. La historia que acabo de contar en el congreso consiste esencialmente en una narración de tres océanos: el Índico, que en la antigüedad y la edad media llevaba la gran mayoría del comercio a larga distancia del mundo; el Atlántico, que logró imponerse en la época moderna, y el Pacífico, que en años recientes ha venido a ser el eje y avenida de las mayores transferencias de productos y personas. Pero existe otro océano que constituye una ruta muy directa entre algunas de la zonas económicamente más prometedoras del mundo. El Ártico, que resulta cada vez más traspasable debido a las descongelaciones y al desarrollo de nuevas tecnologías de transporte submarino y aéreo. He aquí un gran reto para la preponderancia del Pacífico, y, por tanto, la prosperidad panameña. Antes del aplauso obligatorio, interviene un breve momento de duda y reflexión.

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Italia).

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