LA situación política en España viene siendo volátil desde que Rodríguez Zapatero alcanzó el poder en las elecciones generales del 14 de marzo de 2004. Se trata de una volatilidad que remite a esa idea de liquidez a la que Bauman se refiere como característica de nuestro tiempo: nada es sólido, permanente, anclado y trascendente. La nuestra es una sociedad que vive a un ritmo encanalladamente frenético, sin cálculo del futuro inmediato, absorbiendo un presente feraz con demasiada ansiedad. Hemos disfrutado de una realidad ubérrima en lo económico, frívola en lo político e irresponsable en lo social. Y de manera brusca, en apenas unas semanas, se percibe ya el deterioro, es decir, el menoscabo y el estropeamiento de las circunstancias y el fin de ciclo -de época, acaso- protagonizado por una izquierda benefactora que ha parasitado los logros anteriores de la derecha gestora española.
La crisis denominada subprime y la reaparición del terrorismo etarra conforme a pautas propias de los años ochenta -el atentado del viernes tuvo la factura criminal de los asesinos que van al bulto, caiga quien caiga en la onda expansiva provocada por sus artefactos mortíferos- marcan un punto de inflexión que, de nuevo, provoca un vuelco en la situación general y transforma muchas cañas en lanzas.
Ocho millones de familias españolas están hipotecadas, deben restringir sus gastos para compensar el incremento del tipo de interés, recortan el consumo y desinvierten en cualquier producto de riesgo. La Organización de Consumidores y Usuarios avisa de que el esfuerzo familiar por los créditos hipotecarios «está al límite», mientras aumenta la morosidad y se dispara el número de procesos monitorios en reclamación de devolución de préstamos sin garantía por cantidades menores -no más de 30.000 euros- que los confiados y alegres ciudadanos han pedido a su entidad bancaria para sostener un nivel de gasto familiar por encima de los ingresos laborales y de las rentas del ahorro. Las tasaciones de viviendas se han reducido en un 20 por ciento; disminuyen la peticiones de licencias de obras; las nuevas promociones, o no comienzan o se paralizan, y el mercado de la segunda residencia ha perdido un valor medio del 30 por ciento.
¿Eso es todo? Ni mucho menos. En España -aunque se haya querido desconocer- persisten tres fenómenos que minan nuestro sistema económico: la falta de productividad, nuestra baja competitividad y la generalización de la desprofesionalización en sectores estratégicos, por efecto, básicamente, del empleo inmigrante. Únanse a todo ello la deslocalización industrial -lo acabamos de comprobar en Andalucía con la huida de Delphi a Tánger- y la falta de alternativas a las turbinas generadoras tradicionales de empleo y riqueza (construcción y turismo) y quizá lleguemos a conclusiones que, aunque preocupantes, serán bastante más realistas que las que propugna -tópico tras tópico- el Gobierno socialista, que ha incrementado el gasto público con un programa de «leyes sociales» que acabará perjudicando a los más débiles.
El dinero barato -con el que tanto negocio rápido y fulgurante se ha generado- toca a su fin y los inversores enfilan hacia la renta fija, abandonando poco a poco la variable que ha producido sustanciosas plusvalías a los más avisados. Es posible que no se haya pinchado ninguna burbuja; sería exagerado sostener que estamos ante un crash bursátil, pero resultaría perfectamente ortodoxo afirmar que nos hemos adentrado en un territorio de desconfianza colectiva, que suele ser la sensación ambiental que precede a los períodos de estancamiento y recesión. Los efectos de esta coyuntura sólo han comenzado a dar la cara, pero lo están haciendo en claroscuro, con una sintomatología imprecisa y con datos y guarismos a veces contradictorios.
El deterioro económico -que conllevará consecuencias muy serias en el empleo de los sectores sociales menos cualificados, de extracción inmigrante, lo que enlazará con fenómenos asociados de gran importancia- coincide con el regreso del terrorismo de ETA, después de que la banda rompiese el denominado y mendaz «alto el fuego permanente» y tras unos cuantos años en los que la organización terrorista había sido acorralada, su brazo político anulado y expulsado de las instituciones públicas y su supuesta causa política excluida de la agenda pública nacional. ETA sabe bien -aun en su indigencia actual- que su capacidad para crear, por un lado, contradicciones en el sistema político español, y, por otro, un fuerte malestar social, es notable. La fisura vasca -a la que contribuyen desde ETA hasta los discursos y propuestas independentistas de los nacionalistas- se comporta como un enfisema en el pulmón español, que hace jadear al conjunto nacional, le retrotrae a un fase histórica -la de la reivindicación terrorista de la soberanía territorial en Europa- superada por todas las democracias occidentales y, por fin, le plantea una espinosa y difícil conciliación de identidades entre ciudadanos españoles, vascos y de otras comunidades.
El Gobierno socialista -al fin y a la postre tributario de la banalidad de la liquidez con la que fluyen los desarrollos sociales en esta época histórica de relativismos constantes- estaba en la obligación de propiciar unas políticas de continuidad en los grandes temas de Estado -el terrorismo- y económicos. No lo ha hecho y aunque, como todo Ejecutivo democrático, tenga derecho a recibir el apoyo sincero ante la agresión terrorista, le es exigible una línea de comportamiento coherente y firme en prácticamente todos los ámbitos de la gobernación.
Rodríguez Zapatero ha introducido a España en un mar de incertidumbres, como en su momento denunció Mariano Rajoy, que van emergiendo poco a poco, pero de manera indefectible. El resultado de todo ello -cuando la legislatura boquea- es la percepción, objetivable en lo económico y en la seguridad pública, de un hondo estado de malestar ante el deterioro general de la situación sobre la que gravitan también otros asuntos de entidad innecesariamente alentados por el Gabinete: desde el revisionismo estatutario hasta la resucitación de la mal llamada «memoria histórica», pasando por la descontrolada política de inmigración o la alteración de los consensos éticos que cohesionaban a la sociedad española.
Rodríguez Zapatero esperaba -ignoro si sigue haciéndolo- alcanzar el final natural de la legislatura con el problema económico contenido y el salvajismo terrorista controlado. Ambos asuntos se le pueden ir de las manos porque los episodios que los agravan se están produciendo en una secuencia demasiado veloz e imprevisible, propiciando que el escenario de lo público se comporte de manera errática.
El presidente tiene tan poco tiempo para rebobinar algunos de sus muchas equivocaciones como Mariano Rajoy de aprovechar los desaciertos gubernamentales. Este empate de errores conduce a la ciudadanía a la perplejidad de la que se nutre, primero, la incomprensión sobre la utilidad del ejercicio de la política y, después, la abstención electoral. El deterioro social suele manifestarse así en el derrumbe de la confianza colectiva, que es lo que se está produciendo en este desapacible y ya agónico mes de agosto en España.
José Antonio Zarzalejos, Director de ABC.