El día de la amistad

Filipinas y España han celebrado, como cada 30 de junio desde hace quince años, el Día de la Amistad. Se celebra junto a la iglesia del pequeño pueblo de Baler, capital de la provincia de Aurora, allí donde en 1898 un reducido destacamento de medio centenar de soldados españoles fue sitiado por los revolucionarios filipinos y donde sostuvieron un asedio de casi un año, haciendo gala de una capacidad de sacrificio extrema.

El hecho de que una celebración así apenas tenga equivalente para con una antigua metrópoli, invita a la reflexión. Fue iniciativa de un senador filipino, Edgardo Angara, natural de Baler, y se celebra en la fecha en que el que fuera presidente de la malograda primera república de Filipinas, Emilio Aguinaldo, firmara un decreto reconociendo a los supervivientes del sitio de Baler como amigos, no como prisioneros de guerra. El también balereño Manuel Quezon, hijo del maestro del pueblo y que llegaría a ser uno de los mayores estadistas del país, escribió en su autobiografía que no había página más gloriosa en la historia militar de España que la escrita por aquel pequeño destacamento. Propios y extraños no podían sino admirar una gesta que hoy día aún cautiva la memoria colectiva. Los sacrificios sin número de sus protagonistas, y la tendencia al numantinismo que, como decía el general Miguel Alonso Baquer, formaba parte de las preferencias estratégicas del militar español, encontraron en el sitio de Baler un limpio espejo en el que reflejarse.

El día de la amistadAhora que una película de brillante factura ha hecho justicia a los filipinos, pero no a los oficiales españoles, cabe subrayar los méritos del capitán Las Morenas, que logró ganarse la simpatía del pueblo de Baler con su política de acercamiento y respeto a los intereses de sus habitantes, y el genio del entonces segundo teniente Martín Cerezo, que logró vencer las incontables dificultades para sostener la defensa.

En los días en que hemos celebrado la amistad con Filipinas, cabe recordar que una amistad, para serlo, debe ser recíproca. No deja de ser sintomático que fuera un joven franciscano, Fr. Félix Minaya, el único protagonista del sitio de Baler que dedicara unos párrafos a los nombres y méritos de los oficiales filipinos que, haciendo frente a dificultades logísticas de toda índole, no cesaron en su empeño por hacer rendir al último destacamento español.

Con todas nuestras similitudes y diferencias, la sociedad plural de Filipinas, cuando se entiende a sí misma como país lo hace con un deje latino en su corazón asiático. Un país que construyó sobre sus ricas raíces indígenas una identidad nacional heredera de dos de las civilizaciones más importantes del mundo: la china en primer lugar, que había llegado al archipiélago filipino siglos antes de los españoles y estableció con sus pueblos locales una pacífica tradición comercial que los españoles regularon, desarrollaron y prolongaron a través del comercio dos veces centenario del Galeón de Manila. Y en segundo lugar la civilización occidental, que la Corona española había llevado a bordo de sus galeones, entre las páginas de sus códigos legislativos y como parte de sus creencias religiosas.

En la bandera filipina figuran ocho rayos de sol, por las provincias que el general Blanco declaró en estado de guerra en 1896. La condecoración más elevada que otorga el estado, la Orden de Sikatuna, tiene en su medallón dos brazos entrecruzados. Uno de ellos es el de Legazpi, en recuerdo del pacto de sangre que forjó con dicho líder en 1565. Testimonio todo ello de la impronta española en el Estado filipino. Pero el que limitemos nuestro interés a la presencia española, a sus méritos, a sus faltas, o al dolor que nos causa el retroceso del idioma español, es testimonio también de que aún nos buscamos a nosotros mismos cuando miramos al exterior.

Desde España podemos recordar con admiración, como expresión de amistad hacia Filipinas, a Enrique Laygo, Antonio Abad, o al gran Jesús Balmori, fundador en 1924 de la Academia Filipina de la Lengua Española. Todos ellos, como casi todos los grandes estadistas de dicho país, nos dejaron expresiones literarias en un idioma compartido. El español en Filipinas fue siempre idioma de Estado, y a menudo lengua franca en las calles y pueblos, hasta bien entrado el siglo XX.

Todavía hoy, restaurantes, hoteles y comercios eligen a menudo nombres en español para sus establecimientos. El español no desapareció de Filipinas: nunca se habló del todo, nunca desaparecerá del todo. Permanece su impronta en el vocabulario tagalo, visaya, y en los demás vernáculos. Esta proximidad con el español permite que una provincia de nuevo cuño haya recibido en 2013 un nombre tan tagalo como español: Davao Occidental. Hace pocos años se produjo la reimplantación del español como asignatura optativa en la educación secundaria, gracias a la entonces presidenta, Gloria Macapagal Arroyo, y con el respaldo del Instituto Cervantes, el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España, y la Aecid, coordinados desde la embajada de España en Manila. Cabe pensar que Filipinas decidirá hacer del español un idioma necesario para su propio servicio diplomático, como una herramienta más con la que servir de puerta de Asia para la comunidad de países de Iberoamérica.

La primera constitución republicana de toda Asia estaba en español, era la constitución filipina de Malolos, en 1899, que seguía en prácticamente todos sus artículos a la española de 1869. Si desde España abrazamos nuestro pasado, sin caer ni en leyendas negras ni en la autoindulgencia, podremos dirigir nuestra mirada al mundo filipino y reconocer en su esfuerzo patriótico una lucha por derechos y libertades que fue también heredera de nuestra propia historia. Un conocimiento más cercano puede servirnos para reconocer, en futuros días de la Amistad como el recientemente celebrado en Baler, que el componente filipino de nuestro pasado común es apenas conocido en España, aunque logró en dicho pueblo una digna impronta, tan digna como la de aquellos valientes que hace ya casi 120 años despertaron la admiración del mundo en la pequeña iglesia de Baler.

Carlos Madrid, director del Instituto Cervantes de Manila.

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