El Día del Medio Ambiente, visto desde la pandemia de la covid-19

Decir que, desde que la ONU estableció el 5 de junio como Día del Medio Ambiente en 1972, nunca habíamos vivido otro como éste es una obviedad más de las tantas que se nos han venido ocurriendo al comparar lo que había antes de la covid-19 con lo que hemos visto a nuestro alrededor durante estos dos meses y medio, que parecen sacados de una novela distópica.

El Real Jardín Botánico de Madrid (CSIC) ha vivido muchas celebraciones del 5 de junio, en forma de exposiciones, conferencias, conciertos, actuaciones y otros actos al aire libre. Y, por más obvio que resulte, es inevitable reflexionar sobre la peculiaridad de este 5 de junio. Lo es porque la perspectiva desde nuestro confinamiento es descaradamente inédita y por ello una posibilidad para que nuestros cerebros, no muy dados al esfuerzo, decidan trabajar y buscar posibles alternativas a la interpretación de la realidad.

Es también inevitable reflexionar, porque nos hemos dado cuenta de que en la biosfera convivimos –en un sentido tal vez nuevo para muchos ciudadanos— con otras especies que normalmente mantenemos confinadas. Imágenes que hemos visto como las de los elefantes en las calles o los monos en una piscina podríamos imaginarlas como parte de una escena post-apocalíptica con una población humana diezmada o tal vez como una ojeada retrospectiva hacia épocas pasadas donde el bajo número de habitantes y la escasa transformación del paisaje, de hecho, permitía una cohabitación con otras especies. Pero ambas perspectivas llevan a la reflexión.

Lo es también porque varias voces científicas autorizadas en cambio global, como la de Fernando Valladares (Museo Nacional de Ciencias Naturales, CSIC), nos han recordado cómo este brote vírico y otros que vendrán se habrían minimizado hasta la irrelevancia sanitaria —e incluso hasta el puro desconocimiento científico— si no hubiéramos alterado tan agresivamente los ecosistemas naturales. Un abuso que inutiliza esa efectiva “vacuna” que es la inmensa red de interacciones entre seres vivos, capaz de autorregular e impedir el crecimiento explosivo de los patógenos que se generan naturalmente en el curso de la evolución. En la misma línea está un manifiesto de 120 científicos de instituciones suizas, incluidos dos premios Nobel, que llama la atención sobre hechos tan insostenibles como que solo el 5% de la biomasa de mamíferos terrestres corresponde a animales salvajes frente al 95% constituida por humanos y animales domésticos. Datos como este ayudan a entender el vínculo entre la aparición de pandemias y el entorno natural en el que vivimos, y claman con fuerza por cambios en la economía que reduzcan significativamente nuestra desproporcionada huella ambiental.

Como fin o comienzo de década, según gustos, 2020 no iba a ser un año más. Pretendía ser un jalón en el que comprobar la efectividad de los planes de acción sobre el medio ambiente y la biodiversidad. Se diría que la pandemia ha sido una respuesta categórica a este test y, de paso, tal vez nos pueda ayudar a repensar la amplitud de las preocupaciones ambientales. Pocos dudan hoy que el cambio climático es una amenaza real, pero no muchos ciudadanos son conscientes de que fenómenos interrelacionados como la destrucción de los ecosistemas y la pérdida de biodiversidad lo son igualmente.

El año de creación del Día del Medio Ambiente, 1972, no fue anodino en la conciencia ambientalista del planeta. En él vio la luz el informe Los límites al crecimiento encargado al MIT por el Club de Roma, un año antes de la primera crisis del petróleo. El foco de la preocupación medioambiental era entonces el crecimiento de la población humana como anticipo de males mayores. Antecedentes de este informe fueron libros como La explosión demográfica, de Paul R. Ehrlich y Anne H. Ehrlich (1968); el primer autor, premio Fronteras del Conocimiento en ecología y biología de la conservación del BBVA 2014. La lluvia ácida y las centrales nucleares eran temas emergentes también. El sustrato social de la concienciación ambiental era reducido pero activo. Casi cinco décadas después, la concienciación es mucho mayor y los problemas no están solo sobre la mesa de asociaciones altruistas u ONG sino también en la de los gobiernos. Algo hemos avanzado pero, sin duda, no lo suficiente.

A menudo se dice que los mensajes sobre cambio global excesivamente catastrofistas no son efectivos porque no dejan resquicios de esperanza para la reacción. En medio de tantos estímulos para la reflexión durante este confinamiento histórico, el modo de relacionarnos con la biosfera debería ser, y creo que ha sido, uno de los principales focos de atención. No solo para ambientalistas y científicos, sino para todos los ciudadanos sin distinción. No se me ocurre un mensaje más optimista que este para el Día del Medio Ambiente de 2020. Iniciativas como la promovida por la IPBES (Plataforma Intergubernamental Científico-normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas) de organizar un taller que ahonde en las conexiones entre la pandemia y la destrucción de la biodiversidad son esperanzadoras. Una (buena) parte del plantel actual de dirigentes mundiales no son, desde luego, motivo de esperanza. Pero cuando se mira atrás con perspectiva y datos —como, por ejemplo, hace Noah Harari en su libro Sapiens— con el tiempo, a un ritmo que bien podría ser calificado de gradual al modo darwiniano, los cambios se van produciendo. La pregunta siempre es si ese ritmo será suficiente.

Gonzalo Nieto Feliner es profesor de investigación del CSIC, Real Jardín Botánico.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *