El día después

A estas horas del domingo, ya es un hecho que Ciudadanos ha sufrido un durísimo descalabro en las urnas. Mañana, como ocurre con todo día después, televisiones y periódicos se inundarán de exhaustivos análisis que ofrecerán las más variadas interpretaciones de los resultados electorales y que aventurarán pronósticos varios sobre el escenario político por venir. Pero como excepción a tanta diversidad, probablemente todos coincidirán en una cosa: que Ciudadanos ha caído víctima de sus propios errores. En cuanto a cuáles hayan sido estos, intuyo que el consenso será menor.

Para unos, el gran error de Ciudadanos habrá sido la resurrección en septiembre de su antiguo Yo de veleta naranja, con el abandono de su veto a Sánchez, mantra único de su campaña de abril, ya que esto habría provocado que sus electores se sintieran traicionados o, por lo menos, desorientados. Para otros, el error capital será precisamente el contrario: que la oferta de desbloqueo llegó demasiado tarde porque los que votaron a Ciudadanos en abril fueron a las urnas con el firme propósito de ser engañados, y el hecho de contemplar como el engaño no se ejecutaba con la debida rapidez les habría producido una comprensible frustración.

En todo caso, es seguro que entre tanto variado e imaginativo diagnóstico sobre la clave del descalabro electoral de Ciudadanos nadie mencionará siquiera la brutal campaña de destrucción que se abatió sobre este partido desde el 28 de abril.

Los errores de Cs son evidentes. Desde una inexplicable aversión a la pedagogía (ese “no nos enredemos en el pasado y encaremos el futuro”, como si el pasado naranja encerrase un monstruo indigno del que hubiese que huir), hasta la falta de comunicación; pasando, unos por no escuchar, desaprovechando los extraordinarios talentos de los que se disponía, y otros por no alzar la voz, faltando al elemental deber de consejo que exige toda lealtad bien entendida.

Pero si se acude a las hemerotecas, se observará que lo criticado jamás fueron estos errores, cuyas consecuencias en todo caso sólo habría padecido el propio partido. El “gran error” de Ciudadanos, criticado una y otra vez durante estos últimos meses por editorialistas, banqueros, tertulianos, empresarios, intelectuales y viejas glorias, unidos todos en un sorprendente recitativo coral, fue el “no” a Sánchez. O sea, la inaceptable osadía de Ciudadanos de hacer la política que le diese la real gana, que en su caso fue la de respetar la palabra dada a sus votantes.

Pero insisto en que, aún más que el objeto y la unanimidad de la denuncia, lo que realmente sorprendía de ella era su saña. Porque más que una crítica, lo que a partir de abril se desató sobre Ciudadanos fue una despiadada e incansable campaña de acoso y derribo ad hominem. No hubo día en que no se acusase al líder de los nuevos apestados de deslealtad, frivolidad, mezquindad o, incluso, traición. Casi parecía como si el veto a Sánchez fuese un pecado mayor que el GAL, los ERE o la Gürtel. Aún resuenan las últimas burlas a costa del Albert del perro Lucas, olvidando que éste es el mismo tipo que, por defender la libertad de todos en el infierno, recibió una carta con una bala dentro y tiene que ver cómo sus padres son escrachados a diario por la jauría.

En cuanto a la razón de fondo para tanto ataque y tan unánime, quizás fuese su renuncia a su condición de partido-bisagra, declarándose mayor de edad con el anuncio de su voluntad de ser partido de Gobierno. Tal vez en ese momento Ciudadanos dejó de ser para muchos ese partido inofensivo y simpático, que estaba ahí exclusivamente para salvar al bipartidismo, librándolo de las garras de populistas e independentistas y maquillando sus malas mañas. Quizás se debió a que no interesaba un partido que se había creído aquello de dejar atrás la España de los “rojos y azules” para dar voz, de una vez por todas, a esa Tercera España cuyo momento en la historia se creía llegado.

En realidad, poco importan ya las razones. Probablemente, hoy muchos se estén arrepintiendo ya de tanto exceso al ver cómo ha quedado el campo tras la batalla, con los cuarenta y siete escaños de Cs perdidos para el centro. Con Ciudadanos fuera, el centro desaparece y sólo quedan las trincheras.

La realidad es la de un PP más vulnerable a la radicalización al quedar sólo Vox como punto de tensión. Un Vox dopado, erigido en el imaginario de la derecha como único guardián superviviente de la integridad de España, haciendo olvidar su crueldad e ilimitada idiotez. Un PSOE desquiciado y degradado por el sanchismo, sin nadie capaz de tirarle de las riendas y abocado a un nuevo bloqueo. Y unos independentistas que no desaprovecharán la ocasión de cabalgar a lomos del caos, con su fiel Podemos como palafrenero, hacia su meta soñada de una tribu de súbditos “una, aislada y sometida”, con la triste monotonía de los delirios identitarios usurpando el lugar de la lucidez.

Hay quien dirá que, desaparecido Ciudadanos como muro de contención, ochenta años después el fantasma de las dos Españas vuelve a estar presente. Pero se equivocará quien así piense. El fantasma de las trincheras, de los extremismos enfrentados que se retroalimentan, puede que esté rondando de nuevo, pero Ciudadanos seguirá estando aquí para hacerle frente.

Los liberales sobrevivirán porque España necesita que sobrevivan. Porque su partido no es perfecto, pero sí lo son los ideales que lo inspiran: la defensa de una nación de hombres y mujeres libres e iguales, que creen en la ley como única garantía posible de la dignidad, y que proclaman orgullos su condición de ciudadanos frente a cualquier totalitarismo que pretenda disolverlos en una tribu, ya sea racial o ideológica.

Por eso es hora de recomponer la figura, ponerse en pie y mirar al frente. Si hace quince años tres idealistas, solos y acosados, lograron vencer al odio en la Cataluña del totalitarismo, ¿qué no harán diez en la España de la libertad?

Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.

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