El día que me hundí

No fue la nota escrita con pulso firme, pegada con celo en la puerta de aquella casa, sin el preceptivo encabezamiento de «Querida vecina». Leer la noticia en la web me indignó, claro. Lo hizo pensar qué debió sentir esa enfermera cuando ya casi de madrugada, creo que fue en la primera ola, volvió derrengada de luchar en el frente de Verdún en el que se convirtieron las UCI para leer en esa repugnante hoja cuadriculada que en el bloque la habían declarado persona non grata. Súbitamente, vuelta de la era digital al medievo. Un nunca buscado ni deseado regreso al peor de los pasados. Así, de golpe, aquella bata blanca ardió en la pira del terror a lo desconocido. No recuerdo como se llamaba. Sí que la bauticé María de Jureteguia y ya no vivía en el moderno Madrid del siglo XXI sino en la cueva de Zugarramurdi, allá por 1610.

Tampoco fue la muerte del padre de mi mejor amigo. Aquel día lloré por el hombre cabal, generoso y de inmensa humanidad que tuve la fortuna de conocer y de disfrutar desde la edad del pavo. Pero no me hundí. Ni siquiera cuando las cacerolas silenciaron los aplausos y tomaron calles y plazas para proclamar al fin que podías renunciar a todo menos a tus derechos y a tu libertad. Que eso, ni el virus ni el Gobierno podían arrebatárnoslo.

Pero sí. Casi me acostumbré a domeñar mi inmensa rabia, para cumplir marcialmente con las órdenes gubernamentales. Adquirí una rutina: palmas desde la terraza a las 20 horas, paseos con Teresa los días de libranza esquivando runners y miradas que creí de reprobación, vuelta a casa, zapatos en la entrada, mascarilla a la lavadora y, naturalmente, friegas con gel hidroalcohólico. Fui de esos afortunados que iba todos los días a trabajar. No tuve que encerrarme en casa, nadie consideró necesario confinarme. Me movía, aún lo hago, con un pase sellado por mi empresa con el que puedo sortear los controles policiales. Les confieso que fugazmente me sentí un tipo importante, esencial para ser exacto. Un imbécil.

Me avergoncé, mucho, cuando se me dibujó media sonrisa estúpida en el rostro porque el parte de muertos de la tarde era menor que el del día anterior. Fui cobarde porque me autoindulté alegando la recurrente frialdad profesional, cortina de humo para aventar lo que ya me atenazaba: mi, nuestra, inmensa fragilidad. Que allí en el Palacio de Hielo de mi ciudad que tantas veces recorrí con mis hijos camino de una película insufrible se agolpaban los féretros de miles de personas lloradas sin duelo, víctimas de un virus maldito que recorrió 9.855 kilómetros de distancia para recordarnos que lo que creemos ser, una especie invencible, no tiene nada que ver con lo que en realidad somos.

Sí, me exasperó comprobar el cinismo del Ejecutivo y la resignación lanar de quienes se dejaron pastorear por unos voceros de consignas, inmunes a la sensatez, embriagados de sectarismo falsamente igualitario. No era tiempo para sus akelarres dogmáticos, sí lo debió ser una vez consumado al menos para reconocer el intencionado error y pedir perdón en actitud genuflexa. Nada de eso sucedió. Me cabreé. Se llegó tarde a lo principal -epis, mascarillas, respiradores- porque sólo les preocupaba lo accesorio: ellos. Me encabronó la petulancia del médico-portavoz, su verborrea faltona, su obediencia servil que le hizo renunciar a la sensatez para subirse al púlpito del charlatán, cuervo Rockefeller del ventrílocuo Iván Redondo. Y como casi todos, aprendí pronto de forma empírica que la pandemia encontró a su mejor aliado en un Gobierno incapaz.

No ver a nuestros hijos durante casi un año, esperar al zoom semanal con los amigos para recargar las pilas, las insufribles discusiones con (h)unos y con (h)otros, la miseria propia y ajena, el egoísmo, la utilización mendaz, el sálvese quién pueda, la frialdad justificada en la necesidad... todo aquello no fue nada comparado con lo que de verdad me hundió.

Ese día, como ya demasiados antes, el amado líder nos convocó a uno de sus «Aló presidente», comparecencia de fallida vocación churchelliana y constatación maduriana. El presidente camaleón ensayó el más actoril de sus rictus y nos anunció el gran hallazgo del laboratorio monclovita. Ese día, 28 de abril de 2020, Pedro Sánchez y su nutrido pero yermo de talento Consejo de Ministros proclamó con ensayada solemnidad la puesta en marcha de su Plan para la Transición hacia una Nueva Normalidad. Qué insufrible engolamiento, que hiperbólica sandez. Así que, parte de muertos tras parte de muertos, eso es todo lo que nos podía decir. Al menos, magro consuelo, fue la primera y probablemente única vez en la que el doctor fraude no nos mintió. Ya no transitaríamos hacia la normalidad, la que conocimos antes del bicho y de la moción de censura, sino a una nueva, la suya. Por decreto, sin pacto, diálogo ni consenso. Me derrumbé.

Nueva normalidad es claudicar, no es amoldarse sino someterse, atufa a renuncia. Vale, nos insisten con lenguaje bélico que no es una rendición, que habrá más bajas pero tomaremos la playa. ¿Entonces? Peor, es aprovechar el momento, la situación, el ¿necesario? estado de alarma para barrenar en buscada detonación controlada la división de poderes, el sistema democrático que nos hemos dado, la Monarquía parlamentaria, la independencia de los jueces; mercadear en el Templo de los Leones para darse a una memoria partidista y no de todos, arrinconar la lengua común para imponer la de una parte y lobotomizar a futuras generaciones, repartir carnés de progresía y condenas por fascismo, celebrar el extremismo de unos y mandar al guano el de otros. Y no, no es normal. No debe serlo.

Que transiten ellos, nosotros acaso sin otro remedio pero, por favor, no lo llamen lo que no es. No, no es normal que España se haya convertido en tierra de lamentos de un pueblo de derechos suspendidos y la Moncloa en el teatro de un dúo de cómicos sin gracia, pimpinelas de política gruesa, atentos siempre al patético hallazgo del crecido director de mercadotecnia, valido de miserias, heraldo de vacuas consignas, en pos de una victoria electoral y no de la derrota de una pandemia que nos está devastando.

Porque ese era el plan, nunca antes rescatarnos ni llevarnos a tierra firme tras el naufragio económico y social. Si Sánchez sujeta fuerte el timón es sólo porque ha utilizado todas las trapacerías posibles para navegar hacia donde quiera él y sólo él, con el anonadado pasaje maniatada en el sollado de su soberbia. No, no es normal. Así nos hundimos.

Agustín Pery, Director Adjunto de ABC.

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