El día que vi a Pelé

EL 21 de junio de 1966, martes, me escapé, en el Vespino de mi amigo Santos, del barracón en el que hacía la mili: CIR nº 1, Primera Compañía, Primer Batallón, Campamento de San Pedro, Colmenar Viejo. Mi querido Santos Rendueles –¡dónde andarás!– y yo habíamos planeado minuciosamente la fuga. Santos no solo aportaba la Vespino (o la Mobylette, no recuerdo bien), sino algo muchísimo más importante: conocía a uno de los soldados que hacían guardia a la entrada del CIR, que era de Vigo, como él; un tal Frutos. El caso es que supimos, con tiempo, por otro soldado que trabajaba en oficinas, que Frutos entraría de guardia el 21. Después de la Instrucción vespertina –la cena no era obligatoria–, Santos y yo nos dirigimos con paso firme, sin comentar nada con nadie, hacia la salida del CIR. Haciendo alarde de la mayor frialdad, aunque con el corazón a mil, nos acercamos a Frutos y fingimos comentarle algo al oído. Frutos hizo gestos afirmativos, y Santos y yo, sin acelerarnos, despacio, bromeando, salimos del CIR con dirección al Vespino, que estaba aparcado, junto a otros coches y motos, en una explanada cercana vigilada por un cabo y dos soldados. El cabo, al vernos, nos preguntó que dónde íbamos. «A Madrid. Vamos a recoger una televisión para el coronel. Ya lo sabe Frutos, el cabo de guardia», respondió Santos, sin darle ninguna importancia, al tiempo que yo le mostraba una especial de salvoconducto (que habíamos falsificado) escrito a máquina y a mano, y 'firmado' por el coronel del CIR, Félix Álvarez-Arenas Pacheco. (Años después, Álvarez-Arenas, que se parecía mucho a Alfredo Mayo, y no paraba de darse paseos entre nosotros, los reclutas, a lomos de un caballo blanco, sería ministro del Ejército.

El día que vi a PeléCómo no pensar en 'La gran evasión'. Yo me sentía McQueen, pero lo cierto es que Santos recordaba horrores a Richard Attenborough, los dos bajitos, tirando a gordos, con el pelo muy liso, rubiajos y gafas. Llegamos a Chamartín media hora antes de empezar el partido. En una de las puertas de Padre Damián nos esperaba, con las entradas, la hermana de Santos, que era muy guapa, morenita, un bombón tipo Natalie Wood. La hermana de Santos, que se llamaba Inés, debía de tener 23 o 24 años, y ya estaba casada, con un repostero que se ganaba la vida haciendo tartas para bodas, de esas de tres o cuatro pisos. «¿Tú no vienes?», le pregunté a Inés. «No. A mí no me gusta el fútbol. Tomad», dijo 'Natalie' mientras nos largaba las dos generales del tercer anfiteatro, añadiendo: «Y gracias, porque no había localidades, y me he pasado tres horas ayer en la cola».

Ciento treinta mil personas, según el 'Marca' del día siguiente, nos metimos esa tarde noche en el Bernabéu. Rápidamente, nos hicimos con un hueco en aquella gigantesca lateral este, cerca ya del córner del fondo norte, arriba del todo. Había tanta gente que no se veían las escaleras; y avalanchas, para aburrir. Atlético de Madrid-Brasil. El Atleti acababa de ganar la Liga y Brasil iba camino de Inglaterra a por su tercera Copa Jules Rimet. El encuentro lo patrocinó la Asociación de la Prensa. Ganó Brasil 5-3.

Pelé metió tres goles. Pelé mereció la evasión. Pelé era elástico, muy veloz, potente; me pareció infinitamente más seguro, más fortalecido, más hecho que el Pelé que había visto –también en Chamartín– con el Santos frente al Madrid, unos años antes, en el homenaje a Miguel Muñoz. Es curioso, pero ese anochecer ante el Atleti, Pelé parecía más joven, y como ingrávido. Nada del juego parecía serle ajeno. Era increíble ver cómo se deslizaba por los alrededores del área. Me recordó a Eusebio, el del Benfica, otra pantera, pero elevado al cubo. Encaraba en largo como ahora Cristiano Ronaldo, nunca eludía el uno contra uno (de lo que sí se escabulle a veces Cristiano); remataba de cabeza igual que Kocsis, defendía como Bellini, se desmarcaba con la misma habilidad de Kopa, chutaba como luego lo haría Van Basten. Y era duro, repartía lo suyo y más. Pelé era otro Di Stéfano: un velocista y un mediofondista, según conviniera. Igual de moderno que Alfredo lo fue en su tiempo.

Tuve un falso recuerdo: mirando embobado a la 'Perla Negra', creí ver a Ben Barek en el Metropolitano, un genio del que ya nadie se acuerda. Larby Ben Barek, el primer mago del balón que llegó a España (con 36 años) tras la guerra. Sí. Ben Barek atesoraba cosas de Pelé, aunque Pelé era más valiente. Pelé podía hacer las mismas filigranas de Larby en los metros difíciles, en las arenas movedizas que rodean el punto de penalti, justo allí donde la antigua estrella rojiblanca se volvía medroso. Pelé era el 'Tigre de Esnapur'. Delantera hipnótica. La delantera de Brasil, sin marcas férreas, en un encuentro amistoso, aunque el Atleti no regalaba nada, era verdaderamente hipnótica, deslumbrante. En la segunda parte salió Garrincha, y fue el no va más. Garrincha, como Pelé, llevaba el peligro cosido a su cuerpo. Qué noche la de aquel día. Qué partido. De los tres o cuatro más hermosos que he gozado nunca. Mi Atleti, con muchos de sus jugadores concentrados con la selección –Adelardo, Ufarte, Glaría, Rivilla..–, plantó cara a los bicampeones del mundo a base de velocidad, clase y energía. Luis Aragonés, magnífico, marcó dos goles y ya se adivinaba que sería el futuro arquitecto de los colchoneros, la antorcha que iba a iluminar uno de los mejores Atletis de la historia. Al contrario que en la película de John Sturges, a 'Attenborough' y a mí no nos descubrieron y regresamos al CIR a eso de la una sin contratiempos. Frutos nos preguntó por el resultado, y punto. Jamás he olvidado que, cuando me subí a la litera y cerré los ojos, percibí como un espejismo. El césped del Chamartín brillando bajo los focos, de un verde tropical, casi malaquita, se me había instalado en ese lugar del cerebro en el que se amontona la memoria, y, no sé por qué, pero al pensar en cómo me las apañaría después de la mili, en ese mañana que tanto les preocupaba a las madres de entonces, no sentí ningún temor.

Al contrario. Haber visto a Pelé, haberme escapado unas horas del cuartel, asomarme al Bernabéu, a la vida, volver a sentir el ajetreo de la gente, el jaleo de los coches, los luminosos de los cines y las tiendas, paladear una cerveza en un bar, todo ello me animó, me cargó las pilas con una alegría desconocida, barriendo de mi alma la depresión que acarreaba aquel servicio militar obligatorio e interminable. La experiencia fue como si me hubiera tomado un 'tripi'; y así me dormí. Pelé fue para mí otro Tom Jobim, del que era (y soy) incondicional. Porque sus jugadas radiantes, sus remates, sus goles, tenían la cadencia de la bossa nova, de 'La chica de Ipanema', de 'Desafinado'. Pelé resultó, para muchos de nosotros, la nova armonía que aguardábamos.

Por la mañana, tras el toque de diana durante el desayuno, y después, en los descansos en la instrucción, mientras todos devoraban el 'Marca' y comentaban, Santos y yo nos creíamos los reyes del mambo. «¿Cómo es Pelé?», nos preguntaban. «Hay que verlo», contestábamos nosotros, con suficiencia, sacando pecho. (Caigo ahora, casi medio siglo después, que Santos se llamaba como el equipo de 'O Rei').

Al año siguiente, ya licenciado, volví a ver a Pelé, y precisamente con el Santos, en Málaga, en el torneo de la Costa del Sol, frente a un estupendo Español, que ganó 4-1. Pelé pasó inadvertido. Aún no estaba repuesto de las patadas que le dieron en Inglaterra 66. Aquella cálida madrugada de verano en el estadio de La Rosaleda, que olía a dama de noche, tres cuartos de entrada, 'O Rei' fue Marcial Pina.

José Luis Garci es cineasta y escritor.

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