El diablo de la cultura

Hace pocas semanas leía en The Guardian un artículo de Nick Clegg sobre Samuel Beckett. El entonces candidato británico destacaba sus preferencias literarias e intelectuales por un heterodoxo irlandés, exiliado cultural en París, premio Nobel de Literatura en lengua francesa y, para más inri, uno de los más grandes inspiradores del teatro existencialista. ¿Se imaginan ustedes las bromas y chanzas que esparcirían en la querida Batuecas (así le gustaba referirse a nuestra patria a Mariano José de Larra) si algún candidato a la presidencia del Gobierno español optase por hacer lo mismo? Clegg justificaba muy sensatamente su admiración por Samuel Beckett, con el título de "My hero", y destacaba como uno de sus libros de cabecera nada menos que a Esperando a Godot.

Un día, escuchando a una alta personalidad de nuestro país leer un discurso que yo mismo había redactado con mimo, noté que todas las citas, referencias históricas y de cualquier otro tipo que habían sido cuidadosa y exquisitamente introducidas, habían sido también primorosamente guillotinadas. Lo que finalmente había quedado tras el expolio era correcto, pero carecía de mayor trascendencia. Volví a intentarlo de nuevo, pero esta vez no solo fui reconvenido por discursos ajenos sino, y sobre todo, por el mío propio. No íbamos a dar conferencias, se argüía, además no era conveniente manifestar un mayor conocimiento que los presentes. La democracia consistía en dar la sensación de que aquellas palabras podían haber sido pronunciadas por ellos mismos, incluso con mayor capacidad de seducción.

¿Por qué la cultura inquieta? ¿Hay vergüenza de ser cultos? ¿Por qué ese malestar con la cultura? ¿Por qué a la cultura no se la utiliza para servir de ejemplo educativo? Cuanto más elevada sea la comunicación, mayor efecto debería tener sobre los nacionales y foráneos. De malos ejemplos, de conductas extravagantes y perniciosas estamos ya repletos. ¿Por qué entonces no esforzarnos de manera eficiente y sin complejos en la sabiduría y en el conocimiento como moralidad ética?

Esto mismo me aconteció en el Congreso de los Diputados y en el Senado (supongo que sucede exactamente de la misma forma en los parlamentos autonómicos), donde los discursos son ralos, deshilachados, deshilvanados, sin la menor gracia por mor de un pragmatismo mal entendido. Durante mi etapa de parlamentario no escuché jamás un discurso que tuviera el más mínimo interés (entre ellos, los míos propios arrastrados por esa misma nefasta deriva), más allá de la reclamación puntualmente manifestada. Ninguna referencia histórica, ni siquiera a la propia tradición, ningúnfundamento ideológico y, mucho menos, ninguna cita, ni siquiera de diccionario o manual básico, que pudiera perturbar la siesta intelectual de sus señorías. Solamente escuché citar, a un diputado del Partido Nacionalista Vasco, a un autor chino anónimo y al pobre Cicerón, víctima de terribles interpolaciones dignas del Código Penal. Cuando ya, en el Salón de los Pasos Perdidos, le pregunté al erudito interviniente el origen de aquella afrenta intelectual, él me respondió un poco malhumorado que había sido hecha de memoria. Al propio Cicerón, a pesar de su envanecimiento, aquellas adjudicaciones le hubieran dolido más que los puñales enviados por Marco Antonio.

¿Por qué la cultura se ha convertido en algo inquietante y no en una virtud manifiesta? Hegel, en las Lecciones sobre la estética, citando las Cartas sobre la educación estética de Schiller, hace el siguiente comentario: "Todo hombre individual lleva en sí el proyecto de un hombre ideal. Este hombre verdadero lo representaría el Estado, que sería la forma objetiva, universal, canónica, por así decir, en la que la multiplicidad de sujetos singulares tendería a integrarse y ensamblarse en unidad. Ahora bien, habría dos maneras de representarse cómo el hombre en el tiempo coincidiría con el hombre en la idea, a saber: por una parte, de tal modo que el Estado, como el género de lo ético, de lo legal, de lo inteligente, superaría la individualidad; por otra, de tal modo que el individuo se elevaría al género y el hombre del tiempo se ennoblecería hasta la altura del hombre de la idea".

La cultura, de la cual la oratoria siempre formó parte esencial, trata de avanzar, ir más allá de ella misma a veces sin mirar atrás, como si ese giro significase un retroceso y no, por el contrario, otra forma de movimiento progresivo. La verdadera creación artística, intelectual (sobre todo) y literaria no echa tierra sobre el pasado, sino que ellos mismos son sus arqueólogos, sus herederos.

A lo largo de los siglos recibimos ideas, pensamientos, descubrimientos, experiencias ejemplares y otras menos repletas de actualidad y vitalidad. Hemos entendido sus mensajes y queremos ser y hacernos cómplices de su seducción.

Las citas no gastan la narración, sino que la enriquecen, aquellas evidentemente surgidas de una fuente original y clara. Su lectura no las oscurece, sino las hace brillar. Cada oyente, cada lector o espectador las revive con su diferente interpretación. Las citas son el eterno retorno, la perpetua reencarnación y palimpsesto de la memoria de la humanidad. Montaigne escribe en De los libros: "Que vean, por lo que tomo prestado, si he sabido elegir con qué realizar mi tema. Pues hago que otros digan lo que yo no puedo decir tan bien". Bloom nos recuerda que a la altura de nuestro tiempo todos -pero fundamentalmente los escritores- estamos condenados, como las danaides, a acarrear las aguas de la experiencia y pasarlas por nuestro propio tamiz.

Al final de cada carta a Lucilio, Séneca utiliza un curioso símbolo monetario. Instaura la costumbre de mandarle cada vez una cita con la que ha tropezado en sus lecturas. Y a esta sentencia de sabiduría ajena la bautizará con diferentes denominaciones: "propina", "salario", "tributo" o "calderilla". El maestro paga al discípulo cuando concluye cada clase particular, que es la carta, con un homenaje a sus propios profesores. En el libro I, epístola II, Séneca hace la siguiente confesión: "De los muchos pasajes que he leído me apropio de alguno". Más adelante, en el libro I, epístola IV, Séneca vuelve a hacer uso de la cita bajo la denominación de "vergeles ajenos". Luego, en el libro II, epístola XVIII, habla de "préstamo". Quizá Séneca hace aquí una distinción entre los "maestros" que no necesitan citar a nadie y todo surge de su mente ingeniosa y el resto de mortales, incluso de los sabios, que tienen que componer su discurso, su arquitectura, con argamasas diversas.

Las citas y sentencias ajenas eran muy corrientes en el mundo clásico grecolatino. A los niños les hacían estudiar multitud de ellas. Los griegos las llamaban chrías, frases notables a las que se añade una explicación. Séneca bromea con la utilización de estas muletas que él, tan magistralmente, incluyó en todas sus obras. La cita debía ser una parte del discurso y en absoluto el todo. Así lo aclara en el libro IV, epístola XXXIII: "Su memoria la han ejercitado sobre pensamientos de otros; pero no es lo mismo recordar que saber. Recordar supone conservar en la memoria la enseñanza aprendida; por el contrario, saber es hacer suya cualquier doctrina sin depender de un modelo, ni volver en toda ocasión la mirada al maestro".

Esto es lo que yo he procurado hacer también con los clásicos y tantos otros de mis contemporáneos. No ser un escribano, sino un intérprete del patrimonio común que es la literatura y el pensamiento. Walt Whitman decía que el citar podía convertirse en una enfermedad. ¿Estoy enfermo? ¿Lo estaba Benjamín? ¿Lo están Starobinski, Stainer o Bloom? Me gusta la técnica del mosaico, los fragmentos de pensamiento. El poder de las citas es el único que todavía contiene la esperanza de que algo de este u otros tiempos sobrevivirá.

César Antonio Molina, escritor y ex ministro de Cultura.