El diálogo imposible

Hay que encontrar una salida al problema generado en Cataluña, dicen. Hay que dialogar y negociar con el nacionalismo catalán que impulsa el llamado «derecho a decidir» con el objeto de llegar a algún pacto, concluyen. Acepto el envite. Hablemos de diálogo. Y empecemos por el principio. ¿De qué hablamos cuando hablamos de diálogo? En una de las acepciones del DRAE, se lee que el diálogo es la «discusión o trato en busca de avenencia». La «avenencia» –recurro otra vez al DRAE– puede entenderse de dos maneras: como «convenio, transacción» y como «conformidad y unión». Así las cosas, el diálogo con el nacionalismo catalán es –hoy por hoy– imposible. Porque imposibles son la avenencia, el convenio, la transacción, la conformidad o la unión con el proyecto de secesión que promueve el nacionalismo catalán. ¿Dialogar con quien exige un referéndum de autodeterminación –disfrazado de «consulta popular no refrendaria sobre el futuro político de Cataluña» con el objeto de burlar la legalidad– que la Constitución excluye? ¿Dialogar con quien «no rectifica», desea «pactar las condiciones de la consulta» y asegura que el Estado «no se saldrá con la suya»? ¿Dialogar con quien habla de «presunta legalidad» española y afirma que «hay derechos inalienables preexistentes a los códigos legales actuales»? Ni se puede ni se debe. La democracia y el Estado de Derecho tienen sus reglas de procedimiento –su sistema de garantías– que hay que observar. Y cuando en una democracia se habla de diálogo, hay que precisar con quién, en qué marco, bajo qué condiciones y con qué límites se dialoga. El «diálogo» que impulsa el nacionalismo catalán busca la cesión del Estado en materia de soberanía. Una cesión que se reclama vía incumplimiento de la legalidad y bajo amenaza de desestabilización política y social. Una soberanía que pertenece al pueblo español en su conjunto.

Propiamente hablando, el «diálogo» nacionalista es un monólogo que, irrefutable por definición, culpa al Estado de la falta de diálogo. En este sentido, el «diálogo» –clave interna del asunto– deviene un instrumento de adoctrinamiento y encuadramiento de ciudadanos que se obtiene oponiendo –ese es el relato nacionalista– la actitud abierta y sin condiciones previas del nacionalismo catalán a la actitud cerrada e inmovilista del Estado. En definitiva, una falacia al servicio de la propaganda y la agitación nacionalistas. Vuelve la cultura de la queja y el victimismo de un nacionalismo que construye una racionalidad propia en la cual –por utilizar su terminología– el «principio democrático», el «mandato democrático», la «legitimidad» y el «principio de realidad» están por encima de la legalidad. ¿Hace falta decir que –para el nacionalismo catalán– la democracia, la legitimidad y la realidad están de su lado?

¿Diálogo? ¿Negociación? ¿Reformas? ¿Pacto? ¿Acuerdo? Veamos. ¿Se puede dialogar sobre la ilegalidad? ¿Cómo dialogar con un nacionalismo catalán que ha señalado su hoja ruta: derecho a decidir, consulta, transición nacional y forma de Estado? ¿Cómo dialogar con un nacionalismo que plantea unilateralmente las preguntas de un referéndum camuflado de consulta que pretende celebrarse con una ley y un decreto ad hoc suspendidos por el Tribunal Constitucional? ¿Cómo dialogar con quien presume de astucia –habilidad para engañar o lograr artificiosamente cualquier fin– y firma el desarrollo de una ley suspendida coqueteando con el fraude de ley? ¿Cómo dialogar con un nacionalismo que se ha transformado en una religión de sustitución que promueve la unanimidad a la búlgara bajo amenaza de excomunión? ¿Cómo dialogar con quien enfrenta al «pueblo» con el Tribunal Constitucional? Prosigo. ¿Con diálogo, negociación y voluntad política se dará respuesta al desafío secesionista impulsado por el independentismo catalán? ¿Ese nacionalismo quiere solucionar el problema o quiere seguir tensionando la situación como táctica o estrategia –a corto, medio o largo plazo– de la vía hacia la independencia? ¿Qué vida tendría una reforma dialogada y negociada del modelo autonómico o de un nuevo modelo? El nacionalismo catalán ¿se conformaría con una reforma del Senado que lo convirtiera en una «verdadera cámara territorial» o con un nuevo sistema de financiación de las comunidades autónomas o con la introducción de singularidades territoriales en la Carta Magna? ¿Singularidades territoriales o privilegios solo para uno o unos pocos? ¿Incorporar una disposición adicional que «blinde» unas competencias –lengua, por ejemplo– sobre las cuales ya se han pronunciado de forma reiterada el Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo y el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña? ¿La legalidad es un objeto moldeable a gusto de quien tenga capacidad de presión política, social o callejera? ¿No sería esa una manera de invitar a la reincidencia cuando la debilidad del Estado lo propicie? Por cierto, ¿cesiones del Estado a cambio de qué? ¿Quizá a cambio de una lealtad institucional y constitucional que se resquebraja o rompe cuando conviene? Hablemos de la Constitución. La Constitución puede ser interpretada, pero dentro de un límite. La Constitución admite la modificación o la reforma, pero siguiendo el procedimiento constitucional establecido. ¿Hay que modificar o reformar la Constitución cuando lo pida un Parlamento autonómico –o la masa que se manifiesta en la calle detrás de una pancarta– sin contar con el apoyo suficiente de las Cámaras y la correspondiente ratificación de todos los ciudadanos españoles?

Descartado –por imposible– el diálogo con un nacionalismo insumiso, maestro en el arte del trágala, ¿qué hacer ante el desafío secesionista planteado por el populismo localista catalán? La ley y la palabra. En una democracia –en un Estado de Derecho– la ley se cumple y se hace cumplir. ¿Dónde está escrito que la ley –en una democracia– no se impone? Hay quien sostiene que no se trata de una cuestión legal, sino estrictamente política. Cuando está en juego la integridad de un Estado, ¿la ley no tiene nada que decir? También se hace política exigiendo el cumplimiento de la ley. Y si hay que dialogar, se dialoga. Pero –como diría un administrativista– «eso lleva su trámite». ¿Diálogo? Sea. Pero, en el marco y los límites del Estado de Derecho: 1) La soberanía no se negocia. 2) El Estado de Derecho no se desintegra por la voluntad –real o supuesta– de una parte. 3) La voluntad del Estado de Derecho la expresa la totalidad de la ciudadanía. Y 4) Todo ello bajo el imperio de la ley. No hay democracia ni Estado de Derecho sin legalidad. Cualquier negociación o pacto debe respetar el marco constitucional. Y nos queda la palabra. Es necesario desvelar las falacias del pensamiento único nacionalista –la tergiversación de la historia, la falacia de una nación catalana dotada de derechos y privilegios preconstitucionales, la imposición española, el expolio fiscal, el llamado «derecho a decidir» como expresión máxima de la democracia, la permanencia en la Unión Europea de una Cataluña independiente o la creencia en una Cataluña transparente, próspera y floreciente una vez alcanzada la independencia– que se ha instalado en Cataluña. En suma, es necesario mostrar –así también se hace política– que, detrás de la Cataluña rica y plena que promete el nacionalismo –un Estado Nuevo, aseguran–, emerge una Cataluña empobrecida y dividida. No es una casualidad que Hitchcock dijera que el secreto de un argumento reside en la correcta caracterización del malo de la película.

Miquel Porta Perales es articulista y escritor.

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