El difícil camino del presidente Obama hacia un cambio de estrategia en Afganistán

Tema: El deterioro de la situación en Afganistán ha obligado a EEUU a plantearse un cambio de estrategia, tal como lo hizo en Irak a partir de 2007, pero a diferencia de entonces el cambio se encuentra paralizado por las divergencias entre los responsables de elaborarlas y aplicarlas.

Resumen: La situación de seguridad en Afganistán se ha deteriorado espectacularmente en los últimos cuatro años, pese a los crecientes esfuerzos, militares y económicos, de la comunidad internacional. El deterioro ha llegado a tal punto que el gobierno norteamericano ha considerado imprescindible un cambio de estrategia para reconducir la situación. La comparación con la estrategia aplicada en Irak en 2007-2008, que se conoce popularmente como The Surge, resulta inevitable. Sin embargo Afganistán es un escenario que presenta retos muy distintos a los de Irak, y en algunos aspectos más complejos, por lo que parece difícil duplicar la estrategia aplicada en un escenario al otro. De hecho, las dificultades son tales que han motivado un duro debate que ha llegado a dividir a la Administración norteamericana.

Este ARI describe los problemas de la estrategia anterior al final de la Administración Bush, la nueva estrategia aprobada por el presidente Obama, su valoración y las recomendaciones para su aplicación en Afganistán, así como las divisiones internas a propósito del camino a seguir.

Análisis: La necesidad de un cambio de estrategia en Afganistán se hizo ya evidente durante el último año del segundo mandato de George W. Bush para afrontar unos problemas que podían resumirse en cinco. En primer lugar, el enfoque estratégico inicial de EEUU, centrado en operaciones antiterroristas, dio paso en pocos años a una campaña contrainsurgencia progresivamente más compleja. A partir de 2005, y coincidiendo en el tiempo con la progresiva expansión de las fuerzas de seguridad gubernamentales e internacionales, la insurgencia se reforzó por la creciente adhesión de numerosos líderes locales de etnia pastún al núcleo insurgente talibán debido a diversos motivos, entre los que destacan el riesgo de esa expansión para sus actividades de extorsión y narcotráfico. La adhesión masiva a la insurgencia comenzó en la provincia de Helmand, con ocasión del despliegue británico, y se extendió después por gran parte del país, siguiendo las bolsas de población pastún hasta llegar incluso a provincias del norte, como Bagdhis y Kunduz.

Segundo, el desencanto de gran parte de la población con los resultados de la comunidad internacional y del gobierno de Hamid Karzai. Mientras los primeros no casan con las expectativas creadas, los segundos no han logrado mejorar la vida diaria de sus ciudadanos y mantienen los mismos niveles de desconfianza y corrupción intolerables incluso para los flexibles estándares afganos.

En tercer lugar, la insurgencia ha utilizado como santuario las zonas de Pakistán fronterizas con Afganistán, habitadas también por una mayoría de población pastún. El gobierno tribal semiautónomo de algunas de estas regiones, y la ambigua actitud del gobierno de Islamabad hacia el movimiento talibán, han permitido utilizar territorio paquistaní como base logística, cantera de reclutamiento y zona de descanso y reorganización para la insurgencia afgana.

Cuarto, la acción de las fuerzas internacionales se ha resentido de una importante falta de coordinación. Por un lado coexisten dos operaciones diferentes sobre el terreno, ISAF y Enduring Freedom, aunque a partir de 2008 el mando de ambas recae sobre el mismo jefe. Por otro lado, la coordinación interna, especialmente en ISAF, ha sido muy deficiente. Con frecuencia, los diferentes contingentes nacionales han actuado en el teatro de operaciones siguiendo líneas estratégicas diferentes y poniendo estrictas limitaciones a la actuación de sus respectivas fuerzas.

Y, por último, las operaciones en Afganistán se han visto muy afectadas por las dificultades logísticas. La continentalidad del país, su falta de infraestructuras y recursos y su mala comunicación con sus vecinos hacen muy complicado el abastecimiento de fuerzas militares operando en su interior. El recurso al transporte aéreo para alimentar el teatro de operaciones resulta imprescindible, pero encarece enormemente el coste (el coste de las operaciones en Afganistán para el presupuesto norteamericano del año fiscal de 2009, con un contingente medio de 54.000 efectivos, suponen el 60% de lo gastado en Irak, con un contingente de 130.000).[1] Esta es otra de las razones por las que existe tanta resistencia a aumentar la entidad de las fuerzas en el teatro afgano.

El cambio de estrategia, la estrategia del cambio

Los primeros pasos que se dieron para abordar un cambio de estrategia estadounidense hacían pensar en un intento de repetir la aplicada el año anterior en Irak (Surge). El general David Petraeus, principal protagonista de la Surgeiraquí, fue nombrado jefe del Mando Estratégico Central (Central Command, CENTCOM) en noviembre de 2008 con responsabilidad sobre las operaciones en curso en Irak y Afganistán. El nombramiento de Petraeus fue acompañado por un progresivo pero notable incremento de fuerzas en el teatro de operaciones afgano, pasando de los 18.000 efectivos a finales de 2005 hasta los 40.000 de finales de 2008, mientras se preveían nuevos refuerzos para el año siguiente. Para entonces había quedado claro que cualquier esfuerzo militar adicional dependería esencialmente de EEUU porque muchos aliados se encontraban al límite de sus posibilidades militares (el Reino Unido), con problemas de opinión pública (los Países Bajos y Canadá) o defendiendo una estrategia más ajustada al mandato original de ISAF, centrada en el apoyo al gobierno afgano y no en la lucha directa contra la insurgencia (España, Italia, Alemania y Francia).

La llegada de Barack Obama a la Casa Blanca no varió inicialmente esta tendencia. El nuevo presidente había prometido en su campaña convertir Afganistán en el escenario principal de la Guerra contra el Terrorismo, y se esperaba que apoyase una estrategia similar a la aplicada previamente en Irak. La confirmación en su puesto del secretario de Defensa Robert Gates, co-artífice también de la estrategia Surge iraquí reforzó esta impresión. Las líneas generales de la nueva estrategia se hicieron públicas en marzo de 2009, con la publicación de un White PaperUS Policy toward Afganistán and Pakistan–[2] y la declaración del presidente Obama del 27 de marzo.[3] En ellos se reconocía la gravedad de la situación y se proponían tanto objetivos como recomendaciones para un nuevo enfoque de la campaña. Entre los primeros el más importante era derrotar a los grupos yihadistas como al-Qaeda e impedir que volviesen a utilizar el país como base de operaciones. En cuanto a las segundas, marcaba las líneas estratégicas a seguir, que podían resumirse en promover la legitimidad y capacidades del gobierno afgano para hacerse cargo progresivamente de la situación, debilitar la insurgencia separando a los elementos más moderados, considerar Afganistán y Pakistán como un escenario estratégico único apoyando al gobierno paquistaní en su lucha contra la insurgencia, integrar los esfuerzos civiles y militares y romper el vínculo entre insurgencia y narcotráfico.

La Administración Obama accedió, además, a reforzar el contingente norteamericano en Afganistán, pero lo hizo en una cantidad menor de la inicialmente barajada. Si en 2008 se hablaba de unos 30.000 efectivos, la cifra finalmente aprobada fue de 21.000, 4.000 de ellos dedicados a tareas de formación de fuerzas locales. También se concretó el tamaño que deberían alcanzar tanto el ejército como la policía afgana para ser capaces de gestionar la violencia en el país con sus propios medios. Las cifras llegaban a los 134.000 efectivos en el ejército y 78.000 en la policía, y deberían alcanzarse en un plazo de dos años a partir de 2009.

La aplicación de la nueva estrategia sobre el terreno comenzó abruptamente en mayo de 2009 cuando se produjo el relevo del jefe de ISAF y Enduring Freedom en Afganistán, general David McKiernan. Su sustituto era Stanley McChrystal, un especialista en inteligencia y operaciones especiales, también participante en la Surge iraquí como jefe del Mando Conjunto de Operaciones Especiales, que había desempeñado un notable papel en la eliminación de líderes insurgentes. La figura de un general como McChrystal, especialista en operaciones limitadas y quirúrgicas, daba probablemente cierta confianza a Obama en que podría enderezar la deteriorada situación del conflicto sin peticiones excesivas de fuerzas y recursos adicionales. Los primeros meses de McChrystal en su puesto fueron probablemente los más violentos desde 2001, porque la insurgencia se lanzó a una campaña de gran envergadura, uno de cuyos objetivos principales era sabotear las elecciones presidenciales de agosto. Entre junio y agosto las bajas multinacionales en ISAF y Enduring Freedom llegaron a 189 muertos y más de 1.000 heridos.[4] Pero lo más preocupante fue la evidencia de que la insurgencia se había reforzado hasta el punto de controlar amplias zonas rurales, imponiendo en ellas una administración en la sombra y que, en algunos casos, la población se mostraba más satisfecha con esa administración que con la legítima del gobierno de Kabul.

No obstante, el mayor golpe a los esfuerzos de la comunidad internacional en Afganistán vino precisamente del desarrollo y resultados de las elecciones presidenciales. La combinación de baja participación (38%) y sospechas de fraude, muchas confirmadas, ha supuesto un golpe devastador para la legitimidad del gobierno que surja de estas elecciones y que era, precisamente, uno de los pilares sobre los que debería basarse la nueva estrategia estadounidense en Afganistán. Durante esos duros meses de verano, McChrystal comenzó a imponer una nueva orientación en las operaciones, limitando el recurso al apoyo aéreo para evitar bajas civiles, segregando del Cuartel General de ISAF otro intermedio para encargarse directamente de las operaciones y dando instrucciones para que las unidades de combate se concentrasen en la protección de la población, en lugar de protegerse a sí mismas. Durante ese tiempo el general también preparó su informe inicial, del que se esperaba una evaluación sobre las posibilidades de aplicar sobre el terreno la nueva estrategia definida en marzo y, además, las líneas de desarrollo y aplicación de la estrategia, lo cual significaba definir en términos generales si se iban a necesitar o no más refuerzos.

Valoraciones y dudas sobre el camino a seguir

El informe se entregó oficialmente a finales de agosto de 2009. La evaluación de la situación fue más o menos la que se esperaba: el deterioro en la seguridad era tal que existía un grave riesgo de que toda la campaña terminase en fracaso si no se reaccionaba con energía. Las soluciones de McChrystal recordaban a las aplicadas por Petraeus en Irak: la fuerza debía centrarse en la protección de la población civil y no en su propia seguridad, las acciones militares debían estar perfectamente coordinadas con proyectos de reconstrucción y desarrollo y las fuerzas internacionales debían retomar la iniciativa, haciendo retroceder a la insurgencia el tiempo suficiente para completar la organización de fuerzas de seguridad locales fiables. Estas últimas deberían asumir a medio y largo plazo las tareas de seguridad y deberían ser de entidad superior a las inicialmente previstas, llegando hasta los 400.000 efectivos entre fuerzas militares y policiales.

Para conseguir esos objetivos el informe dejaba claro que se necesitaban más fuerzas, aunque remitía a documentos posteriores la cuantificación exacta de su número. Con ello rompía las esperanzas del presidente Obama de aplicar una Surge afgana económica y, en su lugar, se encontraba con la aplicación de una campaña de contrainsurgencia que consumiría recursos apreciables. Además, el informe salió a la luz pública el 21 de septiembre cuando el Washington Post reprodujo gran parte del mismo[5] y el mismo McChrystal confirmó la veracidad de lo publicado en una conferencia en el Instituto de Estudios Estratégicos de Londres. La difusión pública del informe colocó a Obama en una posición muy difícil, pues debería elegir entre aceptar un esfuerzo militar considerable, algo de lo que ahora no se mostraba muy partidario, o ignorar las recomendaciones de su comandante militar sobre el terreno.

Ante esa disyuntiva, el presidente ha optado por demorar la decisión, iniciando una serie de consultas con sus asesores civiles y militares sobre posibles alternativas. Pero todo el asunto ha adquirido el aspecto de una crisis entre la Casa Blanca y el Pentágono, con el almirante Mullen y Petraeus apoyando a McChrystal, mientras el vicepresidente Biden y el asesor presidencial de Seguridad, James Jones, favorecían una solución diferente, más centrada en operaciones limitadas contra al-Qaeda, que en una ofensiva generalizada contra la insurgencia.[6] En la raíz del dilema existe una cuestión esencial: EEUU intervino en Afganistán para desarticular a al-Qaeda y los grupos yihadistas en la zona, aplicando una estrategia limitada antiterrorista. Pero, a partir de 2005, se encuentra combatiendo una insurgencia que, en gran medida, tiene el carácter de una rebelión tribal pastún, lo cual no entraba en absoluto entre los objetivos iniciales. Así pues, la opción de negociar con los elementos “reconciliables” de la insurgencia y concentrar la fuerza militar sobre los “irreconciliables”, que se identifican con los grupos yihadistas y el núcleo más duro del movimiento talibán, parece una medida en la que están de acuerdo políticos y militares, y que permitiría recuperar el enfoque antiterrorista original. Después de todo, así fue como se consiguió fracturar el régimen talibán en 2001, logrando que la mayoría de las tribus le retirasen su apoyo y, además, la aplicación de una estrategia parecida significó el principio del cambio de tendencia en Irak.

Pero las divergencias están en cómo conseguir de nuevo esa fractura. En Afganistán no se dan las condiciones que existían en Irak, donde la insurgencia estaba ya fracturada antes de la Surge, con las tribus suníes hartas de los excesos de los yihadistas y combatiendo abiertamente contra las milicias chiíes. Tampoco se dan las mismas condiciones que existían en 2001 en el propio Afganistán, cuando los líderes tribales estaban sumamente irritados por la prohibición talibán de cultivar opio, cansados de enviar sus milicias a la lejana guerra del norte y preocupados por el excesivo poder acumulado por el régimen de los estudiantes islámicos. De hecho, Petraeus y McChrystal desconfían de que los jefes tribales y otros grupos estén dispuestos a negociar en el momento actual, precisamente cuando comienzan a percibir que están ganando el conflicto. La única forma de convencerlos sería demostrarles que todavía pueden perderlo y para eso es necesario aplicar temporalmente una estrategia contrainsurgencia clásica con incremento de fuerzas, una actitud más ofensiva para recuperar la iniciativa y un esfuerzo renovado para ganarse a la población.

La alternativa a la opción propuesta por McChrystal es la defendida por el vicepresidente Joe Biden, que no ha sido todavía claramente formulada en documentos, por lo que tampoco se conocen demasiado bien sus detalles. Pero en líneas generales parece ser que consistiría en una menor exigencia a la hora de entablar negociaciones con los líderes insurgentes moderados, concentrándose en cambio en causar el mayor daño posible tanto a al-Qaeda como a los elementos del movimiento talibán más relacionados con los yihadistas. En líneas generales esta opción busca una recuperación acelerada de la campaña antiterrorista original, evitando la dura fase contrainsurgencia que propone McChrystal. Probablemente implicaría repliegues de las áreas rurales en el sur y el este del país, hasta llegar a una situación similar a la de 2005, antes de la expansión de ISAF. Por otro lado, se incrementaría el esfuerzo en Pakistán, donde se encuentran realmente los elementos más extremistas de la insurgencia. Para ello se incrementaría la cooperación con las autoridades paquistaníes y se reforzaría el programa de eliminación de líderes insurgentes mediante ataques de aviones no tripulados. Esta línea estratégica evitaría un refuerzo importante de fuerzas norteamericanas, a cambio de ofrecer mayores concesiones a los elementos insurgentes moderados, especialmente a los líderes tribales pastún del sur del país, lo que podría terminar con la costosa guerra de desgaste en Helmand y Kandahar, detendría la expansión insurgente hacia el oeste y permitiría concentrar las fuerzas disponibles sobre la frontera paquistaní.

En líneas generales, ambas líneas estratégicas buscan debilitar a la insurgencia, aislando a los elementos más extremistas. Y ambas utilizan lo que popularmente se conoce como “estrategia del palo y la zanahoria”, aunque la línea de McChrystal pone el acento en el palo, mientras que la de Biden prefiere ofrecer una zanahoria más apetitosa, cediendo al tradicional irredentismo pastún y ofreciendo a los líderes locales de algunas regiones del sur y este del país una amplia autonomía respecto al gobierno central. Ambas coinciden, por otra parte, en la importancia de recuperar el apoyo de la población y en la necesidad de realizar un esfuerzo suplementario en la organización de fuerzas de seguridad locales.

La responsabilidad de la decisión final pertenece obviamente al presidente Obama, aunque su postura inicial parece poco favorable a un refuerzo considerable de efectivos. Pero las presiones para que haga caso a sus jefes militares están aumentando, no sólo desde el Partido Republicano, sino desde algunos miembros de su propio gobierno, como la secretaria de Estado Hillary Clinton. Por eso, cada vez es más difícil para Obama un rechazo total de las peticiones de McChrystal ya que, además, dejaría a este último en una situación en la que probablemente tendría que dimitir de su cargo. Pero la prudencia de Obama resulta lógica en un mandatario que debe atender a muchos más problemas que Afganistán, en un momento difícil desde el punto de vista económico. EEUU se enfrenta a un Irán cada vez más inquietante, a la eterna crisis de Oriente Medio, a regímenes progresivamente hostiles en Sudamérica y a un gigantesco proceso de rearme en Asia que no augura tiempos pacíficos. Por eso, el presidente Obama sabe que quedaría muy mal ante la Historia si un día se cuenta cómo desgastó su poder militar persiguiendo fantasmas en las montañas afganas, mientras amenazas mucho más evidentes crecían a su alrededor.

Y el problema es que la situación en Afganistán se ha complicado tanto que resulta muy difícil encontrar una solución que no plantee dudas sobre su viabilidad y resultados. Por ejemplo, el despliegue de hasta 40.000 efectivos adicionales en Afganistán como parece ser que ha solicitado McChrystal, sobrecargaría las ya frágiles infraestructuras logísticas hasta un punto preocupante. Convertir esos efectivos en fuerzas operativas sobre el terreno implicaría tanto asegurar las problemáticas rutas logísticas paquistaníes como abrir otras nuevas a través de Asia Central. Se ha trabajado mucho en este aspecto, pero los resultados no han sido hasta totalmente satisfactorios, en parte por la ambigua postura rusa al respecto y en parte porque situar los abastecimientos en Asia Central supone de por sí un esfuerzo considerable. En cualquier caso, el despliegue podría demorarse muchos meses y se tardarían muchos más en obtener resultados, alargando la fase de alta intensidad del conflicto más de lo que la Casa Blanca desearía.

Adoptar directamente la estrategia de Biden también implica muchas dificultades. La primera y evidente es que los resultados dependerían en gran medida de actores que ni EEUU ni sus aliados controlan en absoluto. En concreto los jefes tribales pastunes y el gobierno de Pakistán. Los primeros deberían mantenerse fieles a sus compromisos para no dar refugio a los extremistas, y el segundo adoptar una línea más dura con los talibán y otros grupos, renunciando a su política tradicional de utilizar las tribus pastunes paquistaníes como un instrumento para influir en la política afgana. Además la adopción de esa línea podría significar la renuncia a un Afganistán encaminado hacia la modernidad. Con los jefes tribales dueños de sus feudos y con un gobierno afgano debilitado, se corre un serio de riesgo de que el país termine gobernado por un régimen muy similar al que se derrocó en 2001. O, peor aún, sumido en el caos como en los años 90.

Por si fuera poco, existen elementos comunes a ambas líneas estratégicas que también suscitan importantes dudas. Por ejemplo, cualquiera que sea la estrategia aplicada, la clave del éxito a medio y largo plazo está en una adecuada transferencia de responsabilidades de las fuerzas multinacionales a las locales. Se han necesitado ocho años para formar un ejército afgano de 90.000 efectivos, de los cuales quizá solo dos tercios pueden ser empleados en operaciones, y una policía con 80.000 efectivos que sigue siendo ineficaz por falta de formación y exceso de corrupción. Así pues, parece un tanto optimista confiar en alcanzar 400.000 efectivos en un par de años, sin que se produzca una dramática pérdida de su eficacia en operaciones, que ya hoy en día resulta bastante deficiente. Por no hablar de la sostenibilidad de una fuerza semejante en uno de los países más pobres del mundo. Además, de poco servirán unas fuerzas de seguridad gigantescas si no están respaldadas por una administración estatal sólida y legítima.

Conclusiones: En definitiva, los términos de la ecuación a los que se enfrenta Obama son sencillos, aunque no muy alentadores. Los objetivos iniciales del conflicto de Afganistán han quedado enterrados en el enfrentamiento contra una maraña de grupos insurgentes, crecidos por la falta de legitimidad y competencia del gobierno de Kabul. Muchos de esos insurgentes tienen poco que ver con lo que inicialmente se vino a combatir. Para invertir la situación hay que desentrañar esa maraña, recuperando el enemigo y los objetivos originales, relacionados con la lucha contra el terrorismo yihadista, llegando a acuerdos en términos aceptables con el resto de los insurgentes.

Sus generales le dicen que en el momento actual la insurgencia lleva la iniciativa y está obteniendo la ventaja en el conflicto, por lo que será difícil que los insurgentes reconciliables encuentren algún motivo para negociar, a no ser que se les ponga entre la espada y la pared. Eso significará aplicar una estrategia de contrainsurgencia que puede suponer un esfuerzo muy considerable y que caerá esencialmente sobre las espaldas de EEUU.

Pero el momento para ese esfuerzo quizá pase rápidamente si no se ejerce un esfuerzo de liderazgo, al cual la indecisión actual no ayuda. La opinión pública está cansada, los aliados están cansados, los afganos están irritados y decepcionados y la legitimidad del gobierno de Kabul está en sus horas más bajas desde 2002. En esas condiciones puede que el esfuerzo demandado por los militares, aparte de costoso, sea también fútil. Por eso algunos miembros del gobierno, y probablemente el propio presidente, intentan buscar una alternativa más orientada a recuperar cuanto antes una campaña antiterrorista que resulte menos costosa, aun al precio de renunciar a algunos de los objetivos iniciales como el de introducir a Afganistán en la modernidad, a cambio de conseguir el principal: destruir la infraestructura terrorista en Afganistán y Pakistán.

Cualquiera de ambas opciones suscita graves dudas sobre sus resultados, porque ambas son estrategias diseñadas a corto plazo en un conflicto que siempre se ha planteado a largo. Probablemente tanto EEUU como sus aliados necesitarían más esfuerzo en tiempo y recursos que los que el general McChrystal está pidiendo para garantizar un final del conflicto totalmente satisfactorio. Pero, quizá, el tiempo para ello ya ha pasado. Tras desperdiciar ocho años de presencia internacional en Afganistán, lo único que queda es aplicar una estrategia de salida que, al menos, permita alcanzar algunos de los objetivos iniciales, evitando la sensación de fracaso. Obama y sus generales lo saben aunque, en este momento, estos últimos piden un último esfuerzo para asegurar una salida con más garantías, mientras su presidente parece que preferiría no consumir más recursos, buscando un desenganche más acelerado. La decisión tiene que tomarse pronto, pero parece que no es para mañana.

José Luis Calvo Albero, teniente coronel del ET y jefe de oficiales de enlace CIMIC en el Cuartel General de ISAF VII.

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Notas:
[1] Amy Belasco, The Cost of Irak, Afganistán and Other Global War on Terror Operations Since 9/11, Congressional Research Service, 15/V/2009, www.fas.org/sgp/crs/natsec/RL33110.pdf .

[2] http://www.whitehouse.gov/assets/documents/afghanistan_pakistan_white_paper_final.pdf.

[3] Remarks by the President on a New Strategy for Afghanistan and Pakistan, 27/III/2009.

[4] www.icasualties.org.

[5] http://www.washingtonpost.com/wp-dyn/content/article/2009/09/20/AR2009092002920.html.

[6] Peter Barrer y Elisabeth Bumiller, “Obama Considers Strategic Shift in Afghan War”, New York Times, 22/IX/2009.