El dilema de la mesa

La primera condición para que la mesa bilateral de negociación entre el Gobierno de España y el Govern de Cataluña pueda llegar a algún resultado es aprender la lección del fracaso colectivo de octubre de 2017.

Aquello fracasó porque no hubo comunicación directa entre las partes y prevaleció la desconfianza mutua. Como en el juego del dilema del prisionero, los dos jugadores obtuvieron un resultado peor del que habrían obtenido si Puigdemont hubiera convocado elecciones y Rajoy se hubiera abstenido de suspender la autonomía. Pero ninguno de los dos se fiaba del otro. Rajoy tenía el fundado temor de que, si se abstenía de aplicar el artículo 155, Puigdemont aún tendría más incentivos para eludir las acusaciones de traidor y las 155 monedas de plata y hacer su declaración unilateral de independencia. Puigdemont, a su vez, temió que, aunque convocara elecciones, aquella misma tarde el Senado aprobaría igualmente la suspensión de la autonomía porque ya todo estaba preparado, como ha confirmado Rajoy en sus memorias.

En la metáfora del dilema del prisionero en la teoría de juegos, cada uno de los dos prisioneros está aislado en su celda, no sabe lo que va a hacer el otro, no se fía de su lealtad y, por si acaso, se denuncian mutuamente, con lo cual los dos reciben un castigo más fuerte del que habrían recibido mediante la mutua cooperación.

Pero el mismo dilema puede tener otro resultado si se cambian los mecanismos de la interacción. Para que la mesa bilateral entre los Gobiernos de España y de Cataluña pueda llegar a un acuerdo cooperativo, la clave es la comunicación, la formalización de una secuencia negociadora con sucesivas ofertas y contraofertas, la transparencia del proceso y la lealtad al acuerdo que se alcance. Para ello puede hacer falta mucho diálogo, sin duda. Pero también se necesitará que exista una cierta simetría para que cada parte pueda amenazar con un contragolpe y evitar así que el otro caiga en la tentación de tomar decisiones unilaterales sobre el tema.

El resultado de la negociación no puede ser la independencia ni la suspensión de la autonomía, que eran las alternativas en 2017, sino alguna fórmula de reforma institucional para cuya ejecución existan mecanismos efectivos de control. Si el acuerdo fuera solo retórico y en la práctica se convirtiera en un papel mojado, la predicción no sería difícil: tanto el PSOE como la ERC correrían a sacarse al otro de encima y la legislatura no duraría un año y medio. De nuevo, las dos partes obtendrían un resultado peor que el que pueden alcanzar mediante la cooperación.

A nadie debería sorprender que ya surjan ahora, antes de empezar, furibundas acusaciones de traición por los dos lados. Pese a los más de cuarenta años de democracia, muchos continúan suponiendo que los actores políticos toman decisiones por medio de la astucia y el engaño y muchos todavía abogan por que “la política” prevalezca sobre los comportamientos transparentes sometidos a unas reglas del juego vinculantes. Pero como en este país ya se ha acumulado mucha experiencia de trampas e incumplimiento de pactos y compromisos por todos lados, en la política fuera de las instituciones prevalece la sospecha fundada de que nadie es de fiar.

Quizá el mayor obstáculo aparecerá al principio, con el intento de boicoteo de la mesa mediante la remoción judicial del actual presidente de la Generalitat. Unas elecciones catalanas anticipadas lo podrían echar todo a perder. Si, a pesar de todo, se logra que la mesa se forme y se reúna, la lección de la confrontación reciente debería generar un impulso cooperativo. Lo peor siempre es, como decía Roosevelt, el miedo: lo único que hay que temer. Lo contrario al miedo no es la audacia ingenua y vulnerable, sino la mutua confianza condicional, es decir, la negociación transparente sujeta a acciones de represalia en la reserva si la otra parte no cumple.

Octubre de 2017 fue el fracaso de la vía unilateral. La mesa de negociación es un intento de vía bilateral. Para amansar el conflicto, el Gobierno de España necesitaría mostrarse audaz y cumplidor. Solo así muchos catalanes podrían llegar a pensar que esta no es la misma España que han visto los últimos años y, reviviendo el espíritu de los años ochenta y noventa, volver a aceptar que, a pesar de todo, pueden continuar viviendo juntos.

Si esta vía también fracasara, el único horizonte que quedaría abierto, más allá del terco conflicto permanente, sería una vía multilateral en el marco de la Unión Europea. Las interacciones entre múltiples actores reducen la polarización y permiten encontrar soluciones más matizadas. Algunas actuaciones vacilantes del Parlamento y los tribunales europeos de estos días sugieren que quizá esa vía podría ser transitable en algún futuro por determinar. Por ahora, la mera consciencia de que Europa está mirando debería ayudar a que la negociación bilateral pueda alcanzar un resultado democrático satisfactorio y no producir un fracaso histórico más.

Josep M. Colomer es autor de España: la historia de una frustración (Anagrama).

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