El dilema de Turquía

Las negociaciones entre Turquía y la Unión Europea (UE), en vez de avanzar, están completamente estancadas, hasta el punto de que el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, de visita en Bruselas, se quejó amargamente del trato que recibe su país y vituperó «el populismo erróneo» que proliferó en la campaña para las elecciones del Parlamento Europeo, cuando varios partidos del centroderecha censuraron con estridencia tanto la lentitud en las reformas del Gobierno de Ankara como su proclividad islamista. Un verdadero círculo vicioso y un dilema irresuelto entre los europeos críticos y los turcos que frenan las reformas.

La adhesión de Turquía a la UE, a la que está vinculada por un tratado de asociación desde 1963, tropieza en el interior con la oposición nacionalista, pero, sobre todo, con la tensión entre los sectores laicos, herederos del kemalismo, y los islamistas del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), dirigido por Erdogan, en el poder desde el 2002. El rechazo del reconocimiento de Chipre, cuya parte norte está ocupada por el Ejército turco; la presión migratoria, la reforma de la Constitución para asumir el acervo comunitario, el poder militar y el estatuto personal de la minoría kurda son problemas que a veces enmascaran el meollo de la cuestión: la arriesgada acogida de un Estado crecientemente islámico, culturalmente antagónico, subdesarrollado, de democracia problemática, demografía galopante y 80 millones de habitantes.
La controversia entre el Gobierno y los kemalistas en el Ejército y la sociedad civil se retroalimenta con dos sutiles teorías de la conspiración. Si el primero ordena la detención de universitarios, periodistas o militares supuestamente implicados en la trama conocida como Ergenekon para derrocar al AKP, los segundos consideran que el sumario es un acto de intimidación que forma parte de la agenda secreta del primer ministro para «acabar con la Turquía secular» e imponer las leyes y costumbres islámicas en la vida pública.

Desde hace dos años, los laicistas replican a las acciones del Gobierno con manifestaciones de protesta en Estambul y Ankara, las dos urbes donde se concentran los funcionarios y la burguesía mercantil, defensores del secularismo, frente a los sectores islamistas que imperan en la inmensidad rural. Esas dos Turquías aparecen ante cualquier visitante. Los liberales occidentalizados, con el diario Hurriyet (y su versión inglesa) a la cabeza, se alarman por los avances del islamismo en los círculos del poder, pero los imanes que atruenan el espacio con sus altavoces en los minaretes deploran la escasa afluencia de jóvenes a la mezquita.
Otras fallas sacuden los cimientos de la sociedad turca. El nacionalismo, agresivo, acusa a Orhan Pamuk, premio Nobel, que se sienta de nuevo en el banquillo, de «insultos a la nación turca» por haber declarado a un periódico suizo: «Matamos a un millón de armenios y a 30.000 kurdos, pero nadie en Turquía tiene el coraje de decirlo». Los mismos nacionalistas o kemalistas dogmáticos que aún idealizan el Estado autoritario y xenófobo de Ataturk o desean imponer el secularismo con parecidos métodos autoritarios a los que emplean los islamistas, pero que también se agarran al libro de Walter Laqueur –Los últimos días de Europa– para insistir en el sombrío e impredecible futuro del continente.

Los problemas kurdo y armenio siguen candentes y coartan las aspiraciones europeas. La maltratada minoría kurda (unos 15 millones, el 20% de la población total) está muy lejos de haber recuperado sus derechos políticos y culturales, como exige la UE (criterios de Copenhague), una cuestión vidriosa que precisa una reforma constitucional inviable por mor de la aritmética parlamentaria. Ankara sigue sin reconocer el genocidio de los armenios, la deportación forzosa y el exterminio de más de un millón de cristianos durante el Gobierno de los Jóvenes Turcos en el Imperio otomano (1915-1917), un asunto que incluso enfrenta al primer ministro Erdogan con el más moderado presidente de la República, Abdulá Gül.
La política exterior no ayuda a colmar la brecha entre Europa y Turquía. Erdogan ha suplantado la tradicional diplomacia de fidelidad a la OTAN y amistad con EE UU e Israel por un panislamismo militante, que mira más a Teherán que a Washington, y que incluye el apoyo tanto a Hamás e Hizbulá como a los gobiernos islamistas de Sudán o Qatar. Las élites surgidas del kemalismo, educadas en universidades laicas de tipo occidental, han sido sustituidas por otra procedente de las escuelas coránicas. El viejo sueño de una Turquía secular y europeizada, presente en las lucubraciones sobre el choque de civilizaciones, se halla así en franco retroceso.

Ante esa Turquía desgarrada y en transición, no se sabe muy bien si hacia el islamismo riguroso o la europeización desde arriba, los países de la UE están divididos, aunque parece abrirse paso la idea de «una asociación privilegiada», sugerida por la cancillera Angela Merkel y secundada por el presidente Nicolas Sarkozy, que permitiría compartir los intereses económicos y promover el desarrollo, pero manteniendo la reserva cultural y política hasta que Turquía recorra el abrupto sendero que debe llevar a la emancipación de todos sus ciudadanos, la separación del Estado y la mezquita, el respeto de sus minorías y la consolidación de un marco político homologable.

Mateo Madridejos, periodista e historiador.