El dilema del Rey y de otros

"El poder de los príncipes es el instrumento de los fines del pueblo" (Raimundo Lulio. Libro del orden de caballería).

Sólo una vez he saludado personalmente al Rey Felipe VI. Fue durante unos protocolarios minutos, de manera que tan escaso conocimiento no es ventaja ni constituye inconveniente para lo que me propongo exponer. Dicho lo cual, desde la distancia recomendable, quisiera ceñirme a la consideración de un determinado hecho empírico que pudiera resultar decisivo para el inmediato futuro político de España y, por tanto, de los españoles. Me refiero a la delicada decisión que el Jefe del Estado, tras la segunda ronda de conversaciones, ha de tomar y que es fruto de la incertidumbre generada por el desenlace de las elecciones generales del pasado 20 de diciembre.

Para precisar bien las ideas, creo que en primer lugar hay que analizar cuál es, con arreglo a la Constitución de 1978 (CE), la función del Rey en situación tan trascendental y que nada tiene que ver con lo que las constituciones de 1845 y 1876 disponían. Según aquellas que, dicho sea de paso, no eran Constituciones democráticas, entre otras prerrogativas, correspondía al Rey "nombrar y separar libremente a los ministros", así como convocar, suspender y disolver las Cortes. El titular de la Corona estaba en la cúspide del poder con escasas limitaciones y constitucionalmente los reyes -léase Isabel II, Alfonso XII y Alfonso XIII- podían hacer casi todo.

Sin embargo, hoy España es un "Estado social y democrático de Derecho", cuya Constitución -artículo 1- proclama que "la soberanía nacional reside en el pueblo, del que emanan todos los poderes del Estado". El pueblo manifiesta su voluntad cuando es convocado a elecciones, reguladas por un sistema electoral que ofrece garantías de autenticidad y el Gobierno salido de aquellas guarda relación de dependencia con las Cortes Generales que "representan al pueblo español" -artículo 66 CE-.

Así las cosas, ¿qué papel desempeña el Rey en este proceso? Vaya por delante que en nuestra monarquía parlamentaria, el del Rey no es un poder inútil y no sólo porque le corresponda "el mando supremo de las Fuerzas Armadas" (artículo 62)h de la CE),  sino porque como Jefe de Estado, "arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones" (artículo 56.1 CE). Téngase en cuenta, además, que todos los actos del Rey están sometidos a refrendo, sin el cual nada valen. Y, por cierto, mientras que el "refrendo real" lo prestan siempre el presidente del Gobierno o, en su caso, los ministros, los relacionados con el nombramiento del presidente del Gobierno quien los refrenda es el presidente del Congreso.

Dicho esto, ¿qué "actos reales" son esos y qué margen de discrecionalidad tiene el Rey? Trataré de responder a ambas preguntas con brevedad. Mas antes de proseguir, me parece necesario destacar que la posición del Rey en el proceso electoral se rige por la discreción, el distanciamiento preelectoral y la ausencia en la cita electoral; actitudes, las tres, garantes de su imparcialidad, pues es obvio que quien arbitra y modera no puede participar.

Renovado el Congreso de los Diputados, la propuesta del candidato a la presidencia del Gobierno ha de hacerla el Rey. Éstas son las reglas contenidas en el artículo 99 de la Constitución: a) que el candidato propuesto expondrá en el Congreso su programa político de gobierno y solicitará de la Cámara la confianza de investidura; b) que si la obtiene en primera votación por mayoría absoluta o en segunda por mayoría simple, el Rey le nombrará presidente; c) que, en caso contrario, el Rey formulará nueva propuesta, y cada nuevo candidato se someterá al mismo procedimiento para obtener la confianza de la Cámara; d) que si al cabo de dos meses desde la primera votación de investidura nadie obtuviera la confianza del Congreso, el Rey disolverá las Cortes y convocará nuevas elecciones.

Y ahora, la gran cuestión: ¿a quién debe proponer inicialmente el Rey como candidato a presidente del Gobierno? La Constitución no lo dice de un modo directo. Sí dispone que, antes de formular la propuesta, el Rey llamará a consulta "a los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria", trámite que sirve para que el Rey obtenga una información fiable de las posibles alianzas parlamentarias y de la posición que cada grupo adopte en relación con los eventuales candidatos en la votación de investidura. Esto significa que el Rey puede utilizar su conocimiento anticipado de la votación para proponer a un candidato o a otro e incluso a ninguno de los "presentables".

A partir de estas premisas, en las actuales circunstancias y ante el panorama que los principales líderes de los partidos se han encargado de dibujar y hasta de exhibir -algunos impúdicamente-, la papeleta del Rey no es fácil de resolver, pues la Constitución no ofrece a don Felipe VI solución alguna y la disyuntiva del "uno", es decir, Mariano Rajoy, o del "otro", o sea Pedro Sánchez, es el margen de discrecionalidad que, por vía de silencio, el texto constitucional concede al Jefe del Estado.

Tengo para mí que la clave del dilema del Rey consiste en despejar la duda de si es preferible propiciar un Gobierno quizá inestable en atención al respeto que merece la voluntad del electorado a favor de la minoría mayoritaria del PP o, en dirección opuesta, primar un Gobierno presidido por quien encabeza la opción electoral del PSOE, situada en segundo lugar y que cuenta con el respaldo de otras fuerzas parlamentarias.

Situados en el ámbito de las preferencias, en principio y abstracción hecha de la hipotética renuncia del señor Rajoy, parece que debería optarse por el partido vencedor. Nadie con cultura democrática entendería que teniendo el PP más diputados que el PSOE y, por tanto, habiendo sido el ganador de las elecciones del 20-D, Pedro Sánchez recibiera el encargo de formar Gobierno en virtud de pactos, desde luego legítimos, pero posteriores a la contienda electoral y, por consiguiente, desconocidos por los electores en el momento de depositar su voto en las urnas.

Distinta es la cuestión del presidente del Gobierno en funciones y del Partido Popular, quien, al parecer y ya sería la segunda vez, podría pedir al Rey que no le proponga como candidato si no cuenta con el apoyo del PSOE, lo que ha dado lugar a que algunas voces, incluidas las de un buen número de militantes del PP, preconicen un cambio de liderazgo. No entro ni salgo en nombres o familias de populares, pero sí digo que la suplencia de una pieza gastada por otra no lleva implícita la catástrofe. Los españoles hace tiempo que sabemos que en política nadie es imprescindible. Útil, sí; insustituible, no.

Uno, que cree en la contingencia de la historia, parte del elemental axioma de que la política es una entidad conveniente y no dogmática y que jamás puede ser el parapeto desde el que se intente frenar la marcha de un país. Un viejo amigo y sagaz comentarista me decía este fin de semana que durante los últimos años la vida del PP se ha movido entre el incienso y la loa al líder y de ahí su estancamiento. Tiene razón. La política se rige por un decálogo muy breve. Uno de esos principios básicos es que agotar etapas cuando ya están agónicas puede conducir a un triste final en el que sólo queden las cenizas.

En fin; éstas y otras consideraciones acaso contrarias a las que aquí postulo, serán las que pesarán en el Rey a la hora de proponer candidato a presidente. Ya sabemos que no hay norma constitucional escrita, pero el Rey, que seguro tiene más elementos de juicio, llegado el caso sabrá lo que es conveniente hacer. Eso, sin duda, es lo que hará, actuando con exquisita lealtad constitucional y neutralidad ejemplarizante.

El Rey Felipe sabe que sus funciones, que no poderes, están al servicio de los españoles y tampoco ignora que un distanciamiento con los ciudadanos tiene muy difícil arreglo. Como Francisco Tomás y Valiente escribió, el Rey puede hacer y hace muchas cosas. Puede escuchar, consultar, informarse, recomendar, sugerir, instar, aconsejar, moderar. Estoy convencido de que el Rey Felipe VI conjugará todos estos verbos con discreción y prudencia. A un rey que cultiva la sencillez en las costumbres, afronta los problemas, incluidos los judiciales de una hermana, y lo hace de forma abierta en lugar de ocultarlos, y no se caracteriza de rey de baraja, cabe suponer que le van poco las figuras de cera.

Javier Gómez de Liaño es abogado y magistrado en excedencia.

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