El dilema egipcio de Israel

El alzamiento árabe contra la inercia, la desesperación y la decadencia inspiró, con razón, la admiración de la gente civilizada en todo el mundo –es decir, en todo el mundo excepto en Israel-. La caída de las dictaduras árabes corruptas es recibida en Israel con un profundo escepticismo, hasta con hostilidad.

Durante años, el discurso israelí ha sido que una paz verdadera con el mundo árabe sólo sería posible cuando la región abrazara la democracia. Pero la perspectiva de una democracia árabe se ha convertido en una pesadilla para los líderes israelíes. Están acostumbrados a lidiar con autócratas en El Cairo, Damasco y Amman, y ahora temen las consecuencias de una política exterior árabe que responda genuinamente a la voz del pueblo.

Egipto, donde el régimen de Hosni Mubarak fue el aliado más cercano de Israel en la guerra contra Hamas en Gaza y a la hora de frenar el impulso de Irán para una hegemonía regional, es de especial preocupación. La ineficiencia de Mubarak como intermediario de una paz palestino-israelí no les resultó del todo inconveniente a algunos de los líderes de Israel.

Todo esto ahora va camino a cambiar. Es inconcebible, por ejemplo, que una democracia egipcia, en la que la Hermandad Musulmana sería una fuerza política legítima, persista en la complicidad de Mubarak con el sitio israelí de Gaza, controlada por Hamas.

Las políticas de Egipto respecto de dos de los otros rivales clave de Israel en la región, Turquía e Irán, también podrían cambiar. Estados Unidos le exigía dos requisitos a Mubarak: que implementara una reforma política interna y que fuera el agente de paz en la región. Mubarak convenientemente se concentró en el “proceso de paz”, lo que explica sus celos ante los intentos recientes de Turquía de usurparle el rol de mediador regional.

El poder regional de Egipto refleja su peso estratégico objetivo, y no hay que esperar que esto cambie. Pero la actitud de Egipto hacia Turquía e Irán no sería tan agresiva como le gustaría a Israel. De hecho, una de las primeras decisiones tomadas por el gobierno interino de Egipto fue autorizar que un buque iraní ingresara al Mediterráneo a través del Canal de Suez por primera vez en tres décadas.

Es más, después de 30 años de tensión, se están haciendo gestiones para el intercambio de embajadores entre Egipto e Irán. “Egipto no ve a Irán como a un enemigo”, proclamó el ministro de Relaciones Exteriores egipcio, Nabil el-Arabi.

La voz de un Egipto democrático en defensa de la causa de Palestina o presionando a Israel para sumarse al Tratado de No Proliferación (TNP) sería mucho más creíble que la del régimen de Mubarak, que a veces parecía simplemente analizar estas cuestiones políticas de un modo mecánico.

Tampoco es probable que el discurso político de Egipto les resulte especialmente digerible a los israelíes. El nuevo ministro de Finanzas egipcio, Samir Radwan, ya dejó en claro que no favorece las inversiones del “enemigo” –o sea, Israel- que pudieran llevar a cabo una absorción de la economía egipcia.

Todo esto no significa que el compromiso de Egipto con el tratado de paz de ambos países esté en peligro inminente. Egipto, cuyo nuevo paradigma en asuntos exteriores parece cada vez más una imitación de la estrategia de Turquía de “cero problemas con sus vecinos”, necesita el tratado al menos tanto como Israel. Cualquier democracia egipcia que respondiera verdaderamente a su base popular tendría que abordar los colosales problemas domésticos del país, y un estado de guerra con Israel poco haría para alcanzar ese objetivo.

La verdadera amenaza para la seguridad de Egipto hoy está en sus fronteras del sur y del este, no en Israel. La secesión en el sur de Sudán es una verdadera preocupación en Egipto, ya que llegado el caso podría conducir a la desintegración de todo el estado sudanés en feudos de inestabilidad y radicalismo islámico. Egipto hoy también está preocupado, y con justa razón, por el hecho de que la vecina Libia pueda dividirse en sus componentes tribales.

El conservadurismo en tiempos revolucionarios no es una opción adecuada. La tragedia de Israel reside en su obsesión por tomar (o evitar tomar) decisiones sólo sobre la base del peor de los escenarios. Esto resulta claramente obvio en su imposibilidad de responder creativamente al levantamiento democrático del mundo árabe. La parálisis política del gobierno de Netanyahu –su filosofía de esperar y ver frente al inmenso cambio en todo alrededor- terminará dejando la iniciativa en manos de otros, en detrimento del interés nacional de Israel.

De Israel no se esperan iniciativas de paz convincentes o respuestas políticas importantes en un momento en que la Asamblea General de las Naciones Unidas está inclinada a reconocer abrumadoramente la creación de un estado palestino –una medida que aislaría aún más al país-. Es más, un emergente Egipto democrático que se reconcilie con los enemigos acérrimos de Israel, y que probablemente sea más proactivo en defensa de la causa palestina, no es visto en Israel como un intermediario legítimo.

La inercia no siempre fue la actitud tomada por Israel. Netanyahu no tiene que mirar muy lejos en busca de ejemplos a seguir de líderes israelíes audaces y visionarios. Algunos firmaron acuerdos de paz con los vecinos del país; otros estuvieron muy cerca de hacerlo –y al menos lograron transmitir al mundo árabe el compromiso de Israel de extenderles la mano a los pueblos de la región.

El foco de la política regional de Israel debería ser construir puentes con esos pueblos, los verdaderos amos del actual “despertar árabe”. Una solución generosa para la situación apremiante de los palestinos hoy es más vital para esa tarea que nunca antes.

Shlomo Ben Ami fue ministro de Relaciones Exteriores de Israel y hoy se desempeña como vicepresidente del Centro Internacional Toledo para la Paz. Es el autor de Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy.

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