El dilema terminal de las FARC

A juzgar por sus derrotas militares y sus reveses políticos, el 2008 es el año negro de la guerrilla comunista más antigua y nutrida del mundo, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), creada en 1964, cuya decadencia tuvo una azarosa puesta en escena con la rendición, asesinato o captura de varios de sus líderes y la muerte de su fundador, el legendario Manuel Marulanda o Tirofijo, que personificaba la atormentada evolución del país. "Ha sido el peor semestre de su historia", según el análisis del profesor colombiano Jaime Zuluaga.
En obvia decadencia ideológica, degradada por el narcotráfico y los secuestros, alejada de la realidad nacional, la guerrilla perdió incluso el apoyo táctico del presidente venezolano, Hugo Chávez, que el 8 de junio, en una declaración sorprendente, dejó de solicitar para ella el estatuto de insurgencia, la instó a abandonar la cruel industria de la extorsión y afirmó que jamás conquistaría el poder por las armas. Fue una rectificación pertinente y una invitación tardía a seguir el camino de la política y la transacción. Para Chávez y otros líderes del subcontinente, las FARC ya no son un movimiento popular invencible, sino un anacronismo sangriento e incómodo.

Según datos fiables, las FARC han perdido la mitad de sus efectivos en cinco años, unos 8.000 hombres. Diezmadas y acorraladas, deben superar además la muerte del comandante en jefe, que no solo provocó un relevo generacional, sino que abrió un período de lucha por el poder entre sus epígonos, divididos en dos sectores aparentemente irreconciliables: los campesinos militaristas, capitaneados por Jorge Briceño, y los guerrilleros de procedencia urbana que tratan de afianzar una nueva estrategia vinculada con la lucha política y la negociación, cuyo jefe de filas es Alfonso Cano, el presunto sucesor de Marulanda.

El rescate de Ingrid Betancourt y sus compañeros de cautiverio, en una brillante operación de contrainsurgencia, sin precedentes por su audacia y su precisa ejecución, confirma la fragilidad militar de la guerrilla y su precaria situación ante las cada vez mejor pertrechadas y profesionalizadas fuerzas gubernamentales, las cuales cuentan, además, con la sofisticada infraestructura de observación e información prestada por Washington. Fracasadas varias veces las negociaciones, la democracia en armas de que se jacta el presidente de Colombia, Álvaro Uribe, prevaleció como única alternativa y ahora recoge los frutos. Los éxitos de la opción militar, juzgada inviable por los antagonistas del presidente, han fraguado en el país un frente popular antiguerrilla de inusitada eficacia.

En el campo militar, los rebeldes hace tiempo que perdieron la iniciativa, desbordados por los planes de contrainsurgencia que sufraga EEUU. Las réplicas revolucionarias en los Andes no son para mañana. En términos políticos, la guerrilla es un recurso de otra época que se empecina en la estrategia de campesinos en armas que sitian las ciudades hasta alcanzar el poder. Aislada diplomáticamente, incluida en la lista de organizaciones terroristas tanto por EEUU como por la Unión Europea, queda por saber si mantendrá su unidad bajo el mando de Alfonso Cano o proseguirá su fragmentación o rendición bajo la presión implacable del Ejército.

La liberación de Betancourt pone en evidencia los errores de juicio y el despiste ideológico de otros líderes americanos e incluso europeos, incluyendo al hiperactivo Nicolas Sarkozy, que llegaron a acusar veladamente al presidente colombiano de ser indiferente a la suerte de la secuestrada más célebre del mundo, o de retrasar su liberación, por no prestarse al espectáculo orquestado desde Caracas. Uribe siempre rechazó una intromisión exterior que implicaba otorgar a la guerrilla la soberanía de facto sobre una zona desmilitarizada del territorio nacional, humillante concesión para el intercambio de rehenes por guerrilleros presos.

Los pasos en falso de los dirigentes suramericanos --no solo de Chávez y Evo Morales, sino también del ecuatoriano Correa o la argentina Fernández-- se deben a prejuicios ideológicos o populistas enraizados en la izquierda oficial, que no tuvo en cuenta la realidad social y política colombiana, expresada de manera inequívoca en la creciente popularidad de Uribe, ni la confusión del romanticismo guerrillero con la delincuencia ni el desequilibrio de fuerzas. El error de confiar más en Chávez que en Uribe, como señala un analista argentino, agrieta más la fachada del panamericanismo y ofrece una amarga lección a los milenaristas de la insurgencia agraria, incapaces de analizar los irremediables fracasos históricos.

Tras el réquiem retórico de Chávez, quizá resulte prematuro especular con el principio del fin de las FARC, pero es evidente que los últimos hechos señalan un viraje tan espectacular como esperanzador en la guerra civil larvada que flageló al país durante medio siglo y le impidió alcanzar el despegue que conduce al desarrollo y que solo puede garantizar el sistema democrático. Con la liberación de Betancourt y los rehenes norteamericanos, Uribe sale tan fortalecido que la guerrilla está ante el dilema terminal de entregar las armas, paso previo para su reinserción social, según la oferta generosa del presidente, o exponerse a un final calamitoso y carcelario como el de Sendero Luminoso en Perú.

Mateo Madridejos, periodista e historiador.