El dirigismo verde europeo

En su primer discurso anual sobre el «estado de la Unión» este mes, la presidenta de la Comisión Europea Ursula von der Leyen confirmó que la Unión Europea, con su Pacto Verde, fijó el rumbo hacia una nueva y omnipresente forma de intervención gubernamental en la economía. Aparentemente los burócratas de Bruselas creen que ellos —y solo ellos— conocen los mejores caminos tecnológicos para crear un futuro sostenible.

Han diseñado entonces planes de amplio espectro para dirigir la economía de acuerdo con sus ideas. Los mecanismos para asegurar el cumplimiento incluirán mayores restricciones a las emisiones de dióxido de carbono de los automóviles (infligiendo así un golpe mortal a la industria automotriz tradicional); subsidios dirigidos; y una taxonomía para la «verdosidad» de los proyectos de inversión privada que, junto con las acciones complementarias del Banco Central Europeo, implicarán de hecho una diferencia en las tasas de interés a las que las empresas pueden endeudarse en Europa en el mercado de capitales.

Al adoptar este enfoque, los políticos de la UE afirman saber cosas sobre los costos para evitar las emisiones de CO2 que en realidad desconocen, pero como están gastando el dinero de otra gente en vez del propio, no tienen incentivos para buscar métodos posiblemente menos onerosos para evitar o reducir las emisiones. La fe ingenua en la sabiduría y honestidad de los planificadores centrales —atracción fatal que creímos haber superado 1989— vuelve a asomar su fea cabeza una vez más en Europa.

Por el contrario, casi todos los economistas creen que sería mucho mejor establecer un sistema integral para la negociación de emisiones de todos los sectores y así lograr un precio uniforme para el CO2. La UE ya supervisa una plataforma de negociación formal de certificados de emisión en el sector de energía, sería un proceso simple ampliar este sistema para incluir a todos los demás. De hecho, complementado con un régimen de ajuste fronterizo, solo debe gravar los combustibles fósiles (según su contenido de carbono) importados al territorio de la UE o producidos en ella.

El precio del CO2 que surja de un sistema integral de negociación de emisiones inducirá a todas las empresas a buscar las opciones más ecológicas para invertir en la reducción de emisiones. Las innovaciones verdes brotarían por todas partes y los burócratas de Bruselas se maravillarían con los beneficios ambientales generados por nuevas tecnologías que ellos mismos nunca hubieran considerado factibles.

Por ejemplo, las pilas de combustible de hidrógeno podrían prevalecer sobre los vehículos eléctricos (VE) a batería; la electricidad verde de Extremadura podría triunfar sobre la del mar del Norte; la posibilidad de la fusión nuclear seguiría sobre la mesa y, ¿quién sabe?, tal vez surgieran tipos completamente nuevos de vivienda, espacios de trabajo y medios de transporte.

Las metas de emisiones de CO2 predefinidas se lograrían con imposiciones mínimas sobre el nivel de vida de los europeos y, dados los sacrificios materiales que los europeos están dispuestos a asumir en su nivel de vida por el medio ambiente, las reducciones de emisiones resultantes serían máximas.

Un sistema integral de negociación de emisiones es simplemente la única opción compatible con los principios básicos de la economía de mercado. Con un mercado imparcial y abierto a todos los competidores, las empresas emergentes europeas y los jóvenes ingenieros encontrarían por sí solos nuevos y mejores métodos para reducir las emisiones, sin necesidad de intervención de los planificadores centrales.

Por supuesto, como esta solución eliminaría la necesidad de todas las intervenciones dirigistas, probablemente resultara en la pérdida del empleo de muchos de los burócratas del Pacto Verde, o al menos del poder administrativo que acaban de descubrir. Los miembros de los grupos de presión de industrias verdes específicas —así como de los sectores eléctrico y nuclear— ya no tendrían a quien presionar directamente para intervenir sobre las normas en su favor.

Además, probablemente se evitaría la inminente demolición de la industria automotriz, salvando millones de empleos en toda la UE. Según las últimas propuestas regulatorias de la Comisión Europea, para 2030 todos los vehículos de pasajeros deberán consumir como máximo el equivalente a 1,8 litros de combustible diésel cada 100 km (62,1 millas) que recorran. Esto representa un aumento sustancial de la meta de reducción de emisiones para 2030 (respecto de una meta que ya era ambiciosa para 2021), del 37,5 % al 50 %.

Pero ni siquiera los ingenieros más talentosos podrían alcanzar ese objetivo a menos que manipularan los informes de emisiones de CO2 con la anuencia de las autoridades. La idea de que se pueden alcanzar los objetivos convirtiendo una gran proporción de automóviles convencionales en VE porque estos últimos no producen emisiones se contradice con el hecho de que el carbón contribuye a la producción de electricidad en todos los países europeos. Más aún, la producción de baterías para EV tiene su propia huella de carbono.

La Comisión de la UE hasta el momento no ha dado señales de estar dispuesta a abandonar la planificación central a favor de un sistema integral de negociación de emisiones. Dándole la espalda al mercado se expone a la sospecha de que su principal preocupación no es combatir el cambio climático, sino crear una política industrial cuyos verdaderos motivos y objetivos quedan librados a la imaginación.

Hans-Werner Sinn, Professor of Economics at the University of Munich, was President of the Ifo Institute for Economic Research and serves on the German economy ministry’s Advisory Council. He is the author, most recently, of The Euro Trap: On Bursting Bubbles, Budgets, and Beliefs.

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