El discreto encanto del realismo

Simpatizantes de Trump, durante el asalto al Capitolio del 6 de enero.JIM LO SCALZO / EFE
Simpatizantes de Trump, durante el asalto al Capitolio del 6 de enero. JIM LO SCALZO / EFE

“Tienes el coraje de decirle a las masas lo que ningún político les dijo: sois inferiores y todas las mejoras en vuestras condiciones que simplemente dais por sentadas se deben al esfuerzo de hombres que son mejores que vosotros. Si esto es arrogancia, como algunos de sus críticos observaron, sigue siendo la verdad que había que decir en la era del Estado de Bienestar”. Leemos aquí una carta de 1958 del economista Ludwig von Mises a Ayn Rand tras publicar La rebelión de Atlas. En el trato íntimo los neoliberales no dudan de aparecer como desacomplejados “realistas” expresando su indignación por una mala costumbre: el sueño de las clases populares por escapar de sus determinaciones.

Escucho una ruidosa proclama: “vuelta al realismo”. El problema es que bajo esta exhortación, cuyos síntomas encontramos por doquier —desde la justificación de tributar en Andorra por youtubers a las críticas a “la ideología de género”—, lo que emerge es la vulgarización de una “libertad” limitada a ser cruel espejo de la realidad más chata. Este “realismo” no busca analizar datos estadísticos, tendencias sociales y económicas, incluso presume de no hacerlo. No, lo que demandan estos nuevos realistas de Twitter, medios de comunicación del extremo centro y algunos Think-Tanks (más Tanks que Think) no es más concreción; es la vuelta al orden y la necesidad didáctica de abandonar lo que diagnostican como un sueño desnortado: “lo posmoderno”. Hay acuerdo entre derecha e izquierda en su campaña contra la frivolidad: son tiempos duros.

Pero, ¿volver a la realidad? Manuel Sacristán escribía que “una cosa es la realidad y otra la mierda, que es solo una parte de la realidad compuesta, precisamente, por los que aceptan la realidad moralmente, no solo intelectualmente”. Hoy observamos mucho “realista” abogado de aquellos intereses que nos devuelven al sitio “natural” que nos ha tocado en suerte. En este sentido, que la “posmodernidad” se haya convertido en un cómodo fetiche ideológico para intervenir en los debates culturales responde a una voluntad conservadora que, además, no es tanto realista como nostálgica, un “realismo reactivo” porque solo se afirma negativamente contra todo sueño desclasado. Esta inflación crítica apunta así a una lucha contra “lo progre”, donde la Alt-Right y un obrerismo nostálgico se solapan bajo la misma naftalina en un desplazamiento de ciclo donde el malestar social puede pendularmente girar ahora, en España, hacia la derecha.

Entendámonos: no se trata de justificar una categoría, la posmodernidad, que apuntaba a la comprensión de una nueva realidad histórica, hoy malentendida intencionadamente como una estrategia ideológica. Lo que hoy se esgrime en la jerga antiposmoderna es un Materialismo de salón cuya mayestática mayúscula busca por elevación desatender todo interés por las prácticas concretas y debilitar toda ambición pedagógica de interpelar más allá del reparto dado de las cartas.

Puede compartirse que muchas posiciones desprendidas de los estudios culturales influyeron en la articulación hegemónica de lo que Nancy Fraser denominó “neoliberalismo progresista”, posición en seria crisis pese al reciente balón de oxígeno Biden-Harris. El problema, en 2021, teniendo en cuenta el contexto intensificador de la pandemia, es que una crítica legítima al “neoliberalismo progresista” está sirviendo de coartada para enarbolar la bandera conservadora de un repliegue melancólico y patriarcal dependiente ideológicamente de una lectura simplista de los sueños liberadores de los sesenta.

Cabría suponer que la popularización de esta racionalidad cínica supone un cierto progreso: al menos los velos que racionalizaban y justificaban las contradicciones del sistema también quedan desgarrados. Nada más lejos: este neorrealismo depresivo no educa para ningún futuro. Hasta hace poco escuchábamos autocríticas de izquierda buscando reflejarse en el espejo de los supuestos éxitos de la derecha reaccionaria. Curiosamente, el reciente putsch del Capitolio trumpista ha generado también una identificación con sus fracasos, como si el bárbaro interno forjado durante décadas por la desestructuración económica y social norteamericana mereciera no solo comprensión analítica sino identificación política.

Quien identifica el pueblo con su cinismo acepta ya la trampa desde arriba de no entender lo popular más que cínicamente. El “pueblo de Trump” no es sino el pueblo históricamente construido por una incesante interpelación neoliberal, un mundo del “sálvese quien pueda” sin confianza democrática ni institucional. Donde “todo el mundo miente”, el “realista” solo puede ser quien no se avergüenza de mentir por el poder. Pero puesto que lo que los realistas gallináceos llaman “realidad” no es sino el sedimento histórico de las victorias culturales del cinismo durante décadas, un mundo forjado por el programa estratégico de despertar de todo tipo de complicidades entre las clases populares y la promesa de un futuro mejor, nada es más importante que no regalarles un concepto, que en sus manos asume una dimensión abstracta, moralista y reaccionaria.

Germán Cano es profesor de Filosofía Contemporánea de la Universidad de Alcalá de Henares. Acaba de publicar Transición Nietzsche (PreTextos).

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