El discurso de Sarajevo

Señores representantes de la ciudad, del cantón y del Estado de Bosnia-Herzegovina. Señor alcalde. Señoras y señores.

Es un honor estar con ustedes en este día de los partisanos, que es también el día de la independencia de Bosnia-Herzegovina.

Es un honor estar aquí en este momento de la historia de la región, en que el legado de los partisanos está de nuevo en peligro y la existencia misma de Bosnia-Herzegovina como nación ciudadana, para algunos, parece estar en tela de juicio.

Honrar con ustedes, aquí, en Sarajevo, la memoria de los antifascistas de las dos guerras, la de los años cuarenta y la de los noventa, es para mí motivo de una gran emoción. Me llena de satisfacción poder estar a su lado para reafirmar que no hay dos, ni mucho menos tres Bosnia-Herzegovina, sino una sola, cuyo símbolo y cuya capital es Sarajevo.

Normalmente, señoras y señores, no me gustan mucho las distinciones. En mi propio país, Francia, he rechazado unas cuantas a lo largo de los años y, a estas alturas, de las décadas.

Pero hay una distinción que llevo con orgullo, y es ese Lis bosnio que me entregó, en plena guerra, su presidente, Alija Izetbegovic. Y otra que recibo con emoción, gratitud y de nuevo orgullo, y es esta ciudadanía honorífica que me otorga hoy la ciudad de Sarajevo.

Entré por primera vez en Sarajevo en junio de 1992 con mi amigo Gilles Hertzog, en un hermoso coche alquilado en el aeropuerto de Venecia con el que atravesé las líneas croatas y, luego, las serbias —yo no sabía conducir—. Era un coche negro que se pegó a la cola de un convoy de vehículos blancos de la ONU. Y así llegué a una ciudad demente, machacada por las bombas, en llamas, en la que uno tan pronto entraba, cual Pedro por su casa, en el palacio presidencial como en el Teatro Nacional. Yo no comprendía nada. Era monstruoso y absurdo. Estaba, prematuramente, en una película de mi amigo Danis Tanovic.

Durante los años de la guerra, volví a Sarajevo 12 veces. Vine a hablar de filosofía con unos filósofos bosnios entre los escombros de su ciudad. Vine a rodar una película entre las ruinas. Vine esas 12 veces para intentar compartir un poco, lo mismo que otros, como Susan Sontag, como otros muchos intelectuales y artistas europeos, el día a día de la ciudad sitiada, la vida de sus habitantes. Ahora, comprendía demasiado. Tenía la sensación de estar en el infierno. Ya no estaba en una película, sino en un Canto negro de la Divina comedia, de Dante.

Y luego, una vez declarada la paz de los cementerios, volví una vez más. Nunca, hasta el día de hoy, he desaprovechado una razón para volver a este país al que amo y al que me atan tantos recuerdos y amistades. Pero este país en paz, este país posterior a los acuerdos de Daytona, es un país tan extraño, tan complicado en sus mecanismos de poder y gobernanza, un país tan indescifrable para sus propios ciudadanos, que no puedo evitar pensar que algún diablo se las ha ingeniado para enredarlo, para volverlo casi imposible. Ya no tengo la sensación de estar en una película ni en una obra de Dante, sino en una de Kafka o de Beckett.

Señoras y señores, hay dos maneras de recibir este honor que ustedes me hacen.

Está la de ese otro francés al que ustedes nombraron ciudadano honorífico el 28 de junio de 1992 y que se llamaba François Mitterrand. En este mismo lugar en el que me encuentro ahora, Mitterrand respondió: “Atención, ahora podré votar”. Y, una vez que tuvo la papeleta de voto en la mano, votó contra Bosnia-Herzegovina y contra una Sarajevo asfixiada por un asedio de más de 1.000 días.

Y está también la mía, modesta, fraternal, cuyo único anhelo no es votar, sino ser, si ustedes así lo desean, durante los meses y los años que vienen, uno de sus embajadores ante la comunidad internacional, algunos de cuyos mandatarios están aquí hoy. Han venido con la mejor voluntad; seguramente piensan lo mismo que yo, pero son representantes de un sistema que, desde Daytona, ha condenado a Bosnia-Herzegovina a vivir constreñida por un corsé insoportable.

Yo fui embajador del sufrimiento de los bosnios. Fui uno de los embajadores de su resistencia civil, cívica y militar.

Ahora quisiera ser, señoras y señores, el embajador de su sed de verdad. Pues ustedes saben mejor que nadie que no hay paz duradera sin verdad. Los más ancianos de ustedes, los partisanos de la guerra antinazi, saben que Alemania solo pudo volver a la comunidad de naciones porque ustedes la obligaron a mirar sus crímenes de frente.

Quisiera ser el embajador de su aspiración a la justicia. Pues es otra ley de la historia que los partisanos, aquí, también conocen: existen unos crímenes llamados “crímenes contra la humanidad” y que no dejan de sangrar mientras los supervivientes o los hijos de los supervivientes no han obtenido reparación.

Mi intención es ser desde mañana mismo, ¿qué digo?, desde este preciso instante, el embajador de sus deseos europeístas. ¿Qué? ¿Que Serbia podría entrar próximamente en Europa? ¿Ese país en el que los verdaderos demócratas no consiguen reducir al silencio a los nostálgicos de la era Milosevic? ¿Que Croacia ya forma parte de ella? ¿Ese país en el que, cuando un futbolista que se acaba de clasificar para el Mundial grita a los aficionados el “Za Dom” (por la patria) de los ustachis, la multitud responde con el brazo en alto, como los nazis: “Presni” (listos)? ¿Y la Bosnia-Herzegovina de los partisanos, la Bosnia-Herzegovina que derramó dos veces su sangre contra el fascismo será la última en entrar? Ustedes encontrarán en mí a un embajador que dirá que estas dos varas de medir son un escándalo.

Y, finalmente, intentaré ser el embajador de la generosidad de este gran pueblo bosnio al que conozco desde hace mucho tiempo ya y que tiende incansablemente la mano a sus enemigos de ayer. Que, nunca, a pesar de los agravios, ha cerrado la puerta de la casa común. Y cuya selección de fútbol es, por el contrario, la imagen misma del sueño multiétnico, cívico y realizable. Esa selección que, el día de su clasificación, supo reinventar la letra de ese himno extrañamente mudo que es el himno nacional de su país...

No quiero terminar, señoras y señores, sin evocar la figura de un hombre que debería estar aquí hoy, pero al que su salud le ha impedido desplazarse. Es mi hermano del alma. Es mi hermano bosnio. Ayer me transmitió un mensaje que les estaba destinado a ustedes tanto como a mí. Se trata de Pedrag Matvejevic. Y, con él, yo les digo: “Smrt Fashizmou” (muerte o fascismo) y “Sloboda Narodou” (libertad para el pueblo).

Bernard-Henri Lévy es filósofo. Este discurso fue pronunciado en el Teatro Nacional de Sarajevo el pasado 25 de noviembre, día de la independencia de Bosnia-Herzegovina. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

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