El discurso del Rey

La vida no es como nos la imaginamos, sino como se nos presenta, aunque en ocasiones ésta parezca una película por su dramatismo, acontecimientos vertiginosos y épica. El discurso del Rey es una formidable película cuyo clímax final es antológico. En septiembre de 1939, el Rey Jorge VI se enfrenta a una prueba trascendental, radiar un discurso de ánimo a los británicos tras la declaración de guerra de su país a la Alemania nazi. Recluido en un minúsculo e improvisado estudio radiofónico, el monarca, tartamudo, acompañado de su heterodoxo logopeda, procede a leer unas cuartillas donde las palabras de aliento trasudan fibra moral, conciencia histórica y determinación. Jorge VI, contra todo pronóstico, logra vencer el miedo a atascarse al hablar y transmite a su nación un mensaje de esperanza. Consiguió emocionar a su pueblo, el cual vio desde entonces a un jefe de Estado íntegro y fiable que compartió con él las penalidades. Pero también la gloria.

España ya tiene su Discurso del Rey. El que dio el 3 de octubre al anochecer Felipe VI con motivo de los gravísimos acontecimientos de Cataluña. No habló con un lenguaje críptico ni edulcorado, sino en román paladino, para que se le entendiese. Con firmeza de palabra, gestualidad contundente y una cadencia impecable, no sólo consiguió emocionar, sino que resultó el desfibrilador que la nación, infartada, necesitaba. Fue la adrenalina esperanzadora que millones de españoles ansiábamos.

Las autoridades autonómicas catalanas han perpetrado un golpe de Estado por fascículos. Turbas envueltas en esteladas, instigadas por dirigentes independentistas, han generado un clima prerrevolucionario en Cataluña cuya violencia y niveles superan a los de los peores tiempos de la kale borroka. Cataluña nunca ha sido una entidad independiente. A lo largo de la historia se ha visto integrada política, jurídica y culturalmente en lo que se ha considerado España en el devenir de los siglos. Una historia multisecular compartida es lo que legitima a nuestra nación. España es lo que los españoles queremos que sea en virtud de la soberanía nacional. Todos decidimos sobre lo que pertenece a todos. Quiero a Barcelona no sólo porque viví en ella, sino porque forma parte de España tanto como Santander o Segovia. ¿Que los separatistas son muchos? Sí, ¿y qué? Más son los catalanes que rechazan la independencia y, más que nunca, necesitan el apoyo del resto de españoles. Esa mayoría silenciosa ha vivido demasiado tiempo en una hipotermia sentimental por parte del resto de compatriotas. Démosle calor. Ayudémosles a derribar el invisible Muro de Berlín que los de la estelada han levantado durante años ante nuestros ojos. La épica estelada se basa en la tergiversación, el odio y la xenofobia. Y la nuestra, en la historia y en la voluntad de convivencia. No hay color. Cualquier bufón de Velázquez tiene más dignidad que Oriol Junqueras lloriqueando, cualquier aullido de Charlie Rivel, más categoría que un discurso tuitero de Puigdemont, y cualquier retrato de Carlos II el Hechizado, más elegancia que la de la CUP que se huele el sobaco en el Parlament.

Los dirigentes separatistas han alcanzado la fase del delirium tremens en la que ya no tienen marcha atrás porque saben que serían devorados por las masas fanatizadas que ellos han amamantado durante décadas. Se creen inmersos en un espíritu a lo Thelma y Louise, pues les da igual que su huida hacia delante pisando el acelerador conduzca al precipicio. Aunque muchos, con los cerebros hackeados por el adoctrinamiento, están viviendo estos dislocados días con la desesperación de El hundimiento, la película que narra los últimos días del Tercer Reich. Inflamados de odio y embotamiento anímico, no quieren ni imaginar un futuro en el cual, ellos y sus hijos, no vivan en la república antiespañola que su imaginario ha diseñado. Su banda sonora no es de sardanas. Es Wagner.

Para desenvolverse con garantías en la vida hay que gestionar con eficacia la inteligencia emocional, la interrelación entre razón y emociones. Todo nacionalismo hipertrofia la emotividad, y el nacionalismo de pulsión totalitaria se convierte en una religión laica en la que el sentimentalismo opaca la razón. Desde la Transición, a los políticos de todos los colores les ha sobrado pasividad y complacencia respecto al nacionalismo catalán, y a la sociedad civil le ha faltado la inteligencia emocional de fomentar el amor a España para enfrentarse al desafío independentista, que no pretende sino la demolición controlada de la nación, comenzando por la Corona. Los golpistas independentistas que mueven los hilos actúan con perfidia, pero no son tontos.

La Corona simboliza la unidad de España y su continuidad histórica, y propició la Transición que trajo la democracia. Eso no se lo perdonan los separatistas y sus cooperantes, a los que les trae sin cuidado la desintegración de España con tal de convertirla en un satélite de la dictadura venezolana. Pero los muy ingenuos se han confundido de época y de monarca. Pensaron que iban a toparse con el cobarde y traidor Fernando VII o con el voluntarioso pero colapsado Alfonso XIII. Y se han topado con un Rey que cree en lo que dice, que dice lo que piensa y que ama a España con la pasión y el arrojo de quienes se saben correspondidos.

Salvo excepciones, hemos tenido en los últimos tiempos una mayoría de políticos tecnócratas y medrosos, incapaces de expresar y actuar con el sentido de Estado y el amor a España que el Rey tiene rotulados con tinta indeleble. Muchos de ellos proclamaban por lo bajini su patriotismo y esperaban a los eventos deportivos a emocionarse con el himno y el drapear de banderas rojas y gualdas. Al monarca sí que no le da vergüenza proclamar el orgullo de lo que fuimos y lo que somos. Como en la mejor novela. Como en el mejor guión de la película que nos ha tocado vivir.

El Discurso del Rey ha sido el electroshock que ha despertado el inmenso patriotismo aletargado. Millones de españoles han salido de las catacumbas. Esta película es un drama.

Pero terminará bien.

Emilio Lara, historiador y escritor.

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