El discurso del Rey

Después del voto fallido de investidura ¿qué tiene que hacer Felipe VI?, se pregunta mucha gente. Algunos se apresuran a decir que hay una laguna o vacío jurídico y que el jefe del Estado podría actuar en virtud de la conveniencia, de la coyuntura o la oportunidad. No comparto esas interpretaciones.

El Rey, por ser una institución no elegida democráticamente, no tiene un “discurso político”, en sentido estricto, ni mucho menos partidario. Tiene un discurso “de Estado”, y sólo de Estado, entendiendo por “discurso” declaraciones y acciones fundamentadas en un raciocinio o uso de la razón (RAE), que en este caso se asienta en la Constitución y en la función de jefe de Estado. El Rey no tiene “derechos”, de los que puede libremente disponer, sino “potestades”, es decir, competencias que le atribuye la Constitución directamente y que ha de ejercer de modo irrenunciable.

Esta es la base de legitimidad de la intervención más relevante que tiene el Rey, según la Constitución: la potestad de hacer una propuesta al Congreso de los Diputados de candidato a presidente de Gobierno. Es lo que hizo Felipe VI al proponer a Pedro Sánchez como candidato, tras haber rechazado inesperadamente el ofrecimiento Mariano Rajoy, candidato inicial natural.

Esa propuesta era imprescindible para impedir un bloqueo político sine die, sin un Gobierno con todos sus poderes. Tenía que hacerlo obligadamente. El Rey no podía frenar o boicotear el proceso de nombramiento de presidente de Gobierno. Ese proceso ya se ha desbloqueado y finalizará, en un plazo máximo de dos meses, o con la elección efectiva de un presidente por el Congreso o con la convocatoria de nuevas elecciones.

¿Cuál debe ser a partir de este momento la actitud del Rey? No hay, a mi juicio, ninguna laguna constitucional. El artículo 99.4 no deja lugar a dudas: la elección de presidente empieza desde el principio con arreglo a igual procedimiento que el seguido para el primer debate de investidura.

Sin embargo, hay una diferencia. El Rey ya no está obligado (ni debería) formular una propuesta de candidato si no se logra armar una alianza que, previsiblemente, pudiese proporcionar la confianza de la Cámara a un candidato o candidata. Y ello porque el proceso de elección de Gobierno ya está definitivamente desbloqueado.

El Rey, ha de esperar, pues —durante dos meses como máximo— a que una mayoría de investidura se forje, y se comunique a través del presidente del Congreso. En ese supuesto, el Rey, tras el preceptivo turno de consultas, debería proponer un candidato o candidata para su investidura por el Congreso. En su defecto, habría que ir a elecciones, sin necesidad de que el Rey haga ninguna otra propuesta, ni la impulse, ni la promueva.

Todo queda en manos de los partidos, no del Rey. El Gobierno es autónomo respecto al jefe del Estado, a diferencia de la monarquía constitucional decimonónica. El Rey se limita a proponer a la Cámara. Es lo razonable, ya que el Gobierno depende de la confianza de esta, no de la del Rey.

Si hubo una preocupación en los constituyentes a la hora de configurar las potestades del Rey, esa fue la de evitar lo que la jerga de la historia parlamentaria española de los siglos XIX y principios del XX dio en llamar “el borboneo”. Es lo que los reyes de ese período hacían con asiduidad: intervenir en el interior de los partidos favoreciendo a unos o a otros líderes, y disolviendo las Cortes cuando les venía en gana.

El constituyente de 1978 lo hizo imposible. El Rey no tiene ya un discurso “político” propio. Los partidos son los que eligen a los interlocutores del monarca, no este a aquellos. La comunicación entre el Rey y el Congreso se hace con la obligada intervención del presidente de la Cámara.

Así pues, el procedimiento de elección de presidente de la Cámara está previsto y reglado en la Constitución. No hay ahí un vacío legal. Nuestro ordenamiento constitucional está “integrado”, está completo. Algo imprescindible, por cierto, cuando no solamente se ve afectada nuestra vida política, económica y social por la elección de un Gobierno, sino también la de la Unión Europea, a la que pertenecemos. La Unión respeta la estructura constitucional de sus Estados miembros, pero queda resentida y debilitada si uno de ellos vive demasiado tiempo bajo la incertidumbre y la inquietud de no saber qué Gobierno acudirá a adoptar decisiones trascendentales en los Consejos Europeos o en los Consejos de Ministros en Bruselas, especialmente en unos momentos de crisis profunda de naturaleza política en la Unión Europea. Otra razón más para un acuerdo en España, en cuya creación no participa el jefe del Estado.

Diego López Garrido es catedrático de Derecho Constitucional (UCLM) y letrado de las Cortes Generales.

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