El disfraz de progre

En su libro «Ejercicios de castellano», de 1960, Azorín escribe: «Siempre nos inspirará más confianza un tunante bien vestido que un probo desarrapado». Así lo dicta la experiencia. Pero ahora no se trata del cuidado o del abandono en la vestimenta, sino de la utilización de una que se usa como expresión ideológica.

A menudo asistimos al disfraz indumentario de miembros de nuestra mal llamada clase política. Al principio fue la izquierda, con sus costosas prendas de apariencia proletaria para su utilización en mítines, aunque esa imagen impostada resultase compatible con cruceros turísticos de lujo, mariscadas y áticos en edificios de promoción pública.

Luego llegaron los neocomunistas, incapaces de diferenciar sus gustos de sus responsabilidades institucionales, de modo que se ha hecho normal ver en actos oficiales a todo un alcalde de ciudad principal ataviado con camisola publicitaria y recibiendo así a autoridades extranjeras correctamente vestidas o uniformadas. Pienso en el flamante alcalde de una importante ciudad costera gallega –pantalón vaquero, descamisado, calzado deportivo y sin afeitar– en su audiencia a dos mandos de ciertas Armadas europeas, comandantes de fragatas surtas en el puerto. Vaya estilo de servir a la representación que ostenta y vaya imagen de una autoridad española.

Recientemente la moda se ha extendido a la derecha, no sé sabe desde qué complejo, de manera que hay quienes creen que vestir con abandono y suprimir la corbata supone un signo de acercamiento al pueblo. Nueva impostura.

En los Plenos y Comisiones del Congreso de los Diputados y del Senado, en las reuniones de los Parlamentos autonómicos o en actos oficiales de alto copete, nos encontramos a menudo a quienes por su vestimenta parecen acudir a una fiesta campestre.

Es conocida la anécdota del cura y senador independentista Xirinacs y su fallida audiencia con el presidente Josep Tarradellas en el inicio de la repuesta Generalidad de Cataluña. Xirinacs se presentó ante el presidente vistiendo blusón y pantalones de pana y calzando sandalias, de modo que Tarradellas, aquel histórico viejo zorro de ERC, siempre correctísimo en su indumentaria, tras preguntarle si iba de excursión, le acompañó a la puerta sin dejarle pronunciar palabra mientras le indicaba, amable, que cuando volviese de la campiña tendría mucho gusto en recibirle.

En una recepción ofrecida por los Reyes en el Palacio de Oriente pudo verse a cierto invitado con un suéter bajo la chaqueta y envuelto el cuello por una chillona bufanda que le llegaba a las rodillas. Siguiendo esa moda, todo un premio Cervantes –el llamado por muchos «error Goytisolo»– se presentó ante los Reyes en el Paraninfo alcalaíno sin el protocolario chaqué, con chaqueta verdosa, pantalón gris y corbata que había salido de la tienda hacía muchos años. La dotación del premio es de 125.000 euros, de los que el galardonado no consideró oportuno emplear una mínima parte en adquirir un traje. Y otro ejemplo: ignoro por qué privilegio el Casino de Madrid, tan estricto, permitió el acceso a un Pablo Iglesias descorbatado y con zapatillas deportivas en un relevante almuerzo al que asistió, también sin corbata, José Julio Rodríguez, que, desprovisto de sus entorchados, se incorpora al disfraz de progre.

Nadie pondrá en duda el progresismo de los ministros, líderes sindicales o políticos radicales de izquierda durante la Segunda República, y no conozco imágenes del Parlamento o de actos oficiales que los muestren sin trajes de perfecto corte. Largo Caballero apareció visitando los frentes de guerra con un mono impecable, aderezo coreográfico en una situación excepcional; no recuerdo testimonios gráficos que le muestren de tal guisa presidiendo los consejos de ministros o recibiendo a embajadores.

La constelación de los sin corbata, de la camisola y el suéter no garantiza rebeldía ni apuntala ideología alguna; es una opción que ciertos responsables públicos han convertido en uniformidad; una cuestión de educación, de bien ser. Parece razonable que se deba asistir a las instituciones con el decoro que merecen y que resulte normal ajustar la vestimenta al lugar y a la ocasión. No sobraría una edición actual distribuida entre la proclamada progresía de nuevo cuño, y no menos entre cierta derecha que me temo acomplejada, de aquellas «Lecciones de cosas» que promovía la Escuela Nueva en los años treinta del pasado siglo.

Es más que probable que la defensa del respeto a las instituciones en este aspecto, que no debe considerarse anecdótico, no se afronte por el buenismo rampante que padecemos. Es impresentable acudir con atuendo informal o casual –ahora lo llaman así– a un acto formal; por ejemplo, a las sedes parlamentarias donde se residencia la soberanía nacional. Están ofendiendo tanto a la historia que se ha vivido entre esas paredes como a sus compañeros y a los ciudadanos que representan. Para quienes deberían tomar decisiones al respecto es más cómodo mirar para otro lado y acaso considerar políticamente incorrecto este artículo.

Pienso en los tiempos en que los progresistas, los de verdad, no precisaban disfraces.

Juan Van-Halen, escritor.

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