El doble discurso

En los 35 años que van desde la reinstitucionalización de República Dominicana y Ecuador en 1978 hasta la de Paraguay y Chile en 1989, América Latina ha vivido un avance democrático sin precedentes. Tanto México como Brasil, los dos Estados más grandes, han vivido auspiciosos procesos institucionales: el primero, con una alternancia en el poder que superó el histórico hegemonismo del Partido Revolucionario Institucional, en el Gobierno durante 71 años; Brasil, con dos partidos que se han alternado en cinco elecciones seguidas, superando el vacío de formaciones nacionales estables que caracterizó su vida política desde los tiempos del Imperio.

No han faltado episodios traumáticos, con la caída de presidentes, como —entre otros— el exobispo Lugo en Paraguay (2012), Mel Zelaya en Honduras (2009), Collor de Melo en Brasil (1992), Sánchez de Lozada en Bolivia (2003) o de Fernando de la Rúa en Argentina (2001). Todos ellos se resolvieron más o menos dentro de la Constitución y, en todo caso, sin irrupciones militares, que felizmente han pasado a la historia.

No obstante, se viven situaciones intolerables que no deberían ser aceptadas en silencio por la comunidad latinoamericana, como desgraciadamente ocurre. Es el caso arquetípico de Venezuela, designada incluso para integrar el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, a propuesta unánime de la región. Como era de esperar, el presidente Nicolás Maduro ha festejado el éxito diplomático invocando el prestigio de su régimen. Sus colegas le han hecho ese obsequio pese a que Leopoldo López, uno de los principales líderes opositores, está preso y maltratado, junto a dos alcaldes, como Daniel Ceballos y Enzo Scarano, acusados todos ellos de los peores delitos contra el Estado. Luego del cierre de los únicos canales de televisión independientes, la prensa vive cercada por la falta de divisas para comprar papel e insumos, 12 diarios ya cerraron y otros 30 apenas sobreviven, por la colaboración de los diarios colombianos. Bajo ningún criterio es hoy Venezuela una democracia, aunque haya elecciones, que transcurren en medio de la falta de libertades y la presión envolvente del Gobierno sobre los medios y los espacios normales de libertad para movilizarse. Solo el verdadero heroísmo de jóvenes dirigentes y militantes ha mantenido viva la llama de la democracia, a pesar de las amenazas y difamaciones que se lanzan sobre ellos como rayos.

No puede ignorarse que en Ecuador tampoco la prensa actúa con libertad y que el presidente viene avanzando hacia la aprobación de la reelección indefinida, sin un plebiscito que en algo lo legitime.

En la Argentina, solo la justicia ha hecho posible que su prensa tradicional sobreviva hasta hoy. El ataque sistemático que se hace desde el Gobierno a La Nación y Clarín no tiene precedentes conocidos. Que la propia señora presidenta apostrofe constantemente, con nombres y apellidos, a dos periódicos de larga tradición y prestigio, sólo se ha visto en algunos regímenes totalitarios. La Nación sufre la amenaza de un juicio fiscal que puede llevarle al cierre y únicamente los amparos judiciales han permitido su sobrevivencia. Clarín ha sufrido el empleo de todos los recursos posibles de un Estado para destruirlo. Desde inspecciones fiscales llevadas a cabo por cientos de funcionarios que, llegados en omnibuses, invadieron sus oficinas, hasta una ley que específicamente procuró la dispersión del grupo editorial. No obstante propuso, y se le aceptó, un proyecto de desmembramiento, sorpresivamente anuncian ahora que por decreto procederán a modificar la estructura societaria.

Sobre estas situaciones parecería que ningún Gobierno latinoamericano se siente obligado, por lo menos, a preguntar. En medio de himnos sobre la vigencia universal de los derechos humanos, se les agrede aviesamente y nada sacude las aguas de las instituciones hemisféricas.

En México, días pasados, en ocasión de la reunión del prestigioso Foro Iberoamérica que fundó hace 15 años Carlos Fuentes, Fernando Henrique Cardoso, refiriéndose a Venezuela, dijo que los demócratas “tenemos que gritar, hacernos oír”, porque esta hipocresía reinante, ese doble discurso, condena a la soledad a un pueblo venezolano que, por su historia y su cultura, no merece lo que hoy sufre.

Si observamos la calidad institucional desde afuera del sistema formal de funcionamiento, nos encontramos con poderes fácticos que sacuden el edificio. Es el caso de México, con estructuras de corrupción vinculadas al narcotráfico, que ejercen la violencia casi como Estados paralelos, desafiando la vigencia del ordenamiento legal. La matanza del Estado de Guerrero le ha dado a ese cáncer endémico difusión internacional y quizás esto abra un espacio para que la autoridad constituida pueda iniciar un proceso de reconquista real de su competencia. Colombia, que lleva adelante —trabajosamente— un esperanzado proceso de paz, convive todavía con una narcoguerrilla que, aun acotada y en medio de un diálogo con el Gobierno, no termina de asumir que, para que se le crea, debe abandonar las armas para siempre.

Estas situaciones revelan las carencias de un Estado, que es excesivo en ciertos sectores de la vida económica y falta en sus roles esenciales: el juez y el gendarme. Los poderes judiciales, en ocasiones amenazados e infiltrados, no siempre son la barrera que el Estado de derecho necesita. Las policías, lo mismo. Si en esos países no se logra el monopolio de la fuerza de que hablaba Max Weber como esencia del Estado, todo lo demás se hace ilusorio.

Julio María Sanguinetti es abogado y periodista y fue presidente de Uruguay (1985-1990 y 1994-2000).

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