El doble estándar de la política comercial de Estados Unidos con China

Al parecer, una delegación comercial de alto perfil de Estados Unidos ha regresado con las manos vacías de su misión a China. No se puede decir que el resultado sea una sorpresa, dada la escala y la naturaleza parcial de las demandas estadounidenses. Los norteamericanos presionaron para una reformulación integral de las políticas industriales y las reglas de propiedad intelectual de China, y le pidieron al mismo tiempo al gobierno chino que se abstuviera de cualquier acción contra los aranceles unilaterales propuestos por Trump contra las exportaciones chinas.

Esta no es la primera rencilla comercial con China, y no será la última. El orden comercial mundial de la última generación -desde la creación de la Organización Mundial de Comercio en 1995- se ha predicado en base a la suposición de que los regímenes regulatorios en todo mundo convergirían. China, en particular, se volvería más "occidental" en la manera de manejar su economía. Por el contrario, la continua divergencia de los sistemas económicos ha sido una fuente fértil de fricción comercial.

Hay buenos motivos para que China -y otras economías- resistan la presión para que acepten un molde que les han impuesto los lobbies exportadores de Estados Unidos. Después de todo, el fenomenal éxito de la globalización de China se debe tanto a las políticas industriales no ortodoxas y creativas del régimen como a la liberalización económica. La protección selectiva, los subsidios al crédito, las empresas estatales, las reglas de contenido nacional y los requerimientos de transferencia de tecnología han incidido a la hora de transformar a China en la usina industrial que es hoy. La estrategia actual de China, la iniciativa "Hecho en China 2025", apunta a basarse en estos logros para catapultar al país al status de economía avanzada.

El dato de que muchas de las políticas de China violan las reglas de la OMC es más que claro. Pero aquellos que burlonamente identifican a China como un "tramposo comercial" deberían pensar si China habría podido diversificar su economía y crecer tan rápidamente si se hubiera convertido en miembro de la OMC antes de 2001, o si hubiera aplicado servilmente las reglas de la OMC desde entonces. La ironía es que muchos de esos mismos analistas no dudan en calificar a China como el alumno modelo del costado positivo de la globalización -olvidándose convenientemente, en esas ocasiones, hasta qué punto China ha desobedecido las reglas contemporáneas de la economía global.

China juega el juego de la globalización según lo que podríamos denominar las reglas de Bretton Woods, por el régimen mucho más permisivo que gobernaba la economía mundial en el primer período de posguerra. Como alguna vez me explicó un funcionario chino, la estrategia es abrir la ventana pero ponerle una cortina. Reciben el aire fresco (inversión extranjera y tecnología) al mismo tiempo que no dejan entrar a los elementos dañinos (flujos de capital volátiles e importaciones disruptivas).

En verdad, las prácticas de China no son muy diferentes de lo que todos los países avanzados han hecho históricamente cuando intentaban alcanzar a los demás. Una de las principales quejas de Estados Unidos contra China es que los chinos violan sistemáticamente los derechos de propiedad intelectual para poder robar secretos tecnológicos. Pero, en el siglo XIX, Estados Unidos estaba en la misma posición en relación con el líder tecnológico de aquel entonces, Gran Bretaña, de la misma manera que China está hoy frente a Estados Unidos. Y Estados Unidos tenía tanto respeto por los secretos comerciales de los industriales británicos como China lo tiene hoy por los derechos de propiedad intelectual norteamericanos.

Las incipientes fábricas textiles de Nueva Inglaterra estaban desesperadas por tecnología e hicieron todo lo posible para robar diseños británicos e introducir clandestinamente artesanos británicos calificados. Estados Unidos efectivamente tenía leyes de patentes, pero protegían sólo a los ciudadanos estadounidenses. Como lo definió un historiador de los negocios de Estados Unidos, los norteamericanos "también eran piratas".

Cualquier régimen comercial internacional sensato debe empezar por reconocer que no es ni factible ni deseable restringir el espacio político que tienen los países para diseñar sus propios modelos económicos y sociales. Los niveles de desarrollo, valores y trayectorias históricas difieren demasiado como para hacer encajar a los países con calzador en un modelo específico de capitalismo. A veces las políticas domésticas resultarán contraproducentes y mantendrán alejados a los inversores externos y empobrecida a la economía nacional. Otras veces, impulsarán una transformación económica y una reducción de la pobreza, como lo hicieron en una escala masiva en China, generando ganancias no sólo para la economía nacional sino también para los consumidores en todo el mundo.

No se puede esperar que las reglas comerciales internacionales, que son el resultado de negociaciones minuciosas entre intereses diversos -inclusive, y en particular, las corporaciones y sus lobbies- discriminen de forma fiable entre estos dos conjuntos de circunstancias. Los países que implementan políticas perjudiciales que amortiguan sus perspectivas de desarrollo se están infligiendo el peor daño a sí mismos. Cuando las estrategias nacionales salen mal, otros países pueden resultar perjudicados; pero es el propio país el que paga el precio más alto -lo cual resulta un incentivo suficiente para que los gobiernos no apliquen las políticas equivocadas-. Los gobiernos a los que les preocupa la transferencia de conocimiento tecnológico crítico a los extranjeros son libres, a su vez, de implementar reglas que prohíban a sus empresas invertir en el exterior o restringir las adquisiciones extranjeras en el país.

Muchos analistas liberales en Estados Unidos piensan que Trump tiene razón de ir tras China. Su objeción son sus métodos agresivos y unilateralistas. Sin embargo, la realidad es que la agenda comercial de Trump está impulsada por un mercantilismo estrecho que privilegia los intereses de las corporaciones estadounidenses por sobre otras partes interesadas. Muestra poco interés en las políticas que mejorarían el comercio global para todos. Esas políticas deberían empezar por la Regla de Oro del régimen comercial: no imponer a otros países limitaciones que no aceptaríamos si nos enfrentáramos a sus circunstancias.

Dani Rodrik is Professor of International Political Economy at Harvard University’s John F. Kennedy School of Government. He is the author of The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy, Economics Rules: The Rights and Wrongs of the Dismal Science, and, most recently, Straight Talk on Trade: Ideas for a Sane World Economy.

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