El doble filo de la espada iraní

Hace pocos años, en el curso de una visita a Teherán para pronunciar unas conferencias en el Instituto de Estudios Políticos e Internacionales del Ministerio de Asuntos Exteriores, un veterano diplomático iraní me invitó a comer en un restaurante italiano entonces de moda situado en el barrio de clase media de Tajrish, en el norte de la capital. Formado como científico en Estados Unidos antes de la revolución de 1979, había ocupado un cargo relevante en el régimen posrevolucionario y posteriormente desempeñó tareas diplomáticas de importancia. De hecho, habíamos coincidido con ocasión de varias conferencias sobre las relaciones europeo-iraníes e incluso habíamos empezado a pergeñar un informe conjunto. En esta última ocasión, empezamos a hablar sobre los comienzos de la revolución iraní y su política exterior. "Cometimos - me confesó- tres grandes errores. En primer lugar, mantener secuestrados diplomáticos estadounidenses durante un año y medio, malquistándonos en consecuencia con Estados Unidos; en segundo lugar, rechazar la paz muy favorable que nos ofreció Sadam Husein en el verano de 1982 cuando Irán tenía la sartén por el mango al cabo de dos años de conflicto, y, en tercer lugar - lo que más me llamó la atención de sus explicaciones-, no respaldar el régimen comunista que accedió al poder en Afganistán en 1978 y apoyar en cambio las guerrillas pronorteamericanas que posteriormente llegaron al poder".

Considero que las reflexiones de este diplomático son muy pertinentes y atinadas en relación con la situación que vive actualmente Irán. Desde luego, la presión ejercida por Estados Unidos sobre Irán es arrogante y, en muchos aspectos, ilegal. Resulta, además, ridículo el hecho de que Washington proteste ahora por la interferencia iraní en Iraq siendo así que fue Estados Unidos quien invadió el país hace cuatro años y fueron sus aliados iraníes - si no sirvientes- quienes proveyeron de cuadros y mandos al gobierno y las fuerzas armadas de Iraq. Y también lo es el intento de acusar a Irán de la difusión del terrorismo suní, incluidas las actividades de Al Qaeda, en la región.

Ningún país posee mayor interés en la estabilidad de Iraq que Irán, cuestión en la que por cierto Washington no ha reparado - con un alarde de estupidez por su parte- a lo largo de los últimos cuatro años.

Sin embargo, destaca en este panorama otro aspecto de la confrontación entre Estados Unidos e Irán que podría resultar peligroso no sólo para Washington sino también para la República Islámica y que proviene de las decisiones y errores de cálculo de las propias autoridades iraníes. El presidente Ahmadineyad es popular en buena parte del mundo árabe y en sentido amplio el mundo musulmán por sus abiertas y directas denuncias de la política estadounidense. También ha agitado las masas con sus llamamientos en favor de la destrucción de Israel, cosa que efectivamente hizo pese a que algunos han argüido, en Irán y fuera de Irán, que se le tradujo mal. Las palabras debe ser borrado del mapa (mahv bayad bashad) no dejan lugar a dudas.

Ahmadineyad ha prescindido también de toda actitud cauta y prudente haciendo gala de una actitud jactanciosa sobre la enemistad e intensa fuerza con que le acosan según él sus enemigos... Cabe recordar aquí que el ayatolá Jomeiny reprendió en una ocasión a su ministro de Asuntos Exteriores, Velayati, en relación con unas aceradas críticas suyas vertidas contra Arabia Saudí, recordándole que su obligación en el cargo incluía atender debidamente las relaciones con los demás países.

Ahmadineyad, por lo demás, se ha permitido impulsar una serie de medidas económicas que se han revelado mal enfocadas, despilfarrando los ingresos procedentes del petróleo para fomentar el consumo y lanzando campañas retrógradas en el campo educativo y cultural para contrarrestar el laicismo, sin atender por otra parte sus promesas dirigidas a los más desfavorecidos que en el 2005 le dieron la victoria por sorpresa. El reciente fracaso de sus candidatos a las elecciones para el Consejo Consultivo, organismo de salvaguarda constitucional, así como las crecientes críticas incluso desde los bastiones del conservadurismo y de mandatarios religiosos, no son buenos presagios para su andadura futura.

En este contexto, conviene analizar con mayor precisión las diversas facetas de la política exterior de Irán, así como las raíces en que basa sus política de alto riesgo. Mucho se ha hablado - tal vez exagerando- de su condición de antigua potencia imperial: se trata de uno de los cuatro países del mundo, junto a China, Egipto y Yemen, que pueden exhibir una trayectoria como país de más de tres mil años de historia. Sus aspiraciones actuales a convertirse en potencia nuclear de determinado nivel obedecen tanto a sus deseos de ser efectivamente una gran potencia como a factores de índole militar; por ejemplo, el de seguir contando con caro armamento, y en la práctica inútil, de factura británica y francesa. Tal imagen sobre sus propias aspiraciones explica uno de los rasgos más persistentes de la política exterior de Irán a lo largo del siglo pasado, que mi compañero de mesa señaló con gran interés durante nuestra comida en el restaurante de Teherán; esto es, la recurrente propensión de las autoridades iraníes a incurrir en errores de cálculo y a excederse en sus apreciaciones y aspiraciones.

Se ha comentado asimismo ampliamente el hecho de que Irán es el país chií más importante y de que la última dinastía persa, los safavíes, que accedieron al poder en 1500, hicieron del chiismo una importante fuerza política y militar - como también cultural- en la región, una fuerza rival de los suníes otomanos, al oeste, durante siglos. La identidad chií, que los mulás han subrayado ampulosamente, ha demostrado ser, sin embargo, una realidad ambivalente en el caso de la República Islámica, pues a numerosos miembros de la comunidad fuera de Irán, incluso para chiíes residentes en países como Iraq, Arabia Saudí y Kuwait, la proyección del chiismo iraní ha llegado a ponerlos en apuros como puede comprobarse actualmente en Iraq, ilustrando además el grado de ascendencia que tanto los dignatarios religiosos como los políticos reclaman para sí en Irán. El ayatolá Sistani, líder religioso chií de Iraq - él mismo iraní-, ha intentado templar tal influencia como - de forma infinitamente más brutal- el nuevo líder chií, Moqtada al Sadr.

Ahora bien, el factor más importante que explica la realidad de Irán - y que los observadores toman por cierto menos en cuenta- no es ninguno de los que he citado hasta ahora sino uno distinto: el hecho, bien patente de acuerdo con su origen histórico, político y retórico, de que la República Islámica de Irán es un país surgido de una revolución, una revolución que dista de haber perdido su dinámica, ni en casa ni en el exterior. La revolución iraní de 1978-1979 constituyó - como las de Francia Rusia, China o Cuba- una de las principales conmociones sociales y políticas de la historia moderna. Al igual que sus predecesoras, se propuso no sólo transformar su propio sistema interno - desde luego a un elevado coste en términos de represión, desgaste y falsas ilusiones-, sino también exportar la revolución. Y así fue: la exportó a Afganistán, Iraq y Líbano en los años ochenta y ahora a Palestina y - merced a la ayuda inestimable de Estados Unidos- otra vez a Iraq. De hecho, cabe argüir que el eje principal del conflicto en Oriente Medio a lo largo del último cuarto de siglo se aprecia precisamente en la confrontación entre el Irán revolucionario de una parte y Estados Unidos y sus aliados en la región de otra. En comparación, la guerra estadounidense contra la militancia suní tipo Al Qaeda queda en segundo término.

Aunque, todo hay que decirlo, Irán ha caído en las trampas y falsas ilusiones de otros revolucionarios. Como los revolucionarios franceses, los iraníes proclamaron a un tiempo ser amigos de todos los oprimidos y además una gran nación,expresión que Jomeiny empleó a su vez - a sabiendas o no- haciéndose eco de los jacobinos en 1793. Como los primeros bolcheviques, los revolucionarios islámicos comenzaron su revolución juzgando que la diplomacia era un acto de opresión y debía desecharse; de ahí el caso de los diplomáticos estadounidenses tomados como rehenes. Como los cubanos y los chinos, han combinado entregas de armas, entrenamiento y ayuda económica bajo cuerda a sus aliados revolucionarios en unión de una deliberada intervención de sus fuerzas armadas.

Todo esto tiene su precio. La paulatina moderación de Irán en los años noventa bajo el mandato del presidente Jatami ilustró claramente un patente cansancio tras los ocho años de guerra contra Iraq y el deseo de normalizar las relaciones con el mundo exterior, como en la fase girondina en Francia a finales del decenio de 1790 o las políticas de Liu Shao-chi en China a finales de los años sesenta del siglo pasado: no obstante, como en estos otros casos y también en la URSS de Stalin en 1930, había elementos y fuerzas deseosos de proceder en dirección contraria que volvieron a apretar las tuercas de la represión elevando el tono de la retórica conflictiva y hostil. Podría decirse, en efecto, que en comparación con la Rusia de principios de los años treinta Irán atraviesa ahora la tercera fase de Mahmud Ahmadineyad o, si se prefiere el ejemplo chino, una réplica moderada de la revolución cultural china.

Todo el mundo se pregunta hasta cuándo puede prolongarse este estado de cosas, si es que en alguna medida puede realmente prolongarse, pero, en todo caso, pasarán años, y tal vez muchos años, hasta que la revolución islámica llegue al fin de sus días.

Incluso Cuba, país en comparación débil y desprotegido, ha mantenido su actitud de desafío y su modelo a lo largo de más de cuatro decenios. No obstante, los riesgos - y los costes existente- aun sin que medie una guerra con Estados Unidos son elevados, como numerosos iraníes tienen hoy ocasión de comprobar demasiado bien.

Por Fred Halliday, profesor visitante del Institut Barcelona d´Estudis Internacionals (IBEI) y profesor de la London School of Economics. Autor de Revolución y política mundial: auge y caída de la sexta gran potencia (Palgrave, 1999). Traducción: José María Puig de la Bellacasa.