El domador sin látigo

No me extrañaría que Iván Redondo tuviera enmarcada en algún lugar de su despacho la frase con la que Christopher Clark introduce y justifica su formidable ensayo sobre cuatro etapas clave de la historia política alemana: “Al igual que la gravedad curva la luz, el poder curva el tiempo”.

La tesis que desarrolla en Tiempo y Poder, publicada hace unos meses por Galaxia Gutenberg, es que el tiempo histórico no es tanto el ámbito en el que suceden los acontecimientos, sino la combinación subjetiva entre pasado, presente y futuro que cada gobernante intenta transmitir a sus contemporáneos.

Eso mismo podría decirse de cada autor o lector. De hecho, hacía años que no me topaba con una mejor explicación del espíritu de la Transición, como esta descripción de Clark de la larga era de Federico Guillermo de Prusia, conocido como el Gran Elector, en pleno siglo XVII: “El reinado del Elector se caracterizó por la conciencia del presente como un inestable umbral entre un pasado catastrófico y un futuro incierto, donde una de las principales preocupaciones del Soberano era liberar al Estado de los enredos de la tradición, para poder elegir libremente entre distintos futuros posibles”.

El domador sin látigoLo "catastrófico" era el guerracivilismo y Adolfo Suárez mostró, con su propio sacrificio, hasta qué punto era “inestable” aquel “umbral”. Pero, antes de caer, logró liberarnos lo suficiente de los “enredos de la tradición”, como para que, en efecto, eligiéramos, libre y sucesivamente, entre dos “futuros distintos”, ambos "posibles", en tanto que incluyentes y centrípetos.

Los cuatro mandatos de González y los dos de Aznar estabilizaron en España la "conciencia del presente", a través del consenso sobre la reconciliación como técnica de sutura de las heridas del pasado. La socialdemocracia felipista derivó en tremendos abusos de poder, incluido el crimen de Estado, y el reformismo de Aznar, en graves errores de criterio que desembocaron en el apoyo a la invasión de Irak. Pero esa "conciencia del presente" como ámbito de estabilidad democrática incluía ya el control judicial del poder y la corrección de esas desviaciones, a través de las urnas.

Todo un tiempo histórico, en el sentido en que lo entiende Clark, termina ahí, con la trágica interferencia, pendiente de aclaración, del 11-M. Y la mejor prueba de su éxito político, sin par en nuestros lares, es que el mismo Alfonso Guerra que, a la vez farruco y clarividente, pronosticaba en el 86 que, tras una nueva pasada por la izquierda, a España “no iba a reconocerla ni la madre que la parió”, se queje ahora de que vuelva a hablarse de “las dos Españas”, cuando “se había conseguido que hubiera solo una".

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Empezamos a tener ya perspectiva para darnos cuenta de la trascendencia de la presidencia de Zapatero como generadora de un nuevo concepto del tiempo histórico, progresivamente divergente del trazado por la tríada Suárez-González-Aznar. Al margen de las oscilaciones de sus relaciones personales, por lo visto hasta ahora, el proyecto de Sánchez está aprovechando las expectativas abiertas por Zapatero respecto al futuro y explotando su replanteamiento del pasado.

"Suaviter in modo, fortiter in re", Zapatero insufló nueva vida a la izquierda española, la reinventó en cierto modo, repudiando el desarme bilateral de la Transición, para reivindicar la presunta superioridad moral de los vencidos sobre los vencedores en la última de nuestras seis guerras civiles contemporáneas. A esa cala selectiva, cargada de emotividad y no exenta de rencor, sobre una franja acotada del pasado, la llamó "memoria histórica".

Simultáneamente, Zapatero fue capaz de identificar las nuevas fronteras de la confrontación política que podían movilizar de nuevo a una izquierda, intelectual y anímicamente aplastada por el hundimiento de los regímenes comunistas y el éxito del liberalismo económico de dos conservadores como Reagan y Thatcher. Esas nuevas fronteras son las de la igualdad -y a veces igualación- de la mujer y los colectivos históricamente discriminados por sus opciones sexuales y la preservación de la naturaleza frente al cambio climático. Dos causas nobles donde las haya, con los riesgos de toda segmentación de derechos y toda gestión maniquea de las prioridades.

Con esas nuevas miradas beligerantes hacia el pasado y el futuro, Zapatero intentó "curvar el tiempo" para crear un valle en el que encauzar los problemas del País Vasco y Cataluña mediante la transacción. Eso supuso una inconveniente exacerbación de la política de blanqueamiento del nacionalismo identitario, ya emprendida por González y Aznar en tiempos de Pujol y Arzalluz, por mor de la aritmética parlamentaria.

El éxito de la política antiterrorista de Aznar abrió a Zapatero la posibilidad de negociar el final de ETA y quienes más criticamos sus concesiones, a costa de la ambigüedad del relato de lo ocurrido, debemos reconocer que la ausencia de asesinatos, extorsiones y secuestros ha creado un nuevo marco de convivencia para los vascos y ha tenido un efecto balsámico sobre el conjunto de los españoles. En cambio, su disposición a negociar el "estatuto que venga de Cataluña" fue la gasolina que avivó un incendio hasta entonces controlado y empujó al PSC a una estéril e inquietante equidistancia entre constitucionales y separatistas.

En todo caso, fue la crisis económica la que dejó patente la insuficiencia de esas visiones del pasado y el futuro para garantizar la viabilidad del presente y Zapatero tuvo que salir de escena, tras aplicar con valentía un torniquete de emergencia -los recortes sociales- a la hemorragia que él mismo había producido.

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A la izquierda española le tocó entonces la lotería, con un premio gordo de cinco letras. Estoy convencido de que cuando se hable con perspectiva y ambición conceptual de la "España vacía", la letra pequeña se referirá al desequilibrio demográfico y la grande a la inaudita vacuidad del proyecto político de Rajoy.

La única curvatura del "tiempo histórico" que buscó y pretendió el que probablemente será último gobernante con mayoría absoluta en varias décadas, fue la de la hamaca mental que instaló en el porche de la Moncloa. Sólo la abandonó cuando tuvo que aplicar el manual de reparaciones de la Unión Europea -reforma laboral, reestructuración bancaria- al desaguisado anterior, amplificado por su abulia.

Incluso cuando los sucesos de Cataluña le obligaron a resetear el proceso separatista, lo hizo mediante un 155 de fogueo, disparado con la carabina de Ambrosio. Todo se entenderá aun mejor, si logra apoltronarse en la Federación Española de Fútbol, haciendo alineaciones de leyenda con su Marca y su veguero.

Sólo la "noluntad" del Estafermo, bien representada por el bolso de Soraya sobre su escaño vacío, explica la falta de oposición a la erección simultánea de los tres populismos -el de Podemos, el del separatismo y el de Vox- que están centrifugando aceleradamente lo que Zapatero dejó en pie de los consensos de la transición. Y explica, sobre todo, que un aventurero audaz como Sánchez pudiera dar el golpe de mano de la moción de censura, ocupando en un santiamén la ciudadela abandonada por la molicie de sus presuntos defensores.

Sánchez era y es un personaje en permanente busca de autor -de ahí todas sus peripecias y vaivenes- pero con un instinto básico irrefrenable: la predisposición a coger el diablo del poder por el rabo, a nada que surja la ocasión. Se trata de un impulso tan primitivo como indoblegable, pues atañe a la ley de la gravedad de la política: sólo quien adquiera el poder para ejercerlo, tendrá la oportunidad de "curvar el tiempo" en un sentido u otro.

La antítesis de esa forma de sentir y de actuar la hemos visto personificada en Albert Rivera, el otro gran responsable de que estemos donde estamos. Habiendo demostrado tantas veces, a diferencia de Rajoy, su condición de hombre de acción, es incomprensible que durante los cuatro meses decisivos que siguieron a las elecciones de abril, contemplara impávido cómo la peonza del poder giraba alegremente a su alrededor.

Sólo podía atrapar esa peonza de forma mancomunada con Sánchez pero, al renunciar a hacerlo, no podía ignorar que estaba arrojando inexorablemente al líder del PSOE a los brazos de Iglesias y el separatismo. Alguien tendrá que reconstruir lo ocurrido en la vida política y personal de Rivera para generar ese bloqueo sicosomático que devino en una flagrante denegación de auxilio a la Nación y en la propia destrucción de casi todo lo que tan meritoriamente había construido.

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Si se atribuye al franquista Jesús Fueyo aquello de "ministro, aunque sea de Marina", el lema de Sánchez ha sido "presidente, aunque sea con Iglesias, Errejón, el PNV, Rufián, Otegi, un gallego, un canario y el de Teruel Existe". Como si la investidura tuviera en sí misma la condición taumatúrgica de amortizar las hipotecas suscritas para conseguirla. Como si una vez obtenido el don de la juventud, el doctor Fausto no fuera a recibir la visita periódica de Mefistófeles exigiendo su parte del trato.

Sánchez cree que la dosis de murexida con la que ha tintado de malva su proyecto, es lo suficientemente suave como para no afectar al margen de maniobra de un gobierno que él concibe como unitario. Probablemente piense que la exacerbación de las visiones del pasado y el futuro, concebidas por Zapatero, será suficiente para tener entretenida a la parroquia, mientras gestiona el presente, siguiendo las directrices de Bruselas. El cebo de la exhumación de Franco y la colaboración inestimable de Vox en su papel de espantapájaros de la moderación le han dado hasta ahora resultado.

Su futuro quedaría sólo al albur del ciclo económico, si no fuera por la cuestión catalana. Para afrontarla, Sánchez busca ensanchar ese valle transaccional que la curvatura del tiempo, mediante el ejercicio del poder, permitió abrir a Zapatero. Sin duda acierta en que esa técnica de acercamiento estimula las contradicciones del separatismo entre utopía y pragmatismo. Véase la profunda crisis entre Junts y Esquerra. Pero es más que dudoso que vaya a diluir todo lo inasumible que hay en ese populismo reaccionario para el orden constitucional.

El problema capital en todo caso es que, como ha quedado demostrado esta semana, Sánchez es más débil que sus antagonistas porque depende de ellos para subsistir. Más allá de la humillación de tener que rectificar por la tarde lo que chapuceramente anunció por la mañana, lo que queda es la visita de Rufián a la Moncloa como factor determinante del obsceno volte-face. O sea, la constatación de que el poder no reside en su sede oficial, sino en variopintos aledaños.

Esto no había sucedido jamás porque implica que Sánchez más que un presidente es un rehén, un domador impotente que cuando hace su primer gran alarde al dirigirse a la jaula de las fieras resulta que no tiene látigo. Le falta el requisito fundamental para cualquier número del circo político: la mayoría parlamentaria. Sin ella, podrá subsistir pero no gobernar. Podrá responder a lo que ocurra, pero nunca curvará su tiempo histórico.

Sánchez y los suyos todo lo fían ya a que Esquerra logre engañar a los electores catalanes como ellos lograron engañar al conjunto de electores españoles, prometiendo una cosa y haciendo la contraria. Eso implicaría que al final los delfines de Junqueras pudieran gobernar la Generalitat con apoyo del PSC y todo se canalizara a través de una política de socorros mutuos.

Difícilmente una fórmula tan mezquina podrá estabilizar el presente y menos aún dar consistencia a las visiones sanchistas del pasado y el futuro, pero siempre encontrará en la pujanza agresiva de Vox unos cimientos alternativos. De ahí que la frase de la semana sea el certero consejo de Aznar a Casado: "Debes confrontar con el Gobierno como si Vox no existiera y debes confrontar con Vox como si el Gobierno no existiera". Como siempre, la salida está en el centro e Inés Arrimadas puede ser la mejor compañera de viaje imaginable.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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